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VIVENCIAS RETROSPECTIVAS

Alguien entendido en estos menesteres de escribir me indica que, antes de dar a conocer cuanto se narra en el presente libro, debiera plasmar en unas cuartillas algunas vivencias retrospectivas que dieran idea al posible lector del estrato al que pertenezco en la sociedad que nos ha correspondido vivir; de dónde sale esa mujer que, al decir de uno de sus amigos que conoce la trayectoria de su vida, «ha batido el récord del placer y del dolor», y añade que eso tiene de bueno, que es vivir intensamente, que no es aquello de pasar por la vida «sin pena ni gloria», o sea de una manera anodina, lo cual suele ser tan corriente.

La verdad es que yo, la interesada, pienso que esos terribles trallazos que asesta la envidia, la ruindad de gentes malvadas que gozan con el dolor ajeno; el que pierda la vida un ser querido, el cautiverio, el constatar cuán perverso puede ser un sector de los humanos capaz de distorsionar hogares felices; pienso, digo, a este propósito, que existen gentes malvadas que gozan con sembrar el dolor por doquier. Si en el transcurso de los días que uno tiene que vivir se suceden todas esas felonías, como ha ocurrido en nuestra generación, no resulta interesante batir tan gran récord de dolor; ello es superior a las fuerzas humanas. Aunque uno trate de sobreponerse, el resultado es que quedas marcado para el resto de tus días; por siempre te acompaña una inmensa e íntima amargura.

AÑO 1920

Había cursado mis estudios de segunda enseñanza en el instituto Luis Vives de Valencia. El preparatorio de Ciencias, en su Universidad. La influencia que ejerció el recuerdo y consejo de mi padre fue decisiva en el rumbo que siguiera mi vida; desgraciadamente, él sufría una afección al corazón que por aquellas fechas se consideraba irremediable; la ciencia era incapaz de combatirla; esa lesión fue causa de que se fuera a la tumba cuando contaba cuarenta y seis años de edad, dejando huérfanas a sus cuatro hijas adolescentes y a un varón de corta edad. Mi padre, que era industrial, por razón de sus negocios había realizado una gira por Europa, de la que regresó con ideas avanzadas, según la época, en nuestro país. Hablaba a sus hijas, niñas aún, de la emancipación de la mujer, sobre la conveniencia del estudio para llegar a alcanzar cultura que le diera personalidad, independencia, «La independencia económica es la base de todas las independencias». Estos consejos paternos se adentraron por siempre en mi sentir, en el que produjeron huella indeleble.

Cuando llegó el día de pensar en seguir estudios superiores, se planteó el dilema de tener que salir del entorno familiar, de Valencia. Siempre fue mi deseo, mi ambición, seguir en la Facultad de Farmacia; lo había comentado con mi padre, y él se consideraba muy complacido de que ello fuera realidad algún día. En sus últimas voluntades hacía mención a este mutuo deseo, y mi madre, al tenerlo en cuenta, hubo de acceder a que me trasladara a Madrid. ¡Madrid! Mágica palabra para una provinciana de aquel entonces. Para mí constituyó un sueño que se hiciera realidad.

Durante mi segunda enseñanza había estado interna en el colegio de las Madres Escolapias de Valencia, cercano al Instituto, al que asistía a diario, puesto que era alumna oficial. Me resultaba difícil, sobre todo en los últimos años, adaptarme a la férrea y fanática disciplina monjil de aquel entonces.

RESIDENCIA DE SEÑORITAS

Hasta la Universidad había llegado la buena nueva de la existencia en Madrid de una residencia para mujeres estudiantes, fundación de la Junta para Ampliación de Estudios (Boletín Oficial de enero 1907) y regentada por la ya prestigiosa doctora en Filosofía doña María de Maeztu. Se instauró en 1915 con cabida para sesenta plazas, habiéndose conseguido el patrocinio del Estado. Acompañada de mi madre, nos dirigimos en su busca. Gratísima impresión. La directora y la señorita secretaria, Eulalia Lapresta, encantadoras. Se había ampliado el cupo de plazas hasta ciento cincuenta, o sea que dicha fundación había conseguido un gran éxito. Con gran contento de mi parte quedé admitida. Nos invitaron a visitar el grandioso recinto que ocupaba el internado, situado entre las calles Fortuny y Miguel Ángel, o sea en plena Castellana. Conjunto ajardinado, entre sus caminales, diversos pabellones que albergaban las habitaciones. Al fondo, salón-biblioteca; otros varios para comedor, visitas, despacho; uno muy espacioso, lugar de convivencia; resultaba agradable interrumpir la tarea a mitad de la tarde y acudir al mismo, en el que se servía five o’clock tea (té de las cinco), lo que daba lugar a conocimiento y amistades entre las residentes. Al inaugurarse el curso, en esos primeros días iban acudiendo muchachas de las diversas provincias. Era la época en que había finalizado la guerra europea y se había abierto el paso en la vida a la mujer; ya nuestro país comenzaba a admitir que saliera a la palestra del trabajo, que pudiera acceder a diversas actividades, sin tener que quedar relegada al hogar; que se pudiera preparar para salir del oscurantismo y la inercia a que la tenía sometida la sociedad.

El ambiente, las costumbres que imperaban en aquella época, no permitían a la juventud en su trato libertades que a través de los años se han ido tolerando, lo que repercutía en ciertas estrictas normas que estábamos obligadas a respetar: no se toleraba que se saliera sola con el novio o el amigo; había que encontrar una compañera que con su pareja o sola se nos uniera; existía cierta discreta vigilancia que controlaba este aspecto y otros de esta índole.

A más de proporcionar digno alojamiento a las estudiantes, la dirección se preocupaba de rodearnos de un buen ambiente cultural; personajes de relieve eran invitados a darnos conferencias: Ortega y Gasset, Ramiro de Maeztu, María M. Sierra, Eugenio D’Ors, Victoria Kent, etc. Se practicaba algún que otro deporte, sobre todo el tenis y danza rítmica. Las charlas instructivas solían celebrarse por la noche, cuando podíamos estar todas reunidas, y siempre con asistencia voluntaria; eran muy pocas las que faltaban. En muchas ocasiones nos complacía el acudir a disertaciones de la directora. Se organizaban representaciones teatrales en las que tomábamos parte las residentes. Alguien venía de vez en vez a hacernos aprender nuestro folklore, cantos populares. En días festivos salían diversos grupos a la sierra, a El Escorial, Toledo, etc., a visitar museos. Como caso excepcional, se permitía la salida por la noche cuando se trataba de acudir al Teatro Real, a la ópera, para lo que se reunía un grupo al que acompañaba alguien de la dirección, como la señorita secretaria, «la señorita Eulalia», que con su bondad y gran simpatía era siempre nuestra mejor amiga, eficaz ayuda para la buena marcha de aquel hogar al que cada una de nosotras considerábamos como nuestro mientras cursábamos estudios. Al finalizar éstos y marchar a diversos puestos de trabajo o a formar nuestros definitivos hogares, por siempre llevábamos el grato recuerdo de nuestro paso por el mismo.

En su primera charla, al comenzar el curso, la directora expuso que al haber ingresado en la Residencia, y puesto que para ello era condición indispensable haber cursado la segunda enseñanza, ya éramos, teníamos que ser, mujeres con cierta formación proveniente del hogar, del país; en una palabra: del ambiente en el que nos hubiéramos desenvuelto; y que cada una tenía que respetar los criterios y las ideas de las demás. Convivían con nosotras algunas extranjeras que cursaban español, arte, literatura, con sus diversas ideas en cuanto a creencias religiosas: protestantes, sionistas, etc., así que respecto a esta cuestión predominaba una libertad absoluta. A las recién llegadas del país se nos indicó que muy cercano a la casa, en el paseo del Cisne, existía un espacioso templo, el de San Fermín (Carmelitas Descalzas), al que se podía asistir, sin coacción alguna, quien lo desease.

En el vestíbulo de entrada se exponían anuncios con las convocatorias para cuantos actos nos pudieran interesar, tanto los que se realizaban en el interior de la casa como en el exterior: conferencias, fiestas en el Ateneo o en otros diversos centros, para lo que se disponía de invitaciones.

Cercana a nuestra Residencia, en la calle del Pinar, en los altos del Hipódromo, se hallaba situada la de muchachos estudiantes. Figuras destacadas unos años después fueron sus residentes: Dalí, Buñuel, García Lorca, los hermanos Machado, etc.

Durante las vacaciones navideñas y de verano retornábamos a nuestros hogares conducidas por aquel ferrocarril que te inundaba el cuerpo de carbonilla, después de un largo trayecto de toda la noche. Al recordar estos viajes me viene a la mente la cínica frase de un pretendiente desdeñado, cuando, al término, me susurró al oído: «Ahora podré decir que hemos pasado una noche juntos», lo que me produjo gran indignación.

Pasado el primer curso, pude conseguir de mi madre que consintiera en dejarme viajar sola. Al llegar a Madrid, a la estación de Atocha, y montar en un coche de caballos entre los muchos que había estacionados, y «tras, tras, tras», al trote de los mismos Castellana arriba, me embriagaba, me sentía flotar al verme inmersa en esa libertad de acción después de aquellos tantos años de sometimiento. Liberada de los resabios pueblerinos, iba camino de conseguir, ya muy pronto, ser una mujer independiente, aquello que mi padre me había inculcado desde niña con tanto fervor. Al fin me había encontrado a mí misma. Pasaron fugaces esos felices e inolvidables años.

Al estar nuevamente internada e ir recordando etapas anteriores, me sentía feliz con esta cierta independencia, que te permitía salir y entrar a tu acomodo, sin tener que dar explicaciones. Un portero uniformado, Habencio, vigilaba la puerta sin entrometerse en nuestras andanzas. Venía a mi mente la estancia en el colegio, en donde todo era prohibitivo. Recuerdo un domingo por la tarde: a través de los cristales atisbaba la plaza de San Agustín cuando acierta a pasar por allí la superiora, quien, retirándome bruscamente, exclama: «Una colegiala no debe asomarse al balcón. Escriba esa frase diez veces». «Oiga, pero si…». «Por replicar, escríbalo veinte veces». «¡Pero si el balcón está cerrado!». «Por no obedecer de inmediato, treinta». Sólo se permitían salidas en el primer domingo de mes, si es que iba un familiar a por las colegialas y si las notas habían sido aceptables. Uniforme obligado para salir; traje negro de lanilla con la falda a tablas; cuello recio, blanco, planchado al almidón, con un lazo de cinta en azul celeste; sombrero negro de ala ancha; por supuesto, calzado negro y guantes en blanco. Cuando, en una de esas salidas, mi padre nos llevaba a algún restaurante, como quiera que éramos cuatro hermanas, sentíamos risueñas miradas de las gentes, puesto que llamábamos su atención. En cuanto al asunto religioso, eso era lo primordial. Obligada misa diaria a muy temprana hora; el Rosario, rezos, muchos rezos. Estaba mal visto que las señoritas salieran a la calle sin acompañante, así que a las pocas que cursábamos enseñanza oficial y salíamos a las clases nos tenía que acompañar Águeda, la buena mujer que habitaba en la portería.

Finalizados mis estudios, yo me aferraba a la idea de seguir mi vida por nuevos derroteros. Siempre sentí el ansia de viajar, conocer el mundo. Vislumbré la ocasión en una convocatoria de la naciente Junta de Ampliación de Estudios, que tenía como misión el intercambio de estudiantes y que, previos unos requisitos, como eran el de estar ya licenciados con buen expediente y conocer algo de inglés, se podía optar a una beca para ampliar estudios en América, concretamente en Florida, para dos años. Otra compañera y yo, al reunir las condiciones exigidas, la solicitamos con éxito, pero…vino a mi encuentro una de mis primeras grandes contrariedades: para el embarque precisaba del permiso materno, el cual me fue denegado, por lo que hube de renunciar.

Con mi flamante título de licenciada y mi curso de doctorado, me vi obligada a reintegrarme a mi ciudad, Gandía.

Un farmacéutico de los establecidos, por asuntos particulares, decidió dejar de ejercer su profesión y ofreció a mi madre el traspaso de su oficina, lo que ella se apresuró a aceptar para mí. Al verme propietaria de una farmacia, con la responsabilidad que ello implica, quedé «atada de pies y manos», ahogando mis ansias de vuelo. Fui consciente de que dejaba atrás una primera etapa de juventud radiante. Tenía que estar agradecida a mi destino; éste seguía sin portarse mal; me iba amoldando bien a mi nueva forma de vida, en plena actividad y éxito en el ejercicio de la profesión que había elegido. En ese periodo surge mi definitivo amor en la figura de un compañero de profesión que ejercía en una ciudad contigua. Unimos nuestras vidas después de un año de sólida amistad, en el que constatamos nuestra compenetración en todos los órdenes; ello ocurrió en el año 1929. Transcurrieron años felices, entre los que nos nacieron dos preciosas nenas. No me agradaban los continuos desplazamientos de mi marido a unos treinta kilómetros de distancia de nuestro hogar. Convinimos en traspasar la farmacia de Alcira. Realizado esto, se montó un laboratorio de especialidades farmacéuticas, actividad que Antonio ya venía desarrollando en pequeña escala. Del importe del traspaso quedó un remanente y, como siempre, de mutuo acuerdo se adquirió un flamante coche. ¡Un automóvil! Por aquellas fechas eran muy pocos los que circulaban. Nuestro cuidado Citroën de cuatro puertas causaba la admiración de amigos y envidia en otras personas; él lo denominó «nuestro brillante». Todo iba siguiendo su curso normal en un feliz hogar cuyos cimientos eran amor y trabajo. Así nos vimos inmersos en el fatídico julio del treinta y seis.

A partir de esta fecha da comienzo la narración en la que me propongo dejar un testimonio más, entre los muchos ya aparecidos, de la hecatombe en la que nos vimos envueltos todos los españoles con el estallido de la cruel guerra civil.

FACULTAD DE FARMACIA

Viejo caserón enclavado en pleno centro de Madrid, en la que aún hoy se denomina calle de la Farmacia, entre Fuencarral y Hortaleza. Entre, como máximo, un centenar de varones en el curso, éramos unas siete mujeres, muy bien acogidas tanto por el profesorado como por los compañeros.

En las aulas, al comienzo de la clase, se pasaba lista nombrando a los alumnos uno por uno, y tenían que hacer acto de presencia. El faltar sin causa justificada se consideraba muy importante, incluso para la calificación en los exámenes. El profesor requería a un alumno para que pasara a la tarima y expusiera el tema que había explicado el día anterior. Esto ocurría de una forma inesperada, y había que ir preparado por si eras el elegido. Si éste fracasaba, se le calificaba con una mala nota (un cero) y solía llamar a cualquier otro de los que estaban cercanos en la lista, lo que resultaba muy emocionante para los interesados. La mayoría adoptamos el sistema de los «apuntes», que consistía en prestar la máxima atención al profesor en su disertación e ir tomando nota de la misma. Era una eficaz ayuda para salir del paso de la forma más airosa cuando eras el agraciado. Para cada una de las asignaturas se nos había recomendado un adecuado libro de texto; en muchos casos su autor era el mismo catedrático. Don Marcelo Rivas era nuestro querido profesor en Botánica. Cuando la época y el clima eran propicios, organizaba excursiones a montes y campos cercanos; dirigidos por él y por sus auxiliares, se escogían especies para el montaje de nuestro herbario, que había que tener muy bien clasificadas para el examen de fin de curso.

En esa primera etapa de mi estancia en Madrid surgió para mí el amor en la figura de un compañero cuyo fatal destino hizo que perdiera la vida apenas estuvo graduado. Ocurrió en carretera, en accidente de coche. Ya no estaba yo a su lado, pero un familiar que si lo estuvo me narró cómo en su delirio de muerte gritaba mi nombre.

Aquello sucedió así

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