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II

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—Tendría doce años cuando empecé a saber lo que era sufrir.

Una mañana, que jamás se borrará de mi memoria, me despertó mi madre diciéndome que me levantara en seguida para irme a casa de mi tía.

Ya vestida, salí de mi cuarto.

El silencio de la casa, y los sirvientes que iban y venían, deslizándose como fantasmas, me hicieron presentir que ocurría algo anormal.

Sin saber por qué, entré en el dormitorio de mi padre, acercándome indecisa a su cama. Él me llamo al verme, y de un salto estuve abrazada a su cuello. Permanecimos así unos instantes, hasta que haciendo un esfuerzo para tragar el nudo de lágrimas que le sofocaba, exclamó:

—¡Pobre hija mía! ¡Cómo te quedas! ¡Qué imbécil he sido!

Yo no entendía; él continuó:

—Tu madre no te quiere, estoy bien seguro.

Dio un profundo suspiro, se llevó las manos a los ojos para ocultar las lágrimas, y guardó silencio.

La penumbra en que estaba envuelta la habitación, el rumor confuso que llegaba de la calle, el fatigoso respirar de mi padre, a intervalos acentuado por suspiros de dolor... todo tenía para mí algo misterioso que me aterrorizaba y me hacía enmudecer.

De súbito, como si tomara una extrema resolución, se incorporó, y me mandó ir en busca de mi madre.

Obedecí sin replicar, y pronto estuve de regreso con ella.

¡Qué escena la que allí presencié...! Se insultaron, se llenaron de maldiciones. Mi padre, haciendo un supremo esfuerzo, sacó un paquete que tenía debajo de la almohada, y se lo arrojó a la cara, diciéndole:

—Ahí tienes las cartas de Ferrario. Ya ves como tenía la evidencia. Lo que siento es que he sido un loco dejándome matar por una mujer como tú.

Mi madre quedó abatida, y en sus grandes ojos negros, que miraban al suelo, pareció brillar una lágrima; pero en seguida se repuso, y llamando a una sirvienta, le ordenó llevarme a casa de mi tía.

Era esta una vieja solterona. Vivía sola en un palacio que tenía cierto aspecto de soledad y abandono, cuyo mobiliario igualaba en antigüedad a las ideas de su dueña. Todo era umbrío en aquella casa por cuyos balcones eternamente cerrados y cubiertos de hiedra, jamás penetró el sol.

No quisiera acordarme de la temporada que allí pasé, oprimida y mortificada por las chocheces y santurronerías de aquella mujer fanática, personificación de la avaricia y del egoísmo que, si me tiene más tiempo a su lado, me manda, de fijo, al otro mundo.

Decía que mis padres eran súbditos de Satanás, y se le ocurrió que yo podía salvara los por medio de rezos, ayunos y mortificaciones, y con tan santo fin, no perdonaba ocasión de martirizarme. Para estas prácticas, era para lo único que era pródiga, aunque también eran fruto de su egoísmo, pues queriendo ganar el perdón de sus faltas, rezando por otros, siempre eran indulgencias que sumaba a su favor. Y, la verdad que, si mis padres estaban condenados, mi tía no debía estarlo menos, porque en su juventud tuvo cosas más peregrinas que mi madre. Desde los quince años, en que heredó de mis abuelos maternos el marquesado del Palmar y una cuantiosa fortuna, hasta los cuarenta, en que, gracias al padre Jacinto, se operó el milagro de su conversión, y empezó a arder en fervor religioso, anduvo corriendo en brazos del acaso, sin desperdiciar los frutos del evento, que, según me contaron, algunos fueron picantes y sabrosos.

Siempre procedió como los seres que llevamos en sí la más completa rebeldía, y hacemos caso omiso de la moral legislada por hombres que no conocerían sus propios sentimientos.

Está demás le diga que teniendo mi tía título y fortuna, su conducta siempre, cuando no tomada a gracia, fue juzgada con benevolencia; todo lo más, se la consideró una histérica o una extravagante; a lo menos, así la he oído calificar, por quien, no hace mucho tiempo, me ha contado su historia; pues yo cuando estuve en su casa era muy niña y nada sabia, y mi madre, nunca, ni por despecho, habló de ella.

Desde el día en que mi tía, no se sabe cómo, hizo amistad con el padre Jacinto, no se la volvió á ver ni en teatros ni saraos; suspendió sus fiestas, cerró sus salones, y en su casa no volvió a entrar nadie más que el buen pater.

Transformó una de las salas en capilla, y allí, arrodillada al pie del altar, ante un crucifijo, se pasaba la mayor parte de su vida rumiando oraciones.

Ahora puede usted figurarse mi vida en aquella casa, sin poder salir ni a un balcón, ni hablar, ni comer cuanto deseaba, porque raro era el día que no fuera de ayuno, y cuando no, al verme comer algo con gusto, me lo quitaba y me hacía rezar, ofreciendo la mortificación a nombre de mis padres.

No me hablaba más que del Infierno, del Demonio, así que con el terror que infundía en mi imaginación, y la debilidad que se me iba apoderando, además de enferma, me puse idiota.

Muchas veces, al conocer la historia de mi tía, he pensado en ella, y nunca he podido comprender, cómo aquella mujer que no fue tonta, que había viajado mucho, y que se había criado libre, hubiera caído en tanta imbecilidad: siendo posible beberse los sesos, y suponer que ella se los bebió, me parece inverosímil. Solo puede explicármelo la sugestión. Sabido es que por medio de la sugestión auricular vienen los curas imperando.

En fin, la cuestión es que mi tía aún vive, y que siendo yo su única heredera, los curas se comerán su fortuna, y yo no veré un céntimo.

Zezé

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