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III

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—Al volver a mi casa, encontré que mi padre había muerto, y que Ferrario ocupaba su lugar.

Comprendí entonces todo lo ocurrido, convenciéndome de que mi madre no me quería. La pobre era víctima de una pasión rayana en locura que, dominándola, fue la causa de todas nuestras desgracias.

No sé qué de extraordinario encontró en aquel hombre, para enamorarse de él perdidamente. Era un tipo guapo, pero tan pagado de su belleza que se hacía repugnante; era rico y jugador; calavera, corrompido de cuerpo y alma, y solo tenía deseos de gozar la vida materialmente. La disolución más completa minaba todas sus fibras, y, en su egoísmo de vivirla intensamente, era brutal, cínico e incapaz de ninguna acción buena o generosa, al no ser hecha por vanidad.

El hacía todo lo posible por serme amable, pero a mí, me resultaba tan antipático, que nunca pude resistirle, y en su presencia, un extraño malestar me inquietaba.

A mi madre, la hacía, sin duda, padecer porque cada vez yo la encontraba más cambiada. Estaba muy pálida, y el color amarillento de su cara, resaltaba aún más en el marco de sus cabellos, negros como plumas de cuervo. Sus ojos, hundidos, tenían resplandores extraños, y la lividez que los cercaba, daba a su mirada una expresión más fascinadora y voluptuosa que nunca.

A mí me tenían abandonada al cuidado de una vieja doncella, cuya apatía nostálgica, me hacía llegar al colmo de la desesperación...

¡Qué destino más irónico! Yo, que he sido de un carácter sentimental, casi romántico; que he soñado pasar mi vida en una casita sola, perdida en el follaje de un monte, entre seres que me amasen, para prodigarles mis cuidados y caricias... ¡amar y sentirme amada! Esa fue mi ilusión, mi sueño dorado... y en cambio, ¡he vivido siempre tan sola de alma...!

Mi interlocutora guardó silencio. Por la inflexión de la voz en las últimas palabras, me pareció que lloraba.

¡Cuántas existencias truncadas! —pensé—, ¡cuántos seres desgraciados por las tonterías humanas! ¿Cuándo se pondrá el hombre de acuerdo con la Naturaleza, y verá la realidad...? Para animarla a continuar su relato, exclamé:

—¡Oh! ¡El sentimiento! ¡Qué tontería! ¡Es la negación de la vida!

—Tiene usted razón —contestó, repuesta—. Hoy, afortunadamente, me siento pocas veces sentimental. En mi soledad no he hecho más que estudiar y observar. Mi desesperación encuentra en el estudio un calmante, y el estudio y la observación han hecho de mí un filósofo con enaguas; algo escéptico quizá, por los desengaños sufridos a mi paso por el camino de la perdición.

—Pues entonces, ¿qué entiende por camino de la perdición?

—¡Qué sé yo...! Es una convención como cualquier otra!

—Y ¿no le parece que las convenciones son el sistema más ridículo de altruismo?

—Sé decirle, que hoy no acepto convenciones que estén fuera de mí misma; que para mí no existe ni el bien ni el mal, ni lo feo ni lo bonito; que admiro lo que me agrada. Tal vez mi gusto está pervertido, porque tengo pasión por lo hórrido, por lo monstruoso. Para mí la mejor música y los mejores cuadros están en una terrible tormenta en medio del mar.

Adoro la armonía de la Naturaleza; la melodía infinita que vibra en el silencio de las cosas; la música de la noche; la poesía de un crepúsculo de verano… Detesto los detalles, la hojarasca; me gustan los esbozos, no la obra de arte terminada. Me he conmovido delante de una torre en ruina, y he llorado al murmullo de las olas en una playa, como si sintiera los sollozos, el llanto de todos los muertos tragados por el mar; como si escuchase el eco de sus voces mezcladas en una grandiosa melodía que ningún músico podrá escribir jamás.

—Eso, a mi manera de ver, revela un temperamento muy artista y un espíritu grandioso.

—No sé. Sin duda, encontrará usted en mí algunas contradicciones, porque me ha sucedido siempre un fenómeno muy curioso: parece como si hubiera un desdoblamiento de mi yo, y este fuera múltiple, o que mi materia sea instrumento donde se manifiestan varias personalidades, cada una de ellas con su carácter propio y diferente... En fin, continuaré mi narración, y usted juzgará.

Zezé

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