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La iglesia

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Durante el mes de mayo, los niños salíamos de la escuela en fila después de la última campanada de las doce en el reloj de la torre. Las niñas esperaban en la puerta de su escuela a que pasara el último niño para unirse a la fila que, de uno en uno, nos encaminábamos a la iglesia. Separados, los niños en un lado y las niñas en otro, cantábamos la canción «Venid y vamos todos con flores a María», frente a un altar lleno de velas y flores que despedían un intenso olor. Cuatro o cinco gradas escalonadas acercaban el altar mayor a los feligreses. Cubiertos por paños blancos bordados con cenefas de encaje; sobre ellos, un ejército de candelabros de diferentes alturas y blandones con largas velas, pugnaban por asomar entre una caótica variedad de jarros, jarrones, jarras, floreros, vasos y todo tipo de recipientes de cristal, de cerámica, de plata o alpaca rebosantes de flores.

Las palabras de don Felipe el cura, los cantos coreados por los niños mecánicamente y el recitado monótono del rosario, como un lejano eco, acompañaban nuestras miradas que se perdían ante la espesura blanca de las gradas del altar coronada por un retablo rutilante. Era inevitable que las miradas se sintieran atraídas por la imagen que ocupaba el centro: una escultura de San Miguel, patrón del pueblo, pisando triunfante a un extraño e inofensivo diablo rojo, mitad hombre, con unos cuernos como de vaca y largas orejas, y mitad serpiente. Su cuerpo servía de pedestal sobre el que descansaba el pie del arcángel. La imagen era la de un joven fuerte, de mejillas sonrosadas, nariz recta, boca pequeña y mirada perdida, carente de dramatismo. Su cabeza estaba coronada por una especie de turbante formado por una rebujina de joyas sobre las que se empenachaban unas plumas de colores. Inmediatamente la mirada de cualquiera de aquellos niños se podía desplazar hacia su mano derecha, protegida por una ancha y labrada empuñadura que, a la altura de la cara, blandía despreocupadamente una espada de plata, como podía haber portado una antorcha, una lámpara votiva o un manojo de llamas. Su hermoso vientre cubierto por una ajustada malla, se muestra hasta el pubis recortándose por una cinta dorada que remarca su pliegue inguinal. La cintura queda quebrada por una graciosa inclinación de cadera, manteniendo la pierna derecha firmemente asentada, mientras la izquierda avanza, con un giro algo femenino, posándose delicadamente sobre el pecho de Luzbel. La flexión de la cintura y el gesto de la pierna adelantada resultan idénticos a la postura que hacen adoptar los pintores a las Inmaculadas pisando las serpientes. Una corta faldita le deja las rosadas rodillas al descubierto, mientras su mano izquierda se adelanta sujetando una leve balanza de plata del tamaño justo para pesar monedas o corazones. A sus espaldas se adivina un revuelo de alas de plumas multicolores y un manto al viento que se enrosca en el brazo izquierdo.

El hecho de ocupar el retablo todo el frontal de la amplia nave de la iglesia; de haber solo tres tallas relevantes (una pequeña Inmaculada y un minúsculo Crucifijo resultan insignificantes) y, no solo no estar dorado, sino decorado con pinturas de colores suaves imitando mármoles, le dan cierto desvaimiento, como si los colores se hubieran desteñido. Alguien decidió decorar las superficies planas con una confusa mezcolanza de enloquecedoras vetas de mármol pintadas de tonalidades rojizas en el piso alto, con forma de media luna, y de tonos cenicientos, celestes, ocres, naranja y verde claro turquesa, en la parte inferior, pugnando por destacar entre ellas los marcos, volutas, guirnaldas de frutas, jarrones y cabezas de angelitos pintados de albayalde, quizás con la baldía esperanza de ser un día recubiertos de oro. O quizás aquella profusión de vetas, más efectista que real, de tonalidades pontormianas, fuera un capricho del artista, pero resulta bastante improbable que, tanto al artista como a los patrocinadores, les gustara un retablo que no fuera dorado como los de la mayoría de las iglesias. No obstante, cuando uno observa los dos altares laterales, también de estilo neoclásico, decorados con idénticos mármoles veteados y con los mismos colores que el altar mayor y con el único toque dorado en los capiteles de las columnas, de nuevo nos asalta la duda de si fue premeditada esta decoración desde el principio o hubo un ancestro del pintor oficial del pueblo, Macedonio, que se encargó de marmolear las maderas del retablo y de estos dos altares. Casi resulta chocante la diferencia que se observa entre la decoración de la calle central, con dorados y ángeles policromados, y el resto del retablo, como si no pertenecieran a la misma época.

Las dos imágenes adosadas al retablo sobre pequeños pedestales salientes, a ambos lados de la calle central, quedan casi perdidas entre el marasmo de mármoles y vetas de colorines. La figura de un San Juan adolescente, que muestra con coquetería un hombro, es de gran belleza luciendo un exquisito y luminoso policromado original.

En el otro extremo se yergue una apagada, lúgubre y extravagante imagen semidesnuda de San Sebastián. Su cuerpo esquelético, de largas y huesudas piernas, contrasta con los atléticos y jóvenes cuerpos de aquel capitán del emperador con los que la mayoría de los pintores y escultores deleitaban a los fieles. El aspecto famélico y la mirada perdida de esta imagen le da un aspecto de un San Sebastián zombi pintado por Baldung. Las cinco flechas que tiene clavadas sobre el cuerpo y los dos agujeros vacíos, su extrema delgadez y el sucio y sucinto taparrabos que lo cubre, con todo, no resultan tan chocantes al espectador como ese brazo derecho que se eleva a lo alto mostrándose libre de unas ataduras que no aparecen por ningún sitio. Su brazo en alto y la postura de su mano podrían sugerirnos el gesto de un violoncelista zurdo al que hubieran escamoteado el instrumento.

Contaba Miguelito el Carpintero que siendo aún pequeño, a mediados de los años cuarenta, recordaba haber visto cómo levantaban con grandes esfuerzos unos gigantescos andamios erigidos con escaleras de coger aceitunas, atadas una a otras y sujetas a la verja de hierro del altar mayor. Macedonio, aún muy joven, se atrevió a encaramarse en lo alto y a decorar la bóveda del altar mayor. La nave de la iglesia lucía un hermoso artesonado de estilo mudéjar bastante bien conservado.

El pintor oficial del pueblo, Macedonio, comenzó dando una discreta capa base en un tono marrón claro y sobre ella pintó volutas y hojarascas en marrones apagados que con una discreción elogiable, no chocaba con los tonos del retablo. Cuatro medallones en las esquinas con los cuatro apóstoles, sobre fondos celestes y unos círculos y semicírculos radiales que conducían hasta el centro de la bóveda, daban una cierta continuidad a los azules agrisados de los falsos mármoles del retablo.

El cura aún lo animaría a cubrir una gran hornacina vacía que había frente a la pila de bautismo en el coro. Macedonio pintó al fresco un gigantesco San Cristóbal con los pantalones remangados saliendo del agua, llevando una inmensa palmera como cayado, aguantando sobre el hombro a un Niño Jesús con gran revuelo de ropajes y manto. Una ermita con un monje dentro da un toque de misterio a la escena. Un cielo de nubes tormentosas, unas montañas planas y unos cuantos matojos estilizados rematan la obra delatando cansancio, aburrimiento y falta de inspiración.

Este trabajo debió reportarle bastante reputación entre el vecindario en donde vivió de su arte durante toda su vida. Con el tiempo perfeccionó su estilo haciendo hincapié en la pintura de ramos de flores y en la decoración de zaguanes y salas. En el pueblo se hablaba de su homosexualidad, lo que no menoscababa en absoluto sus aplaudidos méritos como jugador de futbol.

A mi madre debían gustarle sus trabajos porque el zaguán de la casa estaba decorado por él y un enorme macetón con estampas rocieras de flamencas y caballos atravesando un río, por un lado, y caminando por la marisma entre pinares, por el otro, destacaba en el centro de la casa frente a la puerta de la calle, mientras en la cocina, junto a un bello plato de Manises —contaba mi madre que, un día, una señora rica del pueblo le ofreció comprárselo y ella se negó a vendérselo alegando que le gustaba verlo colgado en su casa—, también había otro plato del mismo tamaño, pintado con bellas flores por Macedonio.

Un pacto con el placer

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