Читать книгу La letra escarlata (texto completo, con índice activo) - Nathaniel Hawthorne - Страница 7
V ESTER AGUJA EN MANO
ОглавлениеTerminado el período de encarcelamiento a que fue condenada Ester, se abrieron las puertas de la prisión y salió a la luz del sol que, brillando lo mismo para todos, le parecía sin embargo a su mórbida imaginación que había sido creado con el único objeto de revelar la letra escarlata que llevaba en el seno de su vestido. Quizá padeció moralmente mas cuando, habiendo cruzado los umbrales de la cárcel, empezó a moverse libre y sola, que no en medio de la muchedumbre y espectáculo que quedan descriptos, donde se hizo pública su vergüenza y donde todos la señalaron con el dedo. En aquel entonces se encontraba sostenida por una tensión sobrenatural de los nervios y toda la energía batalladora de su carácter, que la ayudaban a convertir aquella escena en una especie de lóbrego triunfo. Fue, ademas, un acontecimiento aislado y singular que solo ocurriría una vez durante su vida; y para arrostrarlo tuvo que gastar toda la fuerza vital que habría bastado para muchos años de tranquilidad y calma. La misma ley que la condenaba, la había sostenido durante la terrible prueba de su ignominia. Pero ahora, fuera ya de la prisión, sola y sin compañía en el sendero de la vida, empezaba para ella una nueva existencia, y tenía que sostenerse y proseguir adelante con los recursos que le proporcionara su propia naturaleza, o de lo contrario, sucumbir. No podía contar con lo porvenir para sobrellevar su dolor presente. El día de mañana aportaría su ración pesadumbre, y lo mismo el siguiente y los sucesivos: cada uno traería su propio pesar que, en esencia, era sin embargo el mismo que ahora le parecía tan inmensamente doloroso. Los años por venir se sucederían unos a otros, y ella tendría que continuar sobrellevando la misma carga, sin poder jamas arrojarla; pues la sucesión de días y de años no haría mas que acumular miseria sobre ignominia. Durante todo ese tiempo, despojándose Este de su propia individualidad, se convertiría en el ejemplo vivo que podrían servirse el moralista y el predicador para encarecer sus imágenes de fragilidad femenina y de pasión pecaminosa. Le diría a la joven y a la pura, que contemplasen la letra escarlata que brillaba en su seno, que se fijasen en esa mujer, la hija de padres honrados, la madre de una criaturita que mas adelante será también una mujer, que recordasen que en un tiempo había sido inocente y que vieran ahora en ella la imagen, la encarnación, la realidad de pecado; y sobre su tumba, la infamia que la había acompañado en vida, será también su único monumento.
Parecerá sorprendente, que con el mundo abierto ante ella, sin ninguna restricción en su sentencia que la impidiera dejar aquella oscura y remota colonia puritana y volver al lugar de su nacimiento, o a cualquier otro país europeo, y ocultar allí su persona y su identidad, bajo un nuevo exterior, como si empezara por completo otra existencia, y teniendo también a su alcance los bosques sombríos y casi impenetrables, donde lo impetuoso de su ser espiritual podría asimilarse al pueblo cuyas costumbres y vida nada tenían de común con la ley que la había condenado; parecerá sorprendente, repito, que esta mujer pudiera aún dar el nombre de hogar a aquel sitio donde había ella de ser el tipo de la ignominia. Pero hay una especie de fatalidad, un sentimiento tan irresistible e inevitable, que tiene toda fuerza del destino, que casi obliga invariablemente a permanecer y vagar a manera de espectros, en el lugar mismo en que un acontecimiento grande y notable ha influido en el curso de su vida, y que es tanto mas irresistible cuanto mas sombría ha sido su influencia. Su pecado, su ignominia, eran las raíces que la retenían en aquel suelo, que había llegado a convertirse en el hogar permanente y final de Ester. Todos los otros sitios del mundo, aun aquella aldea de Inglaterra donde corrieron su infancia feliz y su juventud inmaculada, se habían convertido en cosas extrañas. Los lazos que la ataban a este nuevo suelo estaban formados de eslabones de hierro que penetraban en lo mas íntimo de su alma, sin que jamas llegaran a romperse.
Pudiera ser también, y sin duda lo era aunque se lo ocultaba a sí propia, y palidecía cuando luchaba por salir de su corazón como una serpiente de su agujero, pudiera ser también que otro sentimiento la hiciera permanecer en el lugar que tan funesto le había sido.
Allí moraba, allí pasaba su existencia alguien a quien ella se consideraba unida con lazos que, si bien no reconocidos en la tierra, los llevarían juntos ante el tribunal del juicio final, donde quedarían enlazados para un futuro común de retribución inextinguible. El tentador del género humano había presentado repetidas veces esta idea a la mente de Ester, y se reía del gozo apasionado, al mismo tiempo que lleno de desesperación, con que ella al principio la acogía, y después se esforzaba en rechazarla. Apenas acariciaba semejante idea, cuando ya quería destruirla. Lo que al fin quiso creer, lo que ella misma consideró la razón suprema para continuar viviendo en aquel sitio, era en parte verdad y en parte una ilusión con que trataba de engañarse. Aquí, se decía para sus adentros, cometí mi falta y aquí debe efectuarse mi castigo terrenal; y quizáde este modo las torturas de diaria ignominia purificarín al fin su alma, dotándola de una nueva pureza en cambio de la que había perdido, mas sagrada puesto que será el resultado del martirio.
De consiguiente Ester no se movió de allí. En los lindes de la población, aunque no en la vecindad inmediata de ninguna morada, había una choza o cabaña, construida por uno de los primeros colonos, y abandonada porque la tierra era demasiado estéril para el cultivo. Su aislamiento y distancia de la población, la ponían fuera del círculo de la actividad social que ya se notaba en las costumbres de los colonos. Aquella pequeña habitación estaba a orillas del mar, medio oculta por un bosquecillo de árboles no muy corpulentos; y en ese lugar solitario, con los pocos recursos que poseía, y gracias al permiso de los magistrados que aún ejercían una especie de vigilancia inquisitorial sobre Ester, se instaló ésta con su niñita. Inmediatamente se asoció a aquel lugar una vaga idea de algo misterioso y desconocido. Los niños, demasiado tiernos para comprender por qué aquella mujer se encontraba separada del resto de sus semejantes, se arrastraban lo mas cerca posible para verla ocupada con su aguja sentada a la ventana de su cabaña, de pie a la puerta de la misma, o trabajando en el jardincito, paseándose en el sendero que conducía a la población; y al contemplar la letra escarlata en el seno de su vestido, emprendían la carrera con un temor extraño y contagioso.
A pesar de lo solitario de la situación de Ester, y aunque no tenía un amigo en la tierra que se atreviese a visitarla, no corría sin embargo el riesgo de padecer escaseces. Poseía un arte que bastaba para proporcionarle el sustento a ella, y a su hijita, aun en un país que ofrecía comparativamente pocas oportunidades para su ejercicio. Arte que en aquella época, como hoy, era casi el único que estuviera al alcance de la mujer, la costura. Llevaba en el seno, en la letra primorosamente bordada, una muestra de su habilidad delicada y de su inventiva, que se habrían alegrado las damas mismas de la Corte poder aprovecharse para agregar a sus ricas telas de seda y oro los adornos aun mas preciados del arte humano.
Cierto es que, dada la sencillez del traje negro que caracterizaba en lo general las modas puritanas de aquel tiempo, no se presentarían muchas ocasiones en que pudiera desplegar Ester sus talentos con la aguja; sin embargo, el gusto de la época que se complacía en lo que era complicado en esta clase de trabajos, no pudo menos de ejercer su influencia en aquellos severos puritanos, nuestros antepasados, que se habían desprendido de tantas cosas que hoy nos parecen muy dificiles de renunciar. Las ceremonias públicas, tales como la instalación de magistrados y cuanto pudiera agregar majestad al modo con que un nuevo gobernador se presentaba al pueblo, se distrnguían por un ceremonial imponente y una sombría pero estudiada magnificencia. Grandes cuellos o lechugillas, fajas de intrincadas labores, y guantes lujosamente bordados, eran de absoluta necesidad para los altos funcionarios al hacerse cargo de las rienda del poder; y su uso se permitía también a los individuos distinguidos por su posición o riqueza aunque las leyes suntuarias prohibían estos y otros lujos semejantes a los plebeyos. En los funerales, ya en el vestido del difunto, o ya para expresar por variedad de signos emblemáticos de paño negro y linón blanco el dolor de los sobrevivientes, había también una demanda frecuente de la clase de labor que Ester podía suministrar. Los pañales y faldellines para niños, pues en aquella época los niños de tierna edad llevaban vestidos de gala, ofrecían también ocasión para labores delicadas de aguja.
Poco a poco, aunque no con mucha lentitud, los trabajos de Ester se fueron haciendo de moda, como hoy se dice, ya por compasión hacia una mujer cuyo destino había sido tan desgraciado, ya por la mórbida curiosidad que da un valor ficticio a cosas comunes o que no tienen ninguno, ya porque entonces, como ahora, se concediera a ciertas personas, por cualquier razón, lo que otros solicitan en vano, o porque Eter llenara realmente un vacío que se dejaba sentir; es lo cierto que halló frecuente empleo para su aguja, y bien remunerado. Tal vez la vanidad escogió, como medio de mortificarse, llevar a las pompas y ceremonias del Estado los adornos labrados por sus manos pecadoras. Veíase su labor en los cuellos del Gobernador; los militares la mostraban en sus bandas y fajas; el ministro del altar también dejaba verla en su traje severo; adornaba el gorrito de los recién nacidos, y hasta los ataúdes de los que llevaban a enterrar. Pero no se recuerda un solo caso en que la habilidad de Ester se solicitase para bordar el velo blanco que debía de cubrir el rostro pudoroso de una novia conducida al altar. Esta excepción indicaba lo inextinguible del rigor con que la sociedad reprobaba su pecado.
Ester no trataba de adquirir mas allí de lo necesario, para su subsistencia, siendo ésta de la naturaleza mas sencilla y ascética que pueda darse en lo que a ella se refería; y para su niña, alimentos muy sencillos si bien con abundancia. Los vestidos que usaba eran hechos de las telas mas bastas y del color mas sombrío, con un solo adorno, la letra escarlata, que estaba condenada a llevar siempre. El trajecito de la niña, por el contrario, se distinguía por cierto corte y adornos caprichosos, mejor dicho, fantásticos, que servían para realzar una especie de encanto aéreo que desde muy temprano empezó a notarse en la criaturita, la que también daba muestras de una seriedad profunda. Ya hablaremos de esto mas adelante. Excepto la pequeña suma que dedicaba Ester al adorno de su hija, el resto lo empleaba en obras de caridad, en infelices menos desgraciados que ella y que con frecuencia insultaban la mano que los socorría.
Mucha parte del tiempo que hubiera podido aplicar a labores mas productivas la pasaba haciendo vestidos de estofas groseras para los pobres. Es probable que a esta clase de ocupación asociara ella una idea de penitencia, y que al dedicar tantas horas a esa ruda labor, las ofreciera como una especie de sacrificio de otros goces. En la naturaleza de Ester había algo de la rica y voluptuosa naturaleza oriental, un gusto por todo lo que era esplendorosamente bello, y que, excepto en las exquisitas producciones de en aguja, no encontraba en que poder ejercitarlo.
Las mujeres hallan en la delicada labor de la aguja un placer incomprensible para el sexo fuerte. Para Ester era quizá una manera de expresar la pasión de su vida, y por lo tanto de calmarla. A semejanza de todos los otros goces, rechazó esta pasión como un pecado. Semejante mórbida intervención de la conciencia en cosas de poca monta pudiera muy bien considerarse indicio de una penitencia que no era genuina ni constante, sino mas bien algo dudoso, y que en el fondo no era lo que debería ser.
De este modo Ester Prynne tuvo su parte que desempeñar en el mundo. Merced a la energía natural de su carácter, y a su rara inteligencia, no fue posible segregarla por completo de la sociedad, aunque ésta la había marcado con una señal mas intolerable para el corazón de una mujer que la grabada en la frente de Caín. En todas sus relaciones con esa sociedad, no había sin embargo nada que la hiciera comprender que pertenecía a ella. Cada gesto, cada palabra, y hasta el silencio mismo de aquellos con quienes se ponía en contacto, implicaban y expresaban con frecuencia la idea de que estaba desterrada, y tan aislada como si habitase en otra esfera. Encontrábase separada de los intereses morales de sus semejantes, a pesar de estar tan cerca de ellos, a manera de un espíritu que volviese a visitar el hogar doméstico sin poder hacerse ver ni dejarse sentir; sin participar de sus alegrías, ni poder tomar parte en sus dolores; y que, caso que llegue a manifestar los sentimientos que le estaban vedados, habría sido para despertar solamente terror y horrible repugnancia. Y en realidad esto, y el mas acerbo desdén, parecía que era lo único que había para ella en el corazón de sus conciudadanos. No era aquella una época de delicadeza y refinamiento en las costumbres; y aunque Ester se diese exacta cuenta de su posición, y no hubiera peligro de que la olvidara, con harta frecuencia se la hacían sentir de una manera muy ruda, y cuando ella menos lo esperaba. Los pobres, como ya hemos dicho, a quienes había hecho el objeto de sus bondades y de su beneficencia, a menudo deprimían la mano que se extendía para socorrerlos. Las damas de alto copete en cuyas moradas penetraba a desempeñar sus labores de costura, acostumbraban destilar gotas de acíbar en su corazón; a veces, merced a esa alquimia secreta y refinada con que la mujer puede infiltrar un veneno sutil extraído de las cosas mas baladíes; y en otras ocasiones, con una rudeza de expresión que caía en el pecho indefenso de aquella infeliz como un golpe asestado una herida ulcerada. Ester se había amaestrado por largo tiempo en el arte de sufrir en silencio: jamas respondía a estos ataques, sino con el rubor que irresistiblemente enrojecía su pálida mejilla y después desaparecía en las profundidades de su alma. Era paciente, una verdadera mírtir; pero se abstenía de rezar por sus enemigos, por temor que, a despecho de sus buenas intenciones, las palabras con que implorase la bendición para ellos se convirtiesen irremediablemente en una maldición.
Continuamente, y de mil maneras, experimentaba los innumerables tormentos que para ella había ideado la sentencia imperecedera del tribunal puritano. Los ministros del altar se detenían en medio de la calle para dirigirle palabras de exhortación, que atraían una multitud implacable alrededor de la pobre pecadora. Si entraba en la iglesia los domingos, confiada en la misericordia del Padre Universal, era con frecuencia, por su mala suerte, para verse convertida en el tema del sermón. Llegó a tener un verdadero terror de los niños, que habían concebido, gracias a las conversaciones de sus padres, una vaga idea que había algo horrible en esa triste mujer que se deslizaba silenciosa por las calles de la población, sin otra compañía que su única niña. Por lo tanto, dejándola al principio pasar, la perseguían después a cierta distancia con agudos chillidos pronunciando una palabra cuyo sentido exacto no podían ellos comprender, pero que no por eso era menos terrible para Ester, por venir de labios que la emitían inconscientemente. Parecía indicar una difusión tal de su ignominia, como si esta fuera conocida de toda la naturaleza; y no le habría causado pesar mas profundo si hubiera oído a las hojas de los árboles referirse entre sí la sombría historia de su caída, y a las brisas del verano contarla entre susurros, o a los ábregos del invierno proclamarla con sus voces tempestuosas.
Otra especie de tortura peculiar que experimentaba la pobre mujer era cuando veía un nuevo rostro, cuando personas extrañas fijaban con curiosidad las miradas en la letra escarlata, lo que ninguna dejaba de hacer y era para ella como si le aplicasen un hierro candente al corazón. Entonces apenas podía contener el impulso de cubrir el símbolo fatal con las manos, aunque nunca llegó a hacerlo. Pero las personas acostumbradas a contemplar aquel signo de ignominia, podían hacerla sufrir también intensa agonía. Desde el primer momento en que la letra formó parte integrante de su vestido, Ester había experimentado el terror secreto que un ojo humano estaba siempre fijo en el triste emblema: su sensibilidad en ese particular, lejos de disminuirse con el tiempo, era cada vez mayor, merced al tormento cotidiano que sufría.
Pero alguna que otra vez, quizá con intervalo da muchos días o acaso de varios meses, tenía la sensación que una mirada —una mirada compasiva, se fijaba en la letra ignominiosa; y esto parecía proporcionarle un alivio momentáneo, como si alguien compartiera la mitad de su agonía. Pero un instante después se reduplicaba ésta con renovado dolor, porque en aquel breve momento había pecado nuevamente. ¿Había Ester pecado sola?
Su imaginación estaba un tanto afectada, y a haber poseído menos fibra intelectual y moral, se habría afectado aun mucho mas, en consecuencia de la soledad y de la angustia continua en que vivía. Yendo al reducido mundo exterior con que estaba en relaciones y regresando a su morada, y siempre
solitaria en esos paseos, creyó Ester, o se imaginó creer, que la letra escarlata la había dotado de un nuevo sentido. Se estremecía al pensar, y no podía menos de pensar así, que aquella le proporcionaba una especie de conocimiento intuitivo de las culpas secretas de otra almas. Las revelaciones que de este modo se presentaron a sus ojos la llenaban de terror. ¿Y cuáles eran? ¿Pero qué podían ser sino las insidiosas insinuaciones del ángel malo, que habría deseado persuadir a aquella mujer, que estaba luchando y era solo su víctima a medias, que el aspecto exterior de pureza no era mas que una mentira, y que si la verdad se conociera, la letra brillaría en mas de un seno y no únicamente en el de Ester Prynne? ¿Debía ella acaso recibir esas oscuras insinuaciones como si fueran una cosa real y positiva? Esta especie de sentido sobrenatural que se creía dotada, era de lo mas terrible e insoportable que hubiese experimentado en el curso de su desgraciada existencia. La llenaba de perplejidad y de malestar, pues a veces aquella marca roja de infamia en el pecho de su vestido, parecía como sí latiera y se agitase cuando Ester pasaba junto a un venerable eclesiástico o magistrado, modelos de piedad y de justicia, a quienes el mundo contemplaba como sí fueran los compañeros de los ángeles.
—¿Qué malvado pasa junto a mí? Se decía Ester para sus adentros.
Y levantando con repugnancia la cabeza veía que en aquellos alrededores no había mas ser humano que aquel hombre que todos consideraban un santo. Otras veces creía tener a su lado a una hermana en la culpa, y al levantar los ojos tropezaba con la forma de una devota y áspera matrona, cuyo corazón, según la creencia pública, había sido un pedazo de hielo durante toda su vida. Aquel hielo en el pecho de la matrona y la candente ignominia de Ester ¿qué tenían de común? Otras veces el estremecimiento eléctrico le daba la señal, como si le dijera: Ester, ahí tienes una compañera, y al alzar los ojos, veía a una joven doncella que contemplaba la letra escarlata, a hurtadillas, y se alejaba rápidamente con un ligero rubor en las mejillas, como si su pureza se hubiera empañado con aquella ojeada instantánea. Semejante falta de fe en la virtud de los demás, es una de las consecuencias mas tristes del pecado. Pero una prueba que en esta pobre víctima de su propia fragilidad y de la dureza de las leyes del hombre, la corrupción no había hecho mucho progreso, consistía en la constante lucha de su espíritu para creer que ningún mortal era tan culpable como ella misma.
El vulgo, que en aquellos rudos tiempos añadía siempre el elemento de lo grotesco a todo lo que hiriera su imaginación, había inventado una historia acerca de la letra escarlata, que fácilmente podríamos convertir en una terrible leyenda. Afirmaban que aquel símbolo no era simplemente un paño escarlata, teñido con un color que era obra del hombre, sino que el rojo ardiente lo producía el fuego del infierno, y se le podía ver brillar con todo su fulgor cuando Ester se paseaba sola, junto a su morada, durante la noche.