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ÁNGEL CALVO ULLOA Y JUAN CANELA EN CONVERSACIÓN

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ÁNGEL CALVO ULLOA | Teniendo en común el paso por la misma facultad de Historia del Arte en Santiago de Compostela, y enfrentando similares dificultades en los años de formación, ¿cómo analizas tú esa etapa de indefinición y de qué manera comenzaste a pronunciar esta palabra que ahora se ha vuelto omnipresente en nuestras vidas?

JUAN CANELA | En mi caso, tras cuatro años de intensa lluvia, me fui a estudiar el último año a Roma precisamente porque echaba de menos, además del sol, el contacto con lo contemporáneo, que en Santiago controlaba casi exclusivamente una profesora con la cual no nos entendimos. En mi cuarto año no me dejó cursar su asignatura porque había llegado tarde a ella, ya que cada año en septiembre me iba a La Rioja a vendimiar para sacarme algo de dinero con el que complementar la beca con la que estudiaba y, dependiendo de cómo iba la cosecha, me incorporaba antes o después a las clases. Esto que parece una simple anécdota sin trascendencia, en realidad lo atraviesa todo, y ese desencuentro hizo que, ante la idea de no poder cursar sus asignaturas el quinto año, me fuera buscando otros horizontes. En la facultad apenas había escuchado el término «comisario» en alguna asignatura del cuarto año, o en alguna (de las muy escasas) visitas al CGAC que hacíamos desde allí (y eso que podía verse el museo desde las ventanas de la facultad). En Roma tuve la oportunidad de cursar varias asignaturas muy relacionadas con lo contemporáneo, e incluso involucrarme en algunas actividades del Museo Laboratorio di Arte Contemporánea que dirigía Simonetta Lux en La Sapienza. Y creo que comencé entonces a imaginar que ahí, en el hacer con lo contemporáneo, había algo que me interesaba.

De todos modos, al acabar la carrera hubo un tiempo de incertidumbre, de no saber muy bien hacia dónde ir o cómo avanzar. Más allá de las circunstancias personales, me parece que en la Universidad en nuestro país, especialmente en las carreras vinculadas a las Humanidades, se debería trabajar mucho más a niveles prácticos sobre los contextos profesionales a los que uno puede acceder al terminar, y cómo vincularse a ellos. Salimos después de todos esos años intensos de aprendizaje con muchísimo conocimiento teórico adquirido, pero con muy poca idea de cómo utilizarlo. Fue algún tiempo después, al acudir a unos cursos de verano que organizaba Rosina Baeza en la Universidad de Aranjuez, donde escuché a Rafael Doctor, que venía a presentar el recién inaugurado proyecto del MUSAC en León, y especialmente el apoyo a través de becas que querían dar a jóvenes comisarios. Ahí sí recuerdo que de manera más consciente pensé que en la curaduría podían confluir distintos intereses que en ese momento eran esenciales para mí: estar cerca de los artistas, trabajar con el presente, aunque mirando a la Historia y vislumbrando posibles futuros, y construir proyectos que pudieran hacer emerger otras formas de comprender el mundo. Recuerdo pensar —y es algo que mantengo hoy— que lo curatorial podía ser una herramienta política importante.

Es entonces cuando busco lugares donde poder formarme, y tras varios intentos consigo una beca para cursar uno de los primeros másteres en la materia en Barcelona. Allí coincidí con Jota Soánez, Juan López, Javier Álvarez y la gente de Zumo Natural, Ane Agirre, Priscila Clementti o Marc Vives, gente con la que sigo trabajando y colaborando actualmente, y con la que comencé a comprender qué significaba trabajar en esto del arte. Conocí un contexto que se ha convertido en propio, y comencé a pensar y construir los primeros proyectos curatoriales. En esos primeros años el impulso de querer hacer es fundamental: buscar las formas de poder desarrollar los proyectos, tanto tratando de entender cómo funciona un sistema y cómo poder acceder a los espacios en los que practicar la curaduría como imaginando proyectos y estructuras de trabajo propias donde estos pudieran suceder. Al principio lo compaginé con trabajos alimenticios de todo tipo, y después con mi labor en la galería Nogueras Blanchard, lo cual fue también un aprendizaje exhaustivo de cómo trabajar con artistas y de cómo funciona el sistema del arte en el ámbito internacional.

Y aparece entonces una cuestión esencial hasta el día de hoy: que lo curatorial, sin entender nunca del todo hasta dónde llega, es una práctica que tiene que ver con la vida, y que, al menos en mi caso, se desarrolla siempre en diálogo con más gente. Desde luego fue una época incierta, de ir descubriendo mientras hacíamos, de buscar el cómo, el cuándo y el dónde, de pensar si se podía sobrevivir trabajando en esto… En mi caso comencé pronunciando «comisariado» sin saber bien qué era, y hoy digo «curaduría» sin tampoco tenerlo del todo claro. Pero ¿cómo fueron para ti esos primeros momentos?

ACU | A diferencia de tu salida de Santiago, yo cursé allí todos mis años de carrera y echo en falta ese cambio de aires y experiencias que quizás me hubiesen hecho acercarme mucho antes al comisariado, o quizás me hubiesen llevado a dedicarme a cualquier otra cosa. Lo que tengo claro es que pasé demasiado tiempo cursando un montón de asignaturas que no me interesaban, quizás por mi falta de interés en general, lo asumo. Tampoco me dejé ver demasiado por el CGAC ni por otras instituciones. Visité el MARCO por primera vez demasiado tarde, me perdí proyectos y exposiciones que ahora, cada vez que veo las fechas en las que se desarrollaron, no logro entender por qué yo no asistía a todo eso teniéndolo tan cerca de la facultad. Será que tampoco fui mucho a ella. En realidad, me dediqué a hacer otras cosas como tocar y girar con un grupo de punk, organizar conciertos o editar fanzines y discos de otras bandas, algo que muchas veces podía compaginarse con la universidad y otras no. Cuando no era posible hacerlo, me decantaba sistemáticamente por la música. Probablemente esa sea la primera actividad que me familiarizó con la organización de exposiciones. Tengo claro que terminé la carrera, en primer lugar, por el esfuerzo que había supuesto en mi casa enviarnos a los tres hermanos a la universidad y, en segundo lugar, porque en los últimos años comencé a entender, gracias a mi hermano Miguel, que si no me formaba por mi cuenta poco más podía exigirle al ámbito académico. Eso es algo que muchas veces olvidamos. Si lo piensas, es importante tocar la curiosidad del alumno, pero tampoco nuestra actitud como estudiantes a esas edades permite demasiados consejos. Lo digo casi con tristeza por tantas cosas perdidas.

A lo que iba: aproveché de algún modo que mi hermano ya se dedicaba a esto como artista y comencé a trabajar con él y con David Garabal de forma esporádica en montajes de exposiciones para diferentes instituciones de Galicia. Recuerdo concretamente el montaje de «Antes de ayer y pasado mañana», una exposición que David Barro comisarió para el MACUF en A Coruña. Imagina la sensación de no tener ni idea de la mayor parte de los nombres que allí se daban cita. Eso no ocurría en la facultad, efectivamente, pero la biblioteca del CGAC estaba ya llena de libros. Allí comencé a pensar en esa figura del comisario que tenía la posibilidad de trabajar con todas aquellas obras y escribir largo y tendido para generar una relación que reuniese todo aquello. A partir de aquel primer interés seguí trabajando en montajes, pero también con David Barro y la editorial Dardo, colaborando en varios proyectos. Por esa misma época surgieron algunos talleres como el que Montse Badia y David G. Torres impartieron desde A-desk en el CGAC. Esos supusieron mis primeros encuentros con la crítica y con el arte a través de las artistas. Para finalizar 2010, acepté desplazarme durante tres meses a Oporto para coordinar algunos montajes y trabajar en todo lo que surgió durante el proyecto «Look Up: Natural Porto Art Show» y que se desarrolló en diferentes espacios de la ciudad. «Look Up» incluía intervenciones en espacios públicos y hacía alusión a la interferencia en la vida diaria. Creo que de esta experiencia surgió «Un disparo de advertencia», el primer proyecto que realicé como comisario ya en 2011 y que utilizó el espacio privado y el punto de vista público por cuestiones prácticas. Allí comencé a trabajar con artistas con los que sigo haciéndolo actualmente y creo, igual que tú, que la posibilidad de sentarse a hablar, visitar un estudio o poder tomar parte en un proceso como el suyo, excepto en contadas excepciones, da sentido a todo esto que queremos hacer. Es un punto de partida, pero ¿qué ocurre cuando los proyectos se van sucediendo y configurando una estructura a la que llamar carrera?

JC | Creo que después de ese momento de incertidumbre inicial, uno simplemente va haciendo, y los proyectos, como bien dices, se van sucediendo. En mi caso responden directamente a preocupaciones personales, experiencias y cuestiones vitales que permean totalmente los proyectos que voy realizando. No creo en las líneas demasiado marcadas, ni en los departamentos muy estancos, así que nunca he intentado tener una «línea de investigación» concreta, ni una posición fija. Lo que pienso hoy puede diferir totalmente o incluso oponerse a lo que piense mañana, y creo firmemente que debe ser así. De hecho, no termino de estar del todo cómodo con la noción de carrera, y quizá prefiero hablar de práctica. Me parece muy importante ser capaz de construir una práctica que tenga un sentido, que sea honesta con uno mismo, con lo que uno piensa, que desarrolle ideas y marcos teóricos, pero también estructuras y dinámicas de trabajo, formas de hacer y lugares donde hacerlo. Para mí lo más importante del trabajo curatorial es esa relación con el artista de la que hablábamos. Una de mis mayores preocupaciones —si no la mayor— es poder generar espacios y momentos para que los artistas puedan desarrollar sus proyectos de la mejor forma posible, tanto a nivel teórico y conceptual como a nivel formal y de producción. Hablamos de condiciones materiales e intelectuales, de ideas y formas, de recursos y afectos, de poder trabajar juntos y que cada proyecto produzca una experiencia de vida significativa para ambos y para quien sea que tenga relación con ello.

De todas formas, últimamente he estado pensando bastante en la dificultad que entraña poder desarrollar un discurso curatorial más o menos coherente siendo curador independiente. Por un lado, existe cierta insistencia en que cada proyecto que hagamos sea algo nuevo, cuando seguramente lo que me interesaría sería poder continuar con la investigación que comencé en el anterior. Además, uno nunca termina de decidir del todo qué es lo que viene después, ya que depende mucho de que alguien te lo encargue, o de que propongas algo en determinado sitio y funcione, y el tipo de formato que tenga —una exposición individual, colectiva, un ciclo de performance, un programa público, una publicación…—. No depende solamente de ti. Como tampoco la temporalidad misma de los proyectos: no soy yo el que termina decidiendo las fechas, sino un acuerdo con la institución o espacio en el que esté trabajando. Por otro lado, cada uno sucede en un contexto distinto, un espacio distinto, con ritmos distintos, equipos distintos, formas de trabajo distintas. Y además está la cantidad de cosas que debes estar haciendo y pensando a la vez para poder llegar a fin de mes. Así que más que pensar un programa y desarrollarlo (como podría suceder si trabajas en una institución, o cuando llevas un programa en un espacio o proyecto independiente, aunque obviamente también ahí existen particularidades y dificultades que influyen en su desarrollo), tendría que ver con poner en diálogo los intereses, ideas y formas de trabajo que quiero desarrollar con las posibilidades que voy encontrando o se me van presentando.

Por supuesto, la independencia, como veremos en algunas de las conversaciones, tiene también sus ventajas en contraposición a tener una posición fija. El hecho de poder organizarte tú mismo el tiempo, como dice Manuela Moscoso en su entrevista —aun teniendo en cuenta los condicionantes que comentábamos—, o la posibilidad de trabajar en contextos geográficos diversos, no son cuestiones menores. Quizá tengamos tiempo más adelante de volver sobre ello. Pero ¿cómo se va desarrollando para ti esa práctica, cómo evoluciona y cómo intentas desarrollarla desde tu posición personal y profesional?

ACU | Creo que coincido bastante contigo en que esa práctica que enfrentamos no termina de adquirir una forma definida —y voy a evitar también decir «carrera», del mismo modo que tú lo has hecho y Tamara Díaz Bringas lo hace en la conversación que mantuvimos—. Antes me producía bastante vértigo enfrentarme a esa pregunta de «¿cuál es tu línea de investigación?», ya que me llevaba a sentirme un comisario a medias, como si jamás me hubiese planteado cuál era esa línea casi obligatoria que todos debemos definir. Es cierto que hay cuestiones que albergan un peso mayor que otras y creo que tiendo a pensarlo todo en función de su fragilidad, como si pudiese no haber ocurrido nunca. También la relación que establezco con los y las artistas, que suele rebasar lo profesional, convirtiéndose casi siempre en un acompañamiento que se mantiene aun cuando no existe un proyecto marcado en el calendario. Por otra parte, también el hecho de pertenecer a un contexto como el gallego afecta mucho al modo en que articulo mis conexiones con la tradición y con la posibilidad de que las cosas cobren la forma que cobran debido al lugar en el que nos hemos criado. Intuyo que he ido estableciendo una lista de intereses que se amplía y se reformula no a diario, pero sí cada poco tiempo. Esto no quiere decir que me arrepienta de haber afrontado algunos proyectos del modo en que lo he hecho. Creo que es inevitable sentirse más identificado con algunos que con otros, pero asumo que todos me han llevado al lugar en que estoy y espero que los próximos me sigan empujando a la duda del mismo modo.

Comparto también esa imposibilidad de asumir cierta continuidad debido a nuestra independencia como comisarios. Quizás tampoco la idea de independencia sea del todo cierta, ya que en realidad lo que enfrentamos es esa multidependencia que hemos abordado en una de las cápsulas introducidas a lo largo del libro. Los formatos, efectivamente, jamás son los mismos. A pocas instituciones importa en profundidad lo que has estado haciendo antes, más bien se utiliza como justificante a la hora de llamarte para hacer algo, pero raras veces recibes una llamada que diga: «Oye, nos interesan mucho esos tres proyectos que has realizado sobre —lo que sea— y nos gustaría saber en qué punto se encuentra esa investigación». Creo que una a una vamos marcando en nuestro currículum una serie de siglas y parece que eso es a todo lo que se puede aspirar. Por otra parte, tengo la sensación de que la otra opción sería concursar y dirigir una institución, algo que no solo exige una excelencia como comisario o comisaria, sino un compendio de aptitudes entre las cuales, cada vez más, está la de saber lidiar con algunos políticos o la de saber más de burocracia que de nuestra propia práctica. En este caso entiendo cuando un artista te habla de estar demasiado expuesto. Creo que en esos lugares nos sobreexponemos a la opinión de un público que raras veces reflexiona sobre la dirección que toma una institución y, muy a menudo, carga de manera implacable, incluso cuando no se ha preocupado por informarse o cuando ni ha puesto un pie, ni ha participado de lo que esa institución ofrece. Creo que pertenecemos a una generación en la que toda opción de estabilidad se ha vuelto difusa. Yo me planteo más veces la opción de dejar de hacer esto que la de optar a la dirección de algún espacio. Creo que nos hemos convertido en burócratas también y da la sensación de que todas esas exposiciones son siempre necesarias. ¿Tú cómo ves esto dentro de diez años?

JC | Pues no sé cómo lo veo en diez años, la verdad es que el mundo está en semejante momento que hablar del futuro a medio plazo se me hace difícil. Tampoco me lo planteo demasiado, pero sí coincido contigo en que pertenecemos a generaciones que rara vez conocen lo que es la estabilidad. A veces me parece que llegamos tarde a la fiesta. Y repasando un poco las conversaciones que hemos realizado para el libro, te das cuenta de que curadores y curadoras de generaciones algo mayores accedieron rápidamente a puestos de responsabilidad en instituciones artísticas que entonces se estaban creando en el contexto, y con unos presupuestos nada desdeñables. Después, tras la crisis, muchos de esos centros han desaparecido y los que quedan sobreviven con presupuestos escasos, cuando no paupérrimos. A las generaciones que comenzamos a trabajar entonces nos ha tocado enfrentar un escenario donde la precariedad y la inestabilidad es norma, y donde hemos tenido que inventarnos cómo sobrevivir. Pero, de todos modos, no me imagino haciendo otra cosa que no sea esto. No obstante, esa inestabilidad y precariedad no es algo que suceda solo en el ámbito artístico, sino que es algo coyuntural. Y ahí es donde veo, por ejemplo, la importancia de la parte más estructural de la curaduría. Trabajamos con ideas, pero también con estructuras, con dinámicas, con formas de hacer. Con formas de trabajo y vida. Y pensando en la vida, a veces no es sencillo conciliar lo laboral con lo familiar, especialmente en un contexto como el artístico, en el que las cuestiones de cuidados suelen quedar escondidas, a no ser que sean el tema en cuestión… Personalmente intento visibilizar y naturalizar cuanto puedo el hecho de tener hijos, la dificultad de compaginar, pero también la posibilidad de hacerlo. O los privilegios que tengo sobre mi pareja por el hecho de ser hombre, y cómo se nos percibe a uno y a otro frente a esto. Sin duda, y pese al avance en lo teórico en estas cuestiones, en el día a día sigue habiendo muchísimo trabajo que hacer en la carga de los cuidados sobre las mujeres, o en la posibilidad de que el hecho de cuidar a alguien no signifique un freno en tu trabajo.

Por estas y otras razones, creo que la capacidad de la curaduría de establecer nuevas plataformas y espacios de trabajo tiene una importancia capital en nuestros días. Ser capaces de imaginarnos proyectos propios que puedan tener un recorrido más o menos largo y que generen lugares donde los artistas puedan trabajar de modos distintos a los establecidos, y al mismo tiempo desarrollar los contextos locales desde la base. Recuerdo que cuando nos conocimos tú estabas trabajando en el proyecto «Un disparo de advertencia» en Lalín, y no es el único proyecto que has realizado que surge desde lo independiente, creando espacios para lo curatorial y lo artístico donde no existían. Pienso también en «Diálogos Improbables» o el «Espazo Miramemira» en Compostela. ¿Cómo ves estas cuestiones? ¿Cómo surgen esos proyectos y cómo los entiendes hoy?

ACU | Creo que esos proyectos eran fruto de una necesidad de la que todavía no he pasado página. Como ya hemos comentado, nuestra formación en el campo del comisariado ha sido meramente intuitiva, sin ideas claras ni referentes que hayan dirigido nuestra manera de proceder. David Barro comenta en su entrevista que, para toda su generación, el Centro Galego de Arte Contemporánea supuso una escuela como lo fue para Manuel Segade, y para otra gente como Agar Ledo o Juan de Nieves; del mismo modo que para Nuria Enguita la posibilidad de realizar unas prácticas en el IVAM fue la manera de entrar en relación con el comisariado de exposiciones o para Tania Pardo el haber comenzado en esto como parte del equipo de un recién creado MUSAC. Creo que esta es una cuestión que nos diferencia, ya que al contrario que otras generaciones, como tú mismo afirmas, nosotros hemos llegado aquí cuando todo estaba ya configurado y, a excepción de algunas instituciones que han ido repensando el formato de su propuesta, la mayoría han entendido que, una vez planteada su línea de actuación, esta pasa a convertirse en dogma. Considero que es algo estructural, que es la propia arquitectura institucional, vinculada a los departamentos de cultura del gobierno central, los autonómicos, diputaciones o ayuntamientos, la que anquilosa la posible evolución de las formas. España es un país muy dado a esto, por eso en general las cosas están como están.

Volviendo a casos como «Un disparo de advertencia», «Diálogos Improbables» o «Espazo Miramemira», creo que ahora los entiendo como un banco de pruebas, como un espacio propio desde el cual se ha ido dando forma a las premisas que han marcado mi manera de trabajar hasta hoy, y espero que haya marcado también el modo en que trabajan otras personas que han estado implicadas. He entendido la exposición como una excusa para reunirse y hablar, encontrando en la amistad con artistas, curadores o demás fichas del tablero un espacio desde el cual descubrir que es posible sacar adelante propuestas sugestivas, que aporten algo a todos los que participamos y que, más que dar respuestas, sean un ejercicio de preguntarse incesantemente. Para esto hay que intentar sentarse siempre a la mesa de ese tipo de personas a las que es importante escuchar e invitar también a quienes consideremos que pueden ser buenos oyentes. Eso me ha ido pasando con muchas de las personas que han participado de estos proyectos, cuyos trabajos sigo acompañando por lo sugestivo de sus propuestas y porque son interlocutores válidos para hablar y escuchar.

El contexto local es otro asunto, ya que no es lo mismo pensar en lo que a esos niveles se puede esperar de una gran ciudad, que cuenta ya con una escena muy definida de personas adscritas a esta práctica, y lo que uno puede esperar de la respuesta de un pueblo de veinte mil habitantes. Creo que al trabajar en casa uno se expone demasiado como ciudadano y corre el riesgo de pasar desapercibido como profesional del arte. En mi caso, sigo manteniendo como iniciáticos los proyectos que comentamos, pero en ocasiones cansa el tener que explicar ciertas cosas que suenan más a amarillismo que a interés real por una propuesta. A mi llegada a São Paulo descubrí que en muchos estudios se organizan semanalmente unos encuentros que reúnen a artistas con intereses comunes, con carreras consolidadas e incipientes, pero que durante unas horas ponen sobre la mesa proyectos, ideas y muchas dudas que se debaten de forma acalorada. Se sacan conclusiones y se evitan palmadas en la espalda. Es algo que muchos estudios han establecido como dinámica y es también un modo de apoyarse y crear redes. Creo que coincido bastante en algunas cuestiones que Pablo Lafuente apunta sobre el cambio de visión que Brasil le ha provocado. ¿No tienes la sensación de que todo se ha vuelto especialmente complaciente, y que apenas se suscita el debate no como forma de emitir juicio a posteriori, sino como herramienta que refuerce el proceso?

JC | Es interesante lo que apuntas sobre la exposición como espacio de encuentro y la necesidad de escucharnos y debatir con gente que aporte en ese sentido. Personalmente cada vez doy más importancia a las personas con las que trabajo, a la parte afectiva de todo esto. Con el tiempo uno se va dando cuenta de que en esta práctica trabajamos —al menos es como lo entiendo yo— muy cerca de los procesos de trabajo de los artistas, de procesos que son vitales, y por consiguiente de la vida de estas personas. Ya no decimos nada nuevo si afirmamos que lo emocional y los afectos son una parte esencial de nuestro trabajo, y ahí entran en juego cuestiones que tienen que ver con lo que apuntas: a quién invitamos a la mesa, con quién queremos tener una conversación, y cómo ponemos esa mesa, cómo queremos que sea esa conversación. Por eso ya no me preocupa solamente la obra de los artistas con los que trabajo, sino también las personas que son con esa obra. Quiero, como tú bien dices, poder tener buenas conversaciones con ellos, que mi vida se vea afectada, disfrutar del trabajo en común. Me comentaba el curador colombiano José Roca en una ocasión que para él la curaduría es la creación de una comunidad temporal, y la exposición una forma de traer un grupo de personas y hacer que juntas tengan una experiencia de vida significativa. Y es una afirmación con la que me identifico bastante a la hora de pensar lo expositivo. Si pensamos en la exposición, sin creer que sea un formato agotado, como se dice por ahí, sí pienso que existe una manera hegemónica de hacer exposiciones, un modelo que se repite constantemente, y una dificultad a la hora de ensanchar los límites de la misma. Muchas veces pienso que algunos de los proyectos que realizo no son exactamente exposiciones, sino otra cosa, y el hecho de llamarlas así hace que sea difícil explorar posibilidades diversas. Del mismo modo, creo que existen prácticas artísticas en la actualidad que no tienen ningún sentido en un formato expositivo, pero que aun así las forzamos a que aparezcan en el cubo blanco. Dice Martí Manen en su entrevista que existe una infinidad de modos y tonos para lo expositivo que no se ponen en práctica, y también una necesidad hacia lo sensual en la exposición. ¿Cómo entiendes tú la exposición?

ACU | Yo considero que la exposición no es indispensable, como tampoco considero indispensables muchas otras cuestiones que parecen intocables dentro del mundo del arte. La exposición puede ser un libro, un texto, una conversación, un pensamiento compartido o una visita a un estudio, que a menudo aporta más que ese formato a veces tan aséptico. La exposición puede desarrollarse en cualquier lugar y tomar cualquier forma. Martí Manen escribe que las obras no tienen problema para existir fuera de la exposición, como también la exposición puede existir sin obras. Por lo tanto, todo es susceptible de ser una exposición y coincido plenamente con Eva González-Sancho Bodero cuando afirma que «no existe una exposición imposible como tal, sino que aquello que se torna imposible es solo quizá aquello que no deseamos formular de forma tangible».

Quizás esto que voy a comentar te resulte familiar, ya que al leerte he comenzado a pensar en esas visitas a un estudio que se convierten en amistades profesionales duraderas que, instantes antes de cruzar esa puerta, jamás intuíamos. Otras veces ocurre lo contrario, y tras la inicial admiración llega el desencanto, que puede deberse a muchas cuestiones: a divergencias resultantes del propio proceso de trabajo, a la relación que establecemos fuera del estudio o al modo en que esa persona nos acepta o rechaza dentro de la exposición o de su proceso de trabajo. Yo nunca he pretendido ser un comisario invasivo, jamás he querido decidir nada por encima de la voluntad del o de la artista, siempre he considerado que debemos estar un paso por detrás, tanto para no compartir protagonismo —no creo que lo debamos tener— como para poder observar todo con un poco más de distancia. No obstante, no siempre sale todo bien y a veces uno termina siendo el objetivo de críticas debidas quizás a inseguridades no previstas ni dialogadas. Sinceramente, creo que ese foco que a veces se nos pone encima es tan inmerecido como innecesario. Se ha señalado la figura del comisario como una cúspide piramidal y creo que estamos muy lejos de administrar ese poder que muchas veces se nos atribuye.

Por otra parte, en las últimas semanas he pensado mucho acerca de todo esto, de exposiciones y relaciones, y en vista del rumbo que está tomando todo desde que estalló la crisis del COVID-19 no sé cómo interpretar lo que se nos viene encima. O, mejor dicho, sé cómo hacerlo pero me aterra la idea de un cambio, aunque este traiga consigo también cosas buenas. Leía no hace mucho un texto que Alfredo Aracil publicó bajo el título «La tierra es de quien la trabaja»1, y que pone sobre la mesa muchas de estas cuestiones.

JC | Sí, totalmente de acuerdo. Sin duda estamos viviendo algo que jamás creímos que nos tocaría vivir. En estos días estoy pensando mucho en lo que significa esta crisis en términos de control social e implicaciones geopolíticas, en cómo afecta en unas geografías y en otras, en unos estratos sociales y en otros. En la diferencia entre estar confinado en un chalet con terreno, en un piso de protección oficial, o en un barrio de chabolas. En la diferencia entre poder ir a los desbordados hospitales públicos en Europa, o enfrentar esto a pecho descubierto como va a pasar en otros territorios. En lo poco que nos va a importar que rastreen las localizaciones de nuestros teléfonos para controlar el virus.

La pandemia y el obligado encierro que trae asociado, su escala global y el parón económico ponen patas arriba cualquier estructura vital y laboral. Y desde luego el contexto artístico, altamente precarizado, donde el hecho social y la movilidad son protagonistas, no es una excepción. Leí también el texto de Alfredo hace unos días, y creo que toca acertadamente muchos de los puntos esenciales en relación con las prácticas artísticas y el incierto porvenir que tenemos por delante: las flaquezas de los contextos artísticos como estructuras profesionales, la dificultad de organizarnos asociativamente, la ineficacia de las instituciones públicas cuando toca reclamar el espacio de la cultura en la construcción social, o la importancia de encontrar formas en las que lo común supere dinámicas donde la individualidad y extrañeza son protagonistas. La inestabilidad asociada al virus hace que sea muy complicado imaginar el futuro más inmediato, pero vivimos un momento de cambio en el que las circunstancias van a obligar a repensar muchas de las formas y estructuras de trabajo establecidas. Se habla de la importancia de lo digital, de un retroceso de los movimientos globales, de acentuar lo regional, de realizar eventos más reducidos, de actuar con públicos más pequeños o de ser más sostenibles. Ahí es donde creo que lo curatorial tiene un papel muy importante, en la construcción de formas de trabajo y vida que nos puedan llevar a escenarios menos precarios, más amables y vitales. Pero ahí está el reto y, pese a la dificultad, el momento es ahora. ¿Cómo lo ves?

ACU | A muchas de esas cuestiones que comentas es a lo que me refería al decir que me aterra la idea de un cambio. Sin embargo, y aunque no me muestro especialmente optimista, confío en que sepamos estar a la altura y seamos capaces de aprovechar la gran oportunidad que todo esto parece traer consigo. Quizás el esfuerzo de reunir en estas páginas todos estos relatos pueda entenderse en el futuro como una tentativa de inventario de algunos modos de pensar y hacer en torno a lo curatorial. Dejémoslo aquí de momento.

1. Alfredo Aracil, «La tierra es de quien la trabaja», Buenos Aires: El gran otro, abril 2020. Disponible online: http://elgranotro.com/alfredo-aracil/

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