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En conversación con GABRIEL PÉREZ BARREIRO
ОглавлениеA Coruña, 1970.
Vive y trabaja en Nueva York.
ÁNGEL CALVO ULLOA | Gabriel, te formas en la Universidad de Essex, en Colchester, Inglaterra, y a los veintitrés años te sitúas al frente de la colección de arte latinoamericano de esa universidad. ¿Cómo surge tu interés por el comisariado y de qué manera esos primeros años han marcado tu carrera como curador?
GABRIEL PÉREZ BARREIRO | Tuve la suerte de llegar a Essex para hacer mi doctorado en un momento muy propicio. Essex se había convertido en el único lugar en el país donde se podía hacer un posgrado en arte latinoamericano y, por eso, y por la relativa libertad que da el sistema académico británico, se juntaron allí unas personas muy interesantes. Mis compañeros de estudio eran Cuauhtémoc Medina, Cecilia Fajardo-Hill, Charles Cosac, Adrian Locke, y otros que hoy están en diferentes instituciones. Cada uno estudiaba algo muy diferente, desde arte colonial hasta contemporáneo, y esa fue una gran manera de aprender una historia del arte que aún no estaba escrita. La universidad contaba con una gran biblioteca latinoamericana y una estupenda biblioteca de diapositivas de todos los viajes de investigación de los profesores y alumnos, pero hacia el año 1993 surgió la idea de formar una pequeña colección de obras de arte latinoamericanas, ya que en ese momento era casi imposible tener un acceso directo y todos pensaban que era importante poder ver obras originales. En seguida Charles Cosac hace una donación espectacular de artistas brasileños, entre ellos Lygia Pape, Jac Leirner, Tunga, Siron Franco, esculturas monumentales de Amilcar de Castro y Franz Weissmann y otros grandes nombres. Es una colección que hoy sería dificilísima juntar. A ese núcleo inicial se suma Marcos Curi, el director de lo que era el Museo de Arte Contemporáneo de Buenos Aires, con un conjunto de obras, y ya ese pequeño proyecto se tornó una realidad considerable, pero sin espacio, estructura, planificación o recursos. Me doctoré en 1995 y me nombraron curador de la colección, aunque no sabía bien qué significaba eso, pero aprendí con la práctica cómo se registra una colección y todos los demás temas, desde cómo fotografiar las obras hasta buscar recursos. Fueron años muy especiales, y éramos unos bichos raros por querer formar esta colección, con carácter académico, en un contexto en el que apenas se hablaba del arte latinoamericano. Hoy, obviamente, todo ha cambiado. Pero si rescato algo de esa experiencia fue la idea de que una colección puede y debe ser una herramienta de investigación y conocimiento, y que también se debe estar dispuesto a seguir un camino propio.
ACU | Después de ese periodo vinculado a Essex, iniciaste una breve etapa como comisario y coordinador de programas para la Casa de América en Madrid y después en la Americas Society de Nueva York. ¿Qué ofrecían unos espacios como esos y cómo se plantea el programa en una institución en la que, a diferencia de tu anterior experiencia, no se trabaja en torno a una colección?
GPB | La Casa de América fue una experiencia interesante porque fue casi lo contrario a Essex. De un contexto en el que se tomaba muy en serio la investigación académica y había una cierta sensibilidad poscolonial, el Madrid de ese momento estaba fascinado consigo mismo y esta era una institución oficial a la que iba poquísima gente del medio artístico. Sin embargo, pudimos hacer cosas muy interesantes: por allí pasaron todos los importantes pensadores del momento y pude trabajar directamente con muchas personas que eran mis ídolos: Luis Camnitzer, Ticio Escobar, Virginia Pérez-Ratton, Gerardo Mosquera y tantos otros. Aprendí mucho en el proceso. La tranquilidad con la que España asumía su papel (neo)colonizador en ese momento hacía que fuera posible montar proyectos interesantes sin que nadie se preocupara demasiado por sus contenidos. Americas Society fue muy diferente porque fue la inmersión en un sistema de poder y política estadounidense que mal conocía. De nuevo, es una institución que ha contribuido mucho al conocimiento en su larga historia, pero sufría de un cierto prejuicio de parte del medio latinoamericanista, principalmente por su perfil político en la Guerra Fría.
ACU | Haciendo recuento… Essex, Madrid, Nueva York, después Texas para ser curador durante seis años de arte latinoamericano en el Blanton Museum of Art y posteriormente de la Colección Patricia Phelps de Cisneros a la que llegaste en 2008. ¿Cuál consideras que es el cometido de un comisario que, como tú, se ha vinculado en varias ocasiones a colecciones? ¿Es posible trabajar desde una idea tan amplia como la de arte latinoamericano?
GPB | Siempre he estado en contra de ese término de «arte latinoamericano» como un término que signifique nada más que una abstracción geográfica, como lo puede ser Europa o Asia. Creo que el momento en que se trata de utilizar el término como si fuera un término artístico o cultural, la cosa se complica. Tanto el Blanton como la CPPC son colecciones con una misión educativa, y con un telón de fondo de investigación en su formación y uso. Eso hace que su papel como generadoras de conocimiento haya sido importante. En términos generales, en los Estados Unidos los latinoamericanistas se dividen en dos campos: los integracionistas y los separatistas. Los separatistas defienden la diferencia y la unidad conceptual del arte latinoamericano, y buscan tener sus propias instituciones o alas en los museos (Museo del Barrio, Museum of Fine Arts Houston, Museum of Latin American Art Long Beach, Galeria de la Raza, etc.). Los integracionistas, entre los que me cuento, pensamos que, si bien el arte latinoamericano es un campo específico de investigación, es más interesante ponerlo a dialogar con la historia del arte global para poder entenderlo mejor y no simplificar hasta el punto de incluir a Diego Rivera y Hélio Oiticica, por ejemplo, en una misma exposición por ser ambos latinoamericanos. Entonces pienso que las colecciones se deben fundamentar en un proceso de investigación y con una misión política muy clara de por qué existen y dónde se ubican en un campo más amplio.
ACU | Más allá del vínculo con estas instituciones, en 2018 comisariaste la 33 Bienal de São Paulo para la que seleccionaste, como punto de partida, a un grupo de siete artistas que trabajaron no solo en su propia representación, sino en la configuración del programa y la selección del resto de participantes. Teniendo en cuenta el cuestionamiento permanente de un formato como el de las bienales y analizando las ediciones que en São Paulo han pretendido dar un giro a la estructura de este evento, ¿cómo surge la idea y cuáles han sido las razones que llevaron a ensayar este modelo de comisariado?
GPB | Me preocupa la sobredimensión del papel del comisario en el sistema del arte contemporáneo actual. Cuando surge el modelo actual del comisario activo y autoral hace un par de décadas, generalmente era con personas que vivían el arte de manera intensa y estaban cerca de los artistas. Pienso en Walter Hopps, Harald Szeemann, Paulo Herkenhoff, y otros. Hoy es posible hacer un máster en estudios curatoriales con veintipocos años sin haber conocido a un artista, y solo estudiando a otros comisarios. Como resultado creo que tenemos un panorama muy aburrido de muestras temáticas en las que (en los peores casos) los artistas ilustran los temas que plantean los comisarios. Creo que es una manera muy limitada de entender el arte, casi como un producto utilitario e intercambiable, o panfletario. Desde finales del siglo XIX los artistas se han organizado para crear sus propias exposiciones, y creo que es una historia que debemos repensar porque es muy rica y estimulante. De hecho, estoy impresionado por cómo los siete artistas curadores de la bienal (Mamma Andersson, Antonio Ballester Moreno, Sofía Borges, Waltercio Caldas, Alejandro Cesarco, Claudia Fontes y Wura-Natasha Ogunji) propusieron maneras muy interesantes y originales de pensar sus exposiciones dentro de la bienal.
ACU | Además de esta cita, realizaste en 2007 la VI Bienal del Mercosur en la que ya se trabajaba en una ampliación del campo de acción del artista, la importancia del programa pedagógico y la reivindicación del afecto como herramienta de trabajo. ¿Cómo se relacionan en tu investigación ambas bienales y de qué manera este modelo que propones afecta a tu práctica como curador lejos de estas dos citas?
GPB | Cada proyecto curatorial sale de un contexto específico y de unas preguntas muy puntuales. En el caso de Porto Alegre, la bienal buscaba cuestionar su relación con la región del Cono Sur, que desde la segunda edición funcionaba de una manera burocrática, con un comisario por país sin una mayor articulación del proyecto global. La sexta edición pretendía un modelo dinámico para poner en diálogo la producción local con la internacional, entendiendo que la geografía cultural no corresponde siempre con la nacional. Entonces a través de seis exposiciones diferentes se trataba de poner diferentes metodologías en práctica para tratar esa cuestión. Otro aspecto importante fue dar prioridad al proyecto educativo, que siempre fue importante pero no integrado al proyecto de comisariado. Entonces invité a Luis Camnitzer a ser el primer curador pedagógico, como parte integral del equipo. Algunas de estas cuestiones fueron relevantes para el proyecto de São Paulo, sobre todo en cómo se distribuye el poder y cómo se piensa en la relación con el público visitante, pero hay otras cuestiones, como la geopolítica, que son menos relevantes porque ya São Paulo las ha trabajado mucho a lo largo de su historia.
ACU | Entiendo que el hecho de estar vinculado a la CPPC pudo suponer un condicionante a la hora de aceptar el encargo de São Paulo. ¿En qué medida puede y debe uno separar ambas actividades para que los intereses de un trabajo no se vean condicionados por los de otro?
GPB | Son dos actividades muy diferentes. En una dirigía una institución con una misión a largo plazo, sin espacio físico y sin un público visitante, y en la otra preparaba un evento puntual al que asisten cientos de miles de personas. La CPPC es una institución que se piensa en red, y trabajamos en alianza con la Getty, el Reina Sofía, Hunter College y muchos otros. Mi trabajo principal como director de la CPPC era cuidar de esas relaciones y de una colección, y eso tiene relativamente poco de trabajo autoral. En la CPPC nunca comisarié un proyecto con la colección contemporánea, que ha tenido sus propios curadores (más notoriamente Sofía Hernández Chong Cuy, hoy directora del Witte de With). Entonces tomé el desafío de la bienal como una oportunidad para trabajar los asuntos curatoriales que me interesan, pero que no necesariamente se encajaban en las necesidades de la CPPC. Por supuesto que todos somos conscientes de los posibles conflictos de interés, como hubiera sido por ejemplo organizar una exposición de la CPPC dentro de la bienal, pero el modelo que trabajé, a partir de un conjunto de artistas contemporáneos, cancelaba completamente esa posibilidad, porque era importante proteger a ambas instituciones de esta posible crítica.
ACU | Siguiendo ese hilo de los posibles condicionantes a los que habitualmente nos enfrentamos, alejémonos momentáneamente de aspectos meramente profesionales y adentrémonos en el espacio familiar. ¿Cuál es tu opinión respecto al contexto artístico y sus dinámicas de trabajo en relación con la conciliación familiar y los cuidados en un mundo como el del arte, en el cual estas cuestiones son obviadas a menudo?
GPB | El mundo del arte discrimina de mil maneras, y la familia es una manera más. El curador de arte contemporáneo, sobre todo el independiente, debe estar disponible 24/7, en cualquier lugar del mundo, y seguir una intensa agenda de fiestas, cenas, inauguraciones y eventos. Este modelo (que ojalá esté en declive) llega a su culminación en el modelo dontstop de curaduría ejemplificado por Hans Ulrich Obrist, en el cual el curador debe estar siempre de viaje, en eventos que duran 24 horas sin parar, en una especie de deporte de resistencia. Obviamente quien tiene obligaciones familiares, o de otro tipo, no se puede dar este lujo. En mi experiencia, en las instituciones suele haber personas con familias, y se crea una especie de cofradía invisible de solidaridad entre los que tienen hijos, y eso ayuda bastante, pero claramente es un problema estructural, como tantos otros.
ACU | El hecho de trabajar con colecciones te ha llevado a firmar diferentes revisiones historiográficas y a ocuparte de figuras con carreras ya construidas. No obstante, has trabajado en importantes retrospectivas de artistas de media carrera, que entiendo que exigen otras dinámicas. ¿Cómo se construye, como curador, el relato en cada caso y cuál consideras que es el papel del comisario en esta construcción?
GPB | Como dije antes, no me interesan mucho las exposiciones contemporáneas temáticas, y me encantan las exposiciones individuales, tanto como visitante como organizador. Creo que es un formato que permite aprender mucho sobre un artista sin enredarse en rollos abstractos de identidad o de estrategias curatoriales. En cualquier exposición individual con un artista vivo se tiene que establecer un diálogo muy respetuoso entre el artista y el comisario, en el que la obligación es entender la postura del otro, pero también saber articular la perspectiva del visitante a la exposición. Hay límites éticos interesantes en esa relación, y un juego de sensibilidades que puede ser muy productivo. Es muy diferente a organizar una exposición histórica donde se parte de una tesis de investigación que ayuda a estructurar las relaciones entre las obras. Por eso es muy diferente hacer una exposición para presentar el desarrollo del arte geométrico en América Latina, a hacer una exposición con un artista actual. El comisariado es una forma de investigación y, como todo proyecto, se fundamenta en diferentes preguntas y en diferentes relaciones y desafíos. Esa diversidad es lo que lo hace una actividad interesante, y una forma de seguir aprendiendo.
ACU | Hemos comenzado 2020 y de repente nos encontramos en medio de una crisis sanitaria para la que nadie estaba preparado. De pronto hemos entendido lo que supone parar la máquina de verdad, y eso está desembocando en una nueva normalidad plagada de incógnitas. Como ya ocurrió en 2007, y asumiendo que esta nueva crisis podría dejarnos un escenario muy distinto al de la anterior, el sector cultural ha sido de los primeros en saltar por los aires. ¿Cómo te imaginas que afectará todo esto a la realidad a la que tendremos que adaptarnos como profesionales a partir de ahora?
GPB | Es aún muy temprano para saber cuáles serán los efectos, y seguramente se darán de manera diferente en cada lugar. No me atrevo a hacer pronósticos, porque sé que estarán equivocados. Lo único que sé es que el arte se sigue produciendo y consumiendo, y que ha sobrevivido a crisis aún peores que esta. Como dice el refrán, no hay mal que por bien no venga, así que podemos imaginar un mundo con menos consumismo, menos eventos absurdos, menos daño ecológico, pero si hacíamos todo eso antes del COVID-19, era porque algo de eso nos resultaba necesario o atractivo. No creo que salgamos de esta crisis a un mundo repentinamente ético, maravilloso y sostenible, así como tampoco a uno que sea un infierno total. Toca pensar y reflexionar, por supuesto, y está bien que cuestionemos la sobresaturación de ferias, bienales y festivales por el mundo. Es una lástima que fuera necesario un acontecimiento tan dramático para provocar este cambio, pero habrá que estar atento a las soluciones que se proponen.