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Los árboles genealógicos Un padre sin familia

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Hasta que me enviaron al colegio de curas yo había vivido una infancia pegada a la tierra entre Castilleja del Campo, el pueblo de mi padre en donde había nacido, y Carrión de los Céspedes, el pueblo de mi madre en donde vivían mis abuelos. Ambos pueblos estaban a dos kilómetros de distancia por carretera y casi a uno por el atajo al que llamaban la Senda de los Mármoles, entre olivos y viñas.

Cuando murió mi abuela de tuberculosis, a los 43 años, mi padre perdió al único miembro de la familia que le quedaba. Se aferró a mi madre, de la que era novio desde hacía un par de años, como su única familia. Pasó casi toda la guerra en el frente de Córdoba, en Intendencia y, cuando volvió, se encontró con un pueblo semienlutado, hecho jirones, con una casa abandonada y unos campos que habían sido cultivados durante esos tres años, pero de cuya producción ningún familiar quiso responsabilizarse.

Hubo de comenzar solo, desde cero, en el año conocido como «año de la jambre». Volvió a trabajar las tierras con ahínco; ahorró algún dinero; arregló la casa y decidió casarse en marzo de 1943, cuando tenía veintiséis años y mi madre veintitrés. Justo a los nueve meses, a principios de enero, nacía yo.

Durante cuatro años, hasta tener edad para ir al colegio, fui hijo único y hacía las delicias de mis jóvenes tías que se disputaban por pasearme y mostrarme a las amigas. Me mimaban, me festejaban, me cantaban y me hacían bailar con ellas, a lo que yo me prestaba feliz. Luego, un día me cogían de la mano o me llevaban a hombros y, por la Senda de los Mármoles, me devolvían a mi casa en donde era mimado, festejado y paseado por mi madre y sus jóvenes amigas, vecinas y familiares.

En Castilleja no tenía tíos, ni abuelos. El único hermano de mi padre había muerto con catorce o quince años de una grave enfermedad. Los tíos de mi padre me eran bastante ajenos y a sus hijos siempre los consideré algo lejanos y distantes. Evidentemente mi familia era la familia de mi madre y, dentro de la familia de mi madre, la familia de mi abuela.

Mi madre se vio obligada a abandonar su pueblo, a sus padres y hermanos, a sus amigas, sus santos y sus vírgenes, sus fiestas y costumbres, como todas aquellas mujeres casadas con hombres forasteros.

Trasplantada, como emigrante, en una sociedad ajena; teniendo que adaptarse a una casa diferente, ahora suya; con nuevos vecinos y una nueva familia, la recién casada ha de buscarse nuevas amigas y familiarizarse con la nueva iglesia llena de santos y vírgenes diferentes, con un cementerio desconocido y con un nuevo cura confesor que aún no sabe nada de ella. Las primeras en frecuentar la casa serán las vecinas de su misma edad y, sobre todo, aquellas mujeres de su mismo pueblo que la han precedido en la emigración. Pronto, un grupo de jóvenes vecinas de su edad y primas del marido, tomarán la casa como salón de reunión, solidarizándose con la recién llegada. Las horas de soledad, durante las que mi padre estará trabajando en el campo —aunque ella solía acompañarlo hasta que su embarazo de mí ya estuvo demasiado adelantado—, o las horas en que mi padre se iba al casino con los amigos, eran ocupadas por las faenas de la casa o por la presencia de las nuevas amigas.

En el pueblo era frecuente que muchos hombres fueran a buscar novia en los pueblos de los alrededores.

Ahora veo con una mirada el continuo trasiego de mi madre y de mis tías constantemente de un pueblo a otro. Las fugaces visitas de mi madre a casa de mis abuelos y las de mis tías a mi casa suavizaban aquel desarraigo.

En los vídeos de las bodas que me muestran mis amigos pakistaníes puedo observar cómo las jóvenes esposas se despiden entre los llantos desconsolados de toda su familia al partir hacia la casa de la familia del marido, que puede estar en el mismo pueblo o a varios pueblos de distancia.

Mi tata era mi tía más joven y pasaba temporadas en casa acompañando a mi madre y cuidándome. Con mi nacimiento, mi madre sufrió una dolorosa infección en el pecho que casi la imposibilitó para amamantarme. Me contaba que yo no paraba de llorar de hambre y, al final, se arriesgaba a darme el pecho, lo que le producía tremendos dolores y miedo viendo cómo con la leche tragaba parte de pus que le producía la infección. Mi abuela la acompañaba al hospital de Sevilla en donde le practicaban las curas y mi madre siempre recordaba aquellas visitas con terror y repugnancia. Para evitar ver a los enfermos, al tener que atravesar las inmensas salas llenas de camas del hospital de las Cinco Llagas, mi madre contaba que se envolvía la cabeza con el mantón negro de mi abuela, siendo arrastrada por ella.

Tito Hilario era uno de los dos tíos de mi padre, hermano de mi abuelo. Se había casado y, tras tener a mi prima Consuelo, enviudó y había vuelto a casarse teniendo otra hija. Sacramento era unos años mayor que yo y, con el tiempo, se convertiría en una especie de alma gemela en las ansias de libertad y en los deseos de abandonar el pueblo. Mi prima Sacramento jugaba conmigo como si fuera un muñeco, paseándome de un lado a otro y, como aún era pequeña, solía caerme a menudo dejándome la cabeza llena de golpes y chichones.

Siempre pensé que mis padrinos de bautismo fueron mi tío Hilario y su mujer, pero mi prima Consuelito me revelaría un día la verdad sobre mis auténticos padrinos. «¡Es que ellos no habían sido tus padrinos de verdad!» —me contaba mi prima un día que había ido a visitarla no hace mucho tiempo—. «Porque, por aquel tiempo, mi padre no se hablaba con el cura a causa de unos enfados surgidos a raíz de unos comentarios que tito Enrique había hecho sobre “algunas cosas” de la familia del cura. Entonces te bautizamos yo y el primo Manolo el Alguacil». Pero la sorpresa mayor, relacionada con aquel bautismo, fue la que provocó un primo que había accedido a los archivos de la iglesia, cuando me envió el documento escaneado en el que ¡me enteraba de que mi verdadero nombre no era Nazario, a secas, sino que, como las monjas, llevaba adosado un «del Sagrado Corazón de Jesús»!

Es muy frecuente que en los árboles genealógicos haya ramas que nos resulten más entrañables que otras, siendo apreciadas las más pequeñas bifurcaciones de unas, mientras otras permanecen casi desconocidas, como si se hubiesen podrido o las hubieran intentado tachar o emborronar. Al pensar en estas anomalías en las relaciones familiares, me acuerdo de aquellas fotografías en las que una mano anónima ha eliminado la presencia de alguien con unas tijeras, o desgarrando el papel, descontextualizando al superviviente que quedaba como mutilado. Desconocidos agravios y antiguas rencillas, de las que a menudo no se suelen dar explicaciones, hacían que unos familiares resulten siempre más familiares que otros. En el árbol de mi padre era la rama de mi abuelo la favorita, quedando la de mi abuela algo confusa. Mi padre solía describirnos algunas historias de sus parientes de aquella forma melodramática que a él le gustaba emplear para narrarlas.

Era escalofriante la historia aquella que contaba de un hermano mayor de mi abuelo que murió de rabia a los dieciocho años tras morderle un perro. La historia comenzaba en unos almacenes de Sevilla en donde su tío trabajaba de sastre. Un cliente acudía a menudo por la tienda llevando un perrito. El joven sastre mostraba un gran cariño por el perro con el que solía jugar. Aquel día funesto, cuando el dueño le advirtió que hacía un tiempo que el perro estaba algo enfermo y su comportamiento era extraño, mi tío lo había acariciado como de costumbre recibiendo un mordisco en una mano. Días más tarde el veterinario diagnosticó que el perro padecía la rabia y lo mataron. Cuando días después mi tío se enteró y acudió al médico ya no tenía cura. No tardó en comenzar a sufrir terribles dolores, echando espuma por la boca —contaba mi padre— y comenzó a deformársele la columna. Los médicos dieron a los padres una dosis de un producto letal para que ellos mismos se la administraran.

Recuerdo un día en que oímos unos gritos y cuando nos asomamos a la ventana vimos a la gente despavorida, asomada a las puertas y subidas en los porches, señalando a un perro que aullaba en medio de la calle mientras se tambaleaba con la boca entreabierta enseñando los dientes y soltando, sin parar, una gran cantidad de espuma amarillenta. Poco después llegó el agente municipal y lo mató de un tiro.

Entre las historias truculentas que habían sucedido en el pueblo y mi padre nos contaba, destacaba una que nos dejó, a mi hermano y a mí, sobrecogidos y al borde de las lágrimas. (No era raro que mi madre, al oírle contarnos aquellas historias tremendas, refunfuñara comentando algo así como: «¡Qué hombre este, cuidado las historias que le cuenta a los niños!»).

Un matrimoniodel pueblo había ido a Sevilla para que el médico viera a un hijo pequeño que estaba muy enfermo. Cuando se dirigían a la casa del médico, ambos se dieron cuenta, consternados, de que el niño había muerto. Como resultaba bastante problemático tener que declarar la muerte en la ciudad viéndose, posiblemente, obligados a enterrarlo allí, lejos del pueblo, decidieron actuar como si el niño estuviera vivo y volver en el tren para decir que había muerto al regresar al pueblo. Mi padre no escatimaba las pinceladas dramáticas sin prestar atención a nuestra congoja —mi hermano debía tener cinco o seis años y yo ocho o diez—, y continuaba contando cómo habían hecho todo el camino de vuelta en el tren, con el niño muerto en brazos de la madre, disimulando su enorme dolor ante la presencia de una pareja de la Guardia Civil que estuvo sentada frente a ellos durante parte del recorrido; cómo tuvieron que contarle la historia a una mujer que se había sentado junto a ellos y les había comentado que aquel niño parecía que estuviera muerto y, por último, la llegada al pueblo en cuya narración mi padre rizaba el rizo de la truculencia. El hombre había seguido a la mujer, que casi corría frenética con el niño muerto en los brazos, los dos kilómetros de la carretera que separaban la estación de Carrión de Castilleja. En silencio llegaron por fin al pueblo donde, la pobre mujer, sin poder aguantar más la tensión, al pisar la calle de las primeras casas del pueblo, comenzó a dar gritos, enloquecida, aferrada con desesperación al cadáver, mientras las mujeres salían de sus casas intentando consolarla.

Un pacto con el placer

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