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Carrión de los Céspedes La casa de mis abuelos
ОглавлениеEl cuartel de la Guardia Civil estaba en la entrada de Carrión y nunca se sabía si «el cabo más esaborío que había parido jamás madre alguna» —como lo llamaba Adolfo el Chino— estaba en la puerta del cuartel apostado, impertinente y arrogante, para poner multas o para que todos corroborásemos la mala fama que había adquirido en los pueblos de los alrededores. Podía poner una multa por: ir dos personas montadas en la bicicleta; ir montado en bicicleta siendo menor de edad; ir montado en bicicleta sin llevar los papeles reglamentarios; ir a más velocidad de lo normal; ir paseando; o cualquier arbitrariedad que se le pudiera ocurrir para justificar su mala fama.
La carretera de Castilleja a Carrión tenía una pronunciada pendiente, ideal para bajar a toda velocidad con la bicicleta. Tras una primera curva de la que partía un camino angosto que, bordeando el cerro de los Silos, iba a desembocar casi frente al cementerio y el camino que comunicaba con varios cortijos, siendo usado por los trabajadores de Carrión para evitar tener que dar un rodeo pasando por Castilleja, se llegaba a otra curva en donde encontrábamos con Los Huertos, dos fincas cuyas puertas de entrada estaban una frente a la otra. El huerto al que llamaban de La Cartuja tenía el aspecto de una finca señorial, con una cancela de hierro, siempre cerrada, que le daba un aire de misterio y flanqueada, junto a dos torretas blancas, por dos enormes jacarandas, únicos ejemplares de este árbol, que podían verse en muchos kilómetros a la redonda. Tras la verja se veía un paseo bordeado de palmeras que no llegaba muy lejos porque un gran caserón blanco y amarillo esperaba a la izquierda. Toda la finca estaba plantada de naranjos y protegida por una fuerte valla de postes de madera con alambres de púas y maleza. Siempre que pasaba por allí la miraba con una gran curiosidad. Me preguntaba si aquel caserío no sería propiedad de alguna condesa o marquesa como los palacios de mi pueblo.
No sé porqué el fotógrafo de Carrión, al que todos conocían como «el Burra» —fotógrafo oficial de bodas y bautizos, procesiones, primeras comuniones y cualquier otro acontecimiento importante que tuvieran lugar, desde hacía años, en ambos pueblos–, eligió aquella avenida de palmeras, junto al arriate blanco, para hacerme la foto vestido de primera comunión.
Posiblemente fuéramos a Carrión a buscarlo para que me hiciera la foto y nos lo encontramos en el camino. Rápidamente decidió que allí estaba el «marco incomparable» para posar con mi traje blanco. Me introdujo en el paseo de entrada del huerto y me colocó al sol, junto al arriate encalado. ¡El retrato, además de torcido, resultaba de una calidad infame! Los detalles de la banda con el cáliz dibujado, la pajarita del cuello, el cordón con la cruz y la vela rizada, todo, todo, aparecía totalmente quemado, confundido con la blancura de la cal del arriate. Por el contrario la cabeza quedaba en la sombra semioculta por la penumbra de la oscuridad de los arbustos del fondo. Al querer realzar la luz de la cara, la zona soleada había quedado totalmente blanca, apenas sin que se pudiera percibir detalle alguno.
Contaban, con aires de chiste, que en una ocasión en que un cliente se había quejado de que, en la foto que le había hecho a su hijo, no lo había sacado nada favorecido, el Burra, con gran desparpajo y sinvergonzonería, le había contestado: «¡Cómo quieres que lo que tú no has podido hacer con la polla, pueda hacerlo yo con una máquina!».
La historia de mi primera comunión fue un poco triste y humillante. Fue como una primera comunión de película de posguerra ideada por Azcona. Aparte de este infame recuerdo fotográfico y de haberme visto obligado por el cura, con una vergüenza tremenda, a leer un texto plagado de lamentaciones por nuestro incesante empeño en pecar y no ser lo suficientemente buenos como para recibir aquel regalo eucarístico, estuvo la historia de hacer mi primera comunión con un traje prestado.
Isabelita era una prima segunda de mi madre que confeccionaba ropa de hombre y hacía diversos arreglos de costura en su casa o en casa de los clientes. Había sido víctima de una poliomielitis infantil que le había dejado una pierna más corta que la otra. Una bota ortopédica, que tenía una plataforma de casi un palmo de alto, intentaba suplir la desigualdad haciéndola andar de forma que se desplomaba hacia un lado a cada paso. Mi hermano y yo nos reíamos de su forma de andar imitándola caminando con un pie en la calle y el otro en el escalón de la acera. Como era muy pequeña y menuda, este defecto resultaba más acusado en ella que en Danilo, un músico amigo de mi tío que tocaba el clarinete y que, al ser más alto, la gran plataforma y el desplome no se le notaban tanto.
La prima Isabelita usaba unas gafas de carey para coser y miraba por encima de ellas cuando hablaba con alguien; nunca tuvo novio y vivía con su hermana, la prima Enriqueta, su marido y sus hijos. Venía a casa de vez en cuando y se quedaba unos días para hacernos ropa. Mi hermano dormía en mi cama y ella dormía en la cama de mi hermano.
Cuando se quitaba los zapatos para acostarse, yo miraba de reojo, muerto de curiosidad, por ver si la pierna más corta era igual que la otra o si escondía algún misterio en aquella bota de altura tan tremenda.
Las visitas de mis tías eran festejadas, pero las de ella eran consideradas como una gran contrariedad para mi hermano y para mí. Al margen de la incomodidad de tener que dormir juntos, teníamos que soportar el martirio que suponía estarnos quietos para que nos tomara las medidas y para hacernos las pruebas con la ropa hilvanada: los «Estate quieto y date la vuelta»; los «Quítatelo y espera un poco que voy a encogerle de aquí» y los «No te vayas muy lejos que tengo que probarte otra vez», constituían todo un suplicio y mi hermano, a veces, lloraba de impaciencia y sofoco.
Ella le diría a mi madre lo que costaría un traje de primera comunión y mi madre pensaría que, para usarlo solo un día, aquel gasto supondría un lujo innecesario. La prima le sugeriría a mi madre que le pidiera prestado a una mujer de Carrión el traje que le había hecho el año anterior, al niño que era más o menos de mi misma altura. Total, casi todos los trajes eran parecidos y, además, como el otro niño era de otro pueblo, nadie se iba a dar cuenta, debió decirle mi prima, o pudo pensar mi madre. Y como la madre del niño no puso ninguna objeción, hice mi primera comunión con aquel traje prestado. No creo que protestara. A cualquier otro niño tal vez le hubiera dado igual, pero yo, con mi orgullo y mi vanidad heridos, lo sufrí como una gran humillación.