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El nuevo hermanito

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Recuerdo, quizás con asombro, pero seguro que con escasa alegría, cuando me dijeron en casa de mis abuelos que la cigüeña me había traído un hermanito y que mi padre lo había encontrado no sé muy bien si en la viña de mi abuelo o en los garrotes de la Jeza. Todos debieron sentirse en el deber de irme preparando, durante los meses previos al parto, para la nueva situación: unos acosándome con anuncios de la llegada de un nuevo hermanito; otros sondeándome para saber qué pensaba sobre el hecho de tener un hermanito; recomendándome cómo debía tratar y querer al nuevo hermanito; preguntándome sobre si prefería que fuera hermanito o hermanita y, puede que algunos me previnieran de que, a partir de la llegada del nuevo hermanito, lo que hasta entonces había sido solo mío, tendría que compartirlo con él. Dejaría, por tanto, de ser el centro único de las atenciones de mis padres, mis tías y abuelos, perdiendo así todos los privilegios de los que había estado gozando durante aquellos cuatro años de vida.

La impresión que pudo producirme la inesperada llegada de aquel hermano pudo ser de asombro, de perplejidad y desconcierto. Posiblemente cuando llegué con mis tías a mi casa y me llevaron al dormitorio, tras besar a mi madre que estaba en la cama como si estuviera enferma, me encontraría de pronto rodeado por todos que, pendientes de mí, me observarían muertos de curiosidad para ver qué cara ponía al ver al tan cacareado nuevo hermanito.

Seguramente me sentiría decepcionado al ver aquella cosa tan pequeña con la que no podría ni jugar, ni hablar y preguntándome para qué me podría servir. Tras una rápida mirada de curiosidad y extrañeza, debí salir huyendo de allí rápidamente. No sería raro que todos comentaran, sonrientes y comprensivos, el terrible ataque de celos que debí haber sufrido y no me extraña que alguna de mis tías corriera detrás de mí para intentar consolarme de algo que yo no sentía en absoluto.

Pude comprobar que, al contrario de lo que pudiera haber temido, no solo no perdí cotas de atenciones y favoritismos sino, que todos parecieron volcarse sobre mí, atosigándome casi, con un aluvión intensificado de mimos y caricias. Como me encantaba estar en la casa de mi abuela, ahora, tras el nacimiento de mi hermano, pasaba largas temporadas allí y solo iba a mi casa como de visita. Mi madre debía tener una gran faena con la casa, el niño pequeño y las visitas.

Tanto mis padres como nosotros éramos muy efusivos en nuestras relaciones y nos pasábamos todo el tiempo colgados del cuello unos de otros. A mi madre, en la residencia, la llamarían «la Besucona», por estar continuamente pidiendo que le dieran un besito, alegando que un beso no costaba nada y era algo muy bonito. Mis padres, sobre todo mi madre, nos sentaban sobre sus rodillas mientras mecían la silla manteniéndonos fuertemente abrazados hasta que ya las sillas, cuando nos íbamos haciendo mayores, amenazaban con quedar destrozadas bajo el peso.

En casa de mis abuelos había tres dormitorios: el de mis abuelos, el de mis tías con dos camas en cada una de las cuales dormían dos de mis tías y el pequeño dormitorio de mi tío. De pequeño me quedaba a dormir con mis tías y no sé cómo cabíamos los tres en una cama individual. Llegó un momento en que consideraron que ya era mayor para dormir con ellas y pasé a dormir con mi tío en su habitación, también bastante apretados.

Mi abuela hacía el pan en un pequeño horno de ladrillos encalados que había en el corral frente al pozo. Tenía la forma de una pequeña cúpula mora. Cuando hacían el pan lo dejaban un tiempo sobre un paño, en la cama de mi tío, para que la masa se asentara hasta que adquiría el punto para meterlo en el horno. Algunos vecinos traían el suyo a cocer aprovechando que el horno aún estaba caliente.

Un pacto con el placer

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