Читать книгу Dulces gritos de la ciudad - Nayib Camacho O. - Страница 7

La nube

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Aunque el frío parecía colgarse de los vidrios, Lucía se sentía bien bajo techo. Estaba calientica y sin derecho a quejarse. No era costumbre suya pero había cenado una salchicha de cerdo y un café con leche descremada. Esperó un rato y se fue a la cama. Se santiguó y agradeció por lo que le tocaba. Tomó su medicamento y fue quedándose dormida, esperando que una luz sin hilachas derrotara esa nube interior que tanto la hería.

Las voces de la televisión informaban que catorce personas habían sido rescatadas en las playas del norte. Se preveía que Lucía se manifestara con lluvias, provocando inundaciones en todo el país. La esperaban como tornado pero el pronóstico cambió y advertía la presencia de una tormenta que pasaría entre La piedra del indio y el faro de San Carlos, lugares que Lucía y Maximiliano recorrieron en su luna de miel.

Lucía soñaba con una casa entre el bosque y muchos leños cuando sonó la alarma. Se volteó y siguió durmiendo. Quería amodorrar su fantasía pero el reloj volvió a timbrar. Esta vez apagó el despertador. Se restregó los ojos y bostezó. Quiso recuperar el sueño pero había perdido su hilo narrativo. Entonces acomodó la almohada en la espalda y accionó el control del televisor.

Eran las 7.40 a.m. El meteorólogo, puntero en mano, señalaba sobre el mapa virtual una posible ruta de vientos. Sabía que hablar de tormenta significaba anunciar fuertes lluvias e inundaciones, evacuación de poblaciones amenazadas, abandono de hogar y pertenencias, corte en el suministro de energía, avería de muelles y edificios, caída de árboles, destrucción de puertas y ventanas, rotura de techos y pisos, devastación de señalizaciones y carreteras. Por eso prefirió decir que sería un día medianamente soleado, que la luna entraría en cuarto creciente y posiblemente llovería en la tarde. Lucía no estaba del todo despierta y entendió que el día sería cálido y luminoso, no se pondría nublado y triste. Que la temperatura sería agradable. Entonces advirtió una sensación estable y alegre en un día radiante y claro.

Lucía atravesó la sala. Corrió la cortina y se asomó a la ventana. Abrigaba sus pies entre unas medias gruesas. Un rastro de volutas de lana increpaba las bajas temperaturas. El invierno le parecía maravilloso pero esa mañana notó que al sol le costaba trabajo cumplir con su rutina de luz. El astro intentaba convenir una tregua con la neblina en un esfuerzo por complacer al meteorólogo y acertar con su pronóstico.

El fenómeno atmosférico no era nuevo. Hacía varios meses ocurría lo mismo. Una agrisada nube se cruzaba de manera impertinente ante su vista. Al principio Lucía no le prestó mucha atención, pero esa mañana se sentía distinta. Tal vez el sueño la había perturbado y quería hacerle barra al sol.

Al escudriñar la tonalidad mañanera todavía le pesaban los párpados. La niebla de su aliento se disipó sobre las celosías de la cocina. El pequeño susto que la estimulaba fue anulando su parsimonia. Tomó el desayuno. Una prueba de valor la echó a volar hacia su despacho. Encendió la radio del auto. Aunque en la capital se preveía sol, las noticias radiales profundizaban en la concentración de la tormenta Lucía. Le pareció curioso que el Centro de Diagnóstico Climático la hubiera llamado así. Por el camino fue adiestrando otra vez los saludos.

El ascensor se detuvo. Lucía entró a su oficina. Sentía un aire húmedo en el ambiente. Su cuerpo condensaba el vapor de agua de la atmósfera y su temperatura corporal subía. La quimera de un olor a sol la traía doblegada. Dispuso el material de trabajo y guardó el bolso. Sobre su escritorio reposaba un café negro y un vaso de agua. Mientras tomaba su medicamento vio el mundo de afuera a través de la persiana. Trataba de ubicar la nube que opacaba la atmósfera cuando le acercaron una carpeta abierta. El teléfono sonó. Hablaba, firmaba documentos y repartía órdenes con su mano.

La hora del almuerzo no fue diferente. La música del restaurante acompasó el paso plomizo de las nubes a través del cortinaje transparente. Lucía tomó sopa y comió vegetales. Después perdió un poco de tiempo jugando con sus pastillas. Sobre una servilleta escribió: “¿Cómo pacificar el mundo?”. Una suave pereza la invitó a ascender por la escalera eléctrica de regreso a su cubil. En uno de los televisores públicos del centro comercial, el meteorólogo informaba que el ojo de Lucía entraría a tierra a unos 1100 kilómetros al norte de la capital, aproximadamente a las 19:50 horas locales (23:50 GMT).

La tarde se reventó escamoteando una puesta de sol. En medio de una elástica manía laboral Lucía completó sus anotaciones. Antes de regresar a casa, desaguó sus fuerzas mirándose en el espejo. A esa hora el tercer boletín del Centro de Diagnóstico Climático, emitido a las 17:00 horas, avisaba que el vórtice de Lucía se ubicaba a 110 kilómetros de la costa norte y se desplazaba aumentando su velocidad a 32 kilómetros por hora. El sistema de captación de registros indicaba un rastro de copiosas lluvias en gran parte del territorio nacional. Lucía escuchó de nuevo al meteorólogo en el televisor de su oficina pronosticando que una vez la tormenta tocara tierra, sus características se disiparían en 36 o 48 horas.

El regreso de la oficina fue raudo, como si la velocidad de traslación hubiera sufrido un drástico aumento. Lucía encontró el apartamento algo desordenado. Cosas por aquí, cosas por allá, entre una atmósfera muy fría. Por alguna extraña razón el aire acondicionado estaba encendido. La rara circulación de aire y viento que rotaba en sentido opuesto de las agujas del reloj, levantaba en espiral las cortinas y redundaba en los sonidos de los móviles metálicos que guarecían los arcos de las puertas. Lucía pensó en los efectos de esta pequeña tormenta. Si fueran en gran escala, de seguro serían muy destructivos. Pero aquello solo había sido una arremetida repentina y breve, sin daños importantes. Terminó de encender las luces y fue a la cocina.

El marco de la ventana vibró con el pasó de un jet. Era mayo y la lluvia persistía en sus mojados triunfos. El pronóstico fue errado. El sol ni ligeramente se asomó. Llovía y la temperatura seguía bajando. Una solitaria lógica parecía indicarle que al siguiente día tampoco habría sol. De todos modos tendría que prepararse para otro amanecer, a lo mejor se daría la ocasión. Miraba por la ventana. Sirvió un poco de whisky pero no lo probó. Lo dejó sobre el borde de la ventana. Prefirió beber de su taza de café. El paisaje gris de afuera jugaba con el silencio de su apartamento. Se sentía bien al acercarse a la chimenea. Miró la luna a través del vidrio empañado. Estaba detenida en cuarto creciente y parecía esconder una sorpresa en algún jardín.

Hacía varios días que Maximiliano no estaba. En su nuevo apartamento, conectado a internet, el meteorólogo seguía leyendo informes y revisando mapas atmosféricos. Con el paso de las imágenes satelitales sospechaba que el cuadro climático empeoraría. Ante las evidencias le comenzó a entrar un raro temblor. Intuía una desgracia. Era como si algo estuviera en riesgo. Posiblemente probaría su propia medicina.

A comienzos de año creía que solo se trataba de un ligero percance y no le prestó atención a Lucía. Pensaba que el trastorno de su ámbito emotivo era pasajero, como si se trataba de un ciclón, de una tormenta no frontal o de un centro de baja presión. Las cosas pasarían rápidamente y todo volvería a la normalidad. Entonces la pequeña nube le llegó a Maximiliano como un adorno en el paisaje frío. Y llegó para dejar sus estragos. El ciclón se podía predecir con algunos días de antelación, pero aquello resultó ser una tormenta. Lo que se venía era un desastre. Ahora pensaba en Lucía.

Maximiliano no entendía cómo se fueron deteriorando las cosas. Ni siquiera alcanzó a percibir que carecía de instrumentos para medir el estropicio con Lucía. Ahora se sentía damnificado. En detrimento de su atmósfera afectiva, su capacidad para advertir posibles destrozos estaba completamente aniquilada. En menoscabo suyo, pendiente de ciclones y tormentas, Lucía fue dibujando una catástrofe que iba más allá de sus propias dolencias. Cada uno en su clima.

Considerando su capacidad para explorar el estado del tiempo, el clima y sus circunstancias, Maximiliano inspeccionaba futuras líneas de conducta con la intención de predecir un cambio en Lucía. Reconocía que él tampoco seguía el curso de los acontecimientos de acuerdo con las trayectorias afectivas previstas. Aunque era un exitoso investigador y meteorólogo de televisión, era incapaz de controlar los tiempos de llegada a su casa. Tampoco pudo comprobar cómo su aire amoroso fue disipándose.

Eran días difíciles para Lucía. De repente se le apilaban los recuerdos. Sentía que Maximiliano aparecía en la televisión para recordarle que no volvería a casa. Lo veía pasar como una nube repitiéndole que era una mujer sin pasiones.

Al juntársele los días de sol y lluvia, frío y calor, Lucía tenía que arreglárselas para adivinar el clima. Como ahora aprendía de su memoria, se propuso, si no llovía, invitar a Maximiliano a comer al día siguiente. Imaginó que podían pasar un rato quejándose de sus olvidos y de pronto hablar de Lucía.

El frío de la ciudad comenzaba a manifestar una cierta insistencia histórica. Lucía se tumbó en la cama. Luego se deslizó bajo las frazadas y sintió que todo estaba tibio. Estaba abrigada frente a la pantalla del televisor. Al cerrar la cortina de la ventana notó que una pequeña brisa acompañaba el rastro de una nube. Detrás de ella estaba su corazón. Se olvidó de la invitación. Su corazón era un sol. Pensó que ninguna nube podía tapar el sol.

Dulces gritos de la ciudad

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