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Introducción

Todo elemento aislable del universo aparece siempre

como una partícula susceptible de entrar en composición

dentro de un conjunto que la trasciende.

Georges Bataille

Lo que el mundo occidental denomina naturaleza no produce desechos ni obras de arte. Pese a que no es posible conciliarlos ni disociarlos, estos dos objetos forman los polos del mundo humano. Nadie quiere al desecho, que tiene el privilegio de escapar de la propiedad privada. El arte posee, a la inversa, un innegable valor social. Volvemos a encontrar esta polaridad en el mundo industrial, donde la superproducción genera capas y más capas de residuos, mientras que lo que denominamos cultura nace de un excedente de energía. Pero los plazos que median entre la mercancía y la basura se acortan sin cesar, reduciendo el tiempo de nuestro uso de las cosas y también el tiempo de la mirada que posamos sobre las imágenes. Desechar un objeto de plástico, expulsar con el movimiento de un dedo una imagen atisbada en la pantalla son dos gestos que forman parte de un conjunto simbólico general, de una visión del mundo según la cual el ser humano ya no es más un actor de pleno derecho en la vida terrestre, sino un simple material atrapado en un mecanismo. La crisis climática, que en la actualidad se resume en el término antropoceno, va acompañada de una crisis planetaria de la cultura. ¿Qué significa el arte en un mundo donde predomina la urgencia, en un mundo que al llegar el mes de julio ha agotado los recursos renovables de todo el año?

Al igual que esos recursos naturales que han sido inscriptos y patentados o al igual que las raíces, las semillas y los minerales “pertenecientes” a industrias que los comercializan, la imagen es cautiva de las leyes del copyright. La fuerza más devastadora de nuestra época, aún más temible que los tifones y que la subida de las aguas, es la de la propiedad privada, que también invade los cerebros. Este movimiento general de privatización del mundo hace de nuestra época una suerte de pariente de la era del neolítico, en la cual se vivió la aparición de la agricultura y la ganadería: lo que hoy se está poniendo en marcha es una nueva etapa de la industrialización de lo vivo. La agricultura fue el proceso mediante el cual los seres humanos organizaron su ecosistema con el propósito de controlar el ciclo biológico de las especies domesticadas y, de ese modo, producir recursos útiles. En Europa se franqueó una nueva era a partir de finales del siglo XV: la “acumulación primitiva” del capital empezó por la confiscación de las tierras que los campesinos cultivaban en forma colectiva, una confiscación para beneficio de los propietarios privados, de quienes los campesinos pasaron a ser los empleados o trabajadores. Conocida bajo el nombre de “cercamiento” (enclosure), esta política apuntaba a constituir una fuerza de trabajo abstracta y a producir cuerpos mecanizados y deslocalizados. En el presente, nuestro neolítico digital amplía aún más este movimiento de domesticación y lo hace incluyendo nuevas entidades y conceptos como la información humana (los data) y el conjunto de lo viviente. Internet es la herramienta privilegiada de esta fase inédita de domesticación porque permite el ordenamiento mental a gran escala de las poblaciones humanas: se instala así una hipersedentarización a través de la cual el ser humano se une a la planta, al animal, a la selva o a la corteza terrestre en el gran rubro de los “recursos” materiales que resultan factibles de explotar. Por otra parte, el confinamiento mundial que marcó a la pandemia de la Covid-19 nos deja entrever lo que podría ser la etapa siguiente de esta sedentarización... Si todos los individuos habíamos ya interiorizado la idea de que nuestro papel en la Tierra consistía en ser inmediatamente utilizables por el sistema productivo, sólo faltaba usar los últimos tiempos muertos; y esto se ha realizado, con fines comerciales, por medio del espionaje de nuestras vidas privadas. Se sabe que, tras la invención de la rueda y tras la aparición de la cultura agraria, la población humana dio un giro decisivo que condujo sobre todo a la constitución de las primeras ciudades-Estado. Nada tiene de asombroso, por lo tanto, que las modalidades de gobernanza contemporánea se vean transformadas por este proceso de domesticación general de lo viviente, dentro del cual los humanos y los no humanos se ven reunidos por su condición de materia prima.

La empresa es la sucesora de las ciudades, los reinos y las naciones de antaño, que solamente subsisten en su calidad de aliados objetivos de la dominación que ejerce ahora la primera. Irónicamente, son las fronteras las que permiten que el capital escape de toda clase de control y las que obstaculizan unas verdaderas políticas ecológicas: no se le puede pedir el pasaporte a un chorro de petróleo ni se puede nacionalizar la atmósfera. Como el término ecología remite al espacio doméstico (oikos, la casa), no incita a concebir el mundo como un sistema compartido, como una red de polinizaciones y actividades conjuntas. Pero el mundo no es una “casa” administrada por un patriarca, sino un espacio que supuestamente tenemos que compartir con otras formas de vida: con lo Otro. Y allí donde la ecología “considera siempre y exclusivamente el medio ambiente en términos de hábitat”, como lo ha escrito Emanuele Coccia, resulta clave “reconocer que existe lo inhabitable, que el espacio nunca podrá ser habitado de manera definitiva” (1) y que se trata, más que de establecerse, de mezclarse mejor.

La crisis climática es, sin embargo, el primer acontecimiento que sincroniza a las sociedades humanas desde el desembarco de Cristóbal Colón en América. En la catástrofe ecológica, los pueblos amazónicos y los dirigentes del G7 comparten de nuevo una misma actualidad. A falta de algo mejor, celebramos esta sincronía desastrosa que incita a nuestras conciencias a que reconozcamos las interacciones y los lazos entre culturas, formas de vida y ecosistemas: aquello que Occidente se ha empecinado en destruir desde hace varios siglos. Sucede que los humanos y los no humanos, por primera vez desde la era del neolítico, se ven forzados a inventar un modo de cooperación, mientras la tecnología humana se ve obligada a buscar eso que Peter Sloterdijk llama una “homeotecnología”; es decir, un saber técnico que opere en el interior de las fuerzas naturales en vez de violarlas mediante un vínculo de dominación. La China taoísta, los dogones de Malí, los cherokees o los mapuches ya habían optado por esta forma de pensar según la cual no todos los retrocesos son malos, con la salvedad de que no se trata, justamente, de un paso atrás, sino de la inclusión tardía de las voces que fueron silenciadas por Occidente.

Al mismo tiempo, el individuo conectado vive la inmediatez de la información en tiempo real, sobreexigido, bombardeado por acontecimientos más o menos artificiales. La densificación se apodera del planeta, y la población humana del siglo XXI tiene que afrontar una saturación sin precedentes. Si esta es, sin duda, la era de la sincronización de los tiempos, el capitalismo y la catástrofe ecológica nos conducen, los dos, hacia su versión estándar: en otras palabras, a una homogeneidad y una universalidad abstractas. Las luchas en pos de nuevos “colectivos” están lejos de haber disipado la ideología dominante, construida sobre un juego de oposiciones binarias y abstractas. Al auge de las homeotecnologías tiene que acompañarlo, no obstante, un nuevo holismo, un enfoque o un abordaje inclusivo del mundo, un pensamiento inmerso en ese medio natural que nos han enseñado a percibir como un “entorno”. Lo que Jacques Lacan bautizó el “estadio del espejo” es ese momento en que el niño se percibe por primera vez en su totalidad y no como un conjunto de fragmentos. Tengo la convicción de que el antropoceno funciona como un “estadio del espejo” colectivo, proponiendo la imagen de un universo por fin integral, hecho de lazos vitales y de codependencias, en reemplazo de un mundo hecho trizas por la depredación económica. Este enfoque inclusivo del mundo se orienta, entre los artistas de nuestro tiempo, hacia una forma actualizada de totemismo. Lo cual nos conduce a la antropología, pues este término designa un modo de organización social fundado sobre el principio del tótem: es decir, la convicción de que existe un lazo, una comunión esencial, entre una persona (o un grupo) y las especies naturales, sean estas animales, vegetales o incluso atmosféricas. La idea central del totemismo es la existencia de un lazo, de una conaturalidad dinámica entre los humanos y su medio.

El antropoceno nos brinda otra lección: oponerse al capitalismo globalizado, al pensamiento colonial y al patriarcado es una sola cosa porque allí están las tres facetas de un mismo objeto ideológico, tres declinaciones de un sistema de pensamiento donde podemos localizar el origen de la separación que ha establecido Occidente entre naturaleza y cultura. A partir del siglo XVI, después de que se decretara en Europa la disociación entre el cuerpo vil, puramente animal, y el espíritu divinamente designado para controlarlo, fue muy fácil condenar el “estado natural”, donde fuera que este existiese. La racionalización capitalista del trabajo resulta indisociable de este corte tajante entre el ser humano y su medio, ya que ella misma es a la vez inseparable de una división de la naturaleza en unidades abstractas y comercializables. Pero también lo es un fenómeno que se comenta menos: en efecto, antes de convertirse en el sitio de su trabajo remunerado, los campos comunales representaban para los aldeanos un espacio de vida y de subsistencia, su medio. El arte ha seguido un camino comparable: a partir de ese momento de expropiación (de cercamiento), se generalizó en Europa un mercado privado de obras de arte que hasta entonces eran, básicamente, producidas en el seno de una comunidad o de un medio. Lo que se llama la “edad de oro” de la pintura holandesa corresponde a la generalización, durante el siglo XVII, de las grandes expropiaciones agrícolas y de la explotación planificada de las colonias del continente americano. “En otros períodos de la historia, el artista producía para una corte, para un mecenas, para una secta religiosa o para un partido político. Solamente después de la instauración del sistema capitalista, el artista fue llevado a producir para un mercado, para unos desconocidos en el otro extremo del mundo”. (2) Arrastrado a este movimiento general de racionalización abstracta, el arte, a pesar de todo, ha logrado preservar, bajo unas formas a menudo clandestinas o parciales, ciertos aspectos de la función social y de las prácticas espiritualistas provenientes de las sociedades precapitalistas, aspectos que ningún otro ámbito de la actividad humana podía cobijar así. Hoy tenemos que explorar la historia del arte como si fuese una red de galerías subterráneas y volver a coser los lazos rotos.

En mi libro previo, La exforma, (3) traté de mostrar cómo el arte moderno, a partir de Gustave Courbet, se constituyó en un lugar para el regreso de los seres y las cosas rechazadas por el poder: en una fuerza centrípeta que vuelve a dar vida pública a lo expulsado por la fuerza centrífuga. Estas exformas, fruto de negociaciones fronterizas entre lo excluido y lo admitido, entre la mercancía y el desecho, se manifiestan en tres grandes áreas: la ideología, el psicoanálisis y el arte. Antes aún, en Formas de vida, (4) había afirmado la necesidad de “hacer de nuestra vida una obra de arte” como verdadero imperativo categórico de la modernidad artística. Y un poco más tarde, en Estética relacional, (5) traté de teorizar las maneras mediante las cuales una nueva generación de artistas, en los años noventa, se adueñaba de la esfera interhumana y hacía de ella un reservorio de formas que permitieran repensar la actividad artística. Me doy cuenta, ahora que ha pasado el tiempo, que estos libros describen tres facetas del artista: como figura de excepción en el mundo capitalista, como inventor de estrategias que sean refractarias a la esfera productiva, como resistente a la dominación del valor-trabajo. Estos diferentes esbozos de una antropología del rechazo describen unas prácticas a través de las cuales el arte conservó unos valores sepultados o marginalizados por el proceso de racionalización de las existencias o por la exterminación de los pueblos que portaban estos valores. Pues, contrariamente al trabajo tal como se lo concibe y se lo vive en la economía capitalista, el artista sólo se somete a su propio orden y produce objetos en los cuales él/ella se reconoce, proyectando en ellos su persona. Los modos de trabajo que los artistas elaboran, la singularidad sociológica de la que se benefician, pero sobre todo los contenidos de sus trabajos, irreductibles a la ideología productivista, hacen de los artistas de la era capitalista los herederos de los magos, de los alquimistas y de las brujas de la Edad Media, dado que ocupan en nuestros días una posición análoga a la de todos ellos. Sin embargo, si los poderes toleran la presencia del arte en los márgenes de nuestro sistema es porque no constituye una amenaza directa: de esta manera pueden expresarse, desde el interior del sistema, unas ideas que serían indudablemente acalladas si provinieran de un espacio directamente “productivo”. ¿Cómo no advertir que, hoy, en el arte contemporáneo, se manifiesta, aquí y allá, la llama de los espacios confiscados, de las tradiciones matriarcales silenciadas, de las fiestas y los carnavales, del vagabundeo, de la magia animista y del encantamiento, de los cuerpos no sujetos a lógicas disciplinarias y de las espiritualidades vinculadas con la naturaleza? Con el objetivo de entender la naturaleza y las razones de esta persistencia, recurriré al concepto melanesio de mana, que la antropología define como un poder espiritual, una eficacia simbólica vehiculizada por ciertos objetos o por ciertas personas. Este objeto impalpable, al que Claude Lévi-Strauss le atribuyó la cualidad de ser una “forma de pensamiento universal y permanente”, reúne los fetiches y las instalaciones contemporáneas en un mismo espacio, el de una resistencia estética a la ideología utilitaria y productivista.

Occidente ha forjado un principio estético que ilustra a la perfección el binarismo occidental nacido de la separación entre naturaleza y cultura: es la oposición entre la materia y la forma. Dicha oposición fue formulada en primer lugar por Aristóteles (hylé, la materia pasiva, que recibe a morphé, una forma activa) y ha sido prolongada en todos lados, sobre todo en la estética de Schiller, para quien la forma representa el “principio espiritual” que viene a trabajar y a ordenar el material “amorfo”. Aunque hoy esta dualidad nos parece obvia, también se la puede percibir como el más sutil y el más pernicioso de los condicionamientos, como la contribución del arte al pensamiento binario sobre el cual se ha fundado la mecánica occidental de la dominación del mundo. ¿Dónde está la gallina, dónde está el huevo? ¿Cuál es la causa primera de esta cadena de oposiciones que ha terminado estructurando la casi totalidad de la vida humana y a la que los actuales trastornos climáticos nos obligan a responder disolviendo estas oposiciones con una visión relacional e inclusiva del mundo? Lo que aparece con claridad es que la materia, la “naturaleza” descalificada como “entorno”, la mujer, el salvaje, el pobre y todos los individuos fuera de norma deben someterse a la voluntad del principio activo, aceptar esta condición de soporte donde vienen a estamparse el adoctrinamiento y la sujeción. El hylé y la morphé, he aquí la fórmula algebraica del sometimiento inscripta desde hace dos mil años en la teoría del arte occidental.

¿Cuál es el efecto mayor del antropoceno, si no esta toma de conciencia? Nos corresponde a nosotros, después de haber reducido el mundo al estado de un gran almacén de objetos, repoblarlo con sujetos activos que estén dotados de derechos. Como la noción de sujeto se ha construido en Occidente sobre una serie de exclusiones, hoy se trata de extenderla y de diseminarla: pues, como ha escrito Anselm Jappe, “la forma-sujeto es de origen masculino y se formó sobre el modelo de vínculo jerárquico entre alma y cuerpo, espíritu y naturaleza, forma y materia, como lo indica la etimología de la palabra materia: mater, madre”. (6) El sujeto occidental se ha formado a partir de una gleba indiferenciada, constituida de una cantidad de no sujetos, demasiado “naturales” para verse integrados. En 2008, Ecuador fue el primer país del mundo que reconoció a su ecosistema como una entidad política, cuyo derecho “a existir, persistir, mantener y regenerar su ciclo vital” fue inscripto en la Constitución. Nueve años más tarde, en Nueva Zelanda, una votación del parlamento le atribuyó al Whanganui, un río sagrado para los maoríes, el estatuto de persona jurídica. La nueva clasificación de los no humanos como sujetos de pleno derecho (en otras palabras, su paso de la materia a la forma, de la cosa a la persona) es uno de los mayores desafíos del antropoceno: el pensamiento orientado al objeto, esa corriente filosófica que hemos podido celebrar como una saludable crítica al antropocentrismo, puede percibirse también como un caballo de Troya de la cosificación, (7) como una preparación mental para una nueva fase de abordaje del planeta, en el momento en que la multiplicación de la cantidad de personas o de sujetos jurídicos parece la prioridad absoluta. El arte contemporáneo (que, no obstante, se presenta a priori como la confrontación entre un objeto y un sujeto humano) constituye en la actualidad un laboratorio de la materia porque ya no se limita a explorar los procesos mediante los cuales los humanos se ven transformados en cosas o en datos, sino que inventa unos puntos de pasaje entre diversos sistemas del ser y distintas formas de vida.

Con este libro, me gustaría contribuir al surgimiento de una estética inclusiva que requiera un aprendizaje de la mirada y que surja, finalmente descentrada, en el seno de un universo plurivalente donde se incluya a los no humanos. Basada en una visión amplificada de la antropología, esta estética ratificaría el final de los binomios que estructuran el pensamiento predador de Occidente y apuntaría incluso a su completa disolución. En esta estética inclusiva, formas y materias constituyen una suerte de cooperativa, tal como sucede entre el ser humano y lo que se denominaba antes, no sin desdén, su entorno. El pensamiento y el discurso artístico en particular no pueden limitarse más a esa posición “crítica” a la cual se los quiere reducir. En lugar de reaccionar ante las formas, las imágenes o las ideas con las herramientas que hemos heredado, se ha hecho necesario elaborar nuevos útiles. Y, desde esta misma perspectiva, hace falta que a todas las especulaciones sobre la estética humana les sumemos las presas que construyen los castores, la polinización de las abejas o la abstracción de las mariposas... Si estas últimas componen orgánicamente unas formas en sus alas, mientras que el ser humano externaliza las formas y las proyecta delante de él, ¿no se trata de una simple diferencia de medios? Este método antropológico, en la órbita del pensamiento de Claude Lévi-Strauss y de quienes prolongaron sus ideas, se niega a considerar al ser humano como objeto porque un objeto solamente existe en la esfera de lo útil; a la inversa, considera al mundo como un sujeto y dialoga con las moléculas que lo componen, con las mareas y los vientos, con formas de la vida social como los algoritmos y el silicio... Esta antropología extendida, de la cual el artista bien podría ser el piloto de pruebas, asume el hecho de ser tan ambigua como lo es el término antropoceno: en los dos casos, lo humano se resume en sus efectos.

Partiremos, así y todo, del postulado de que la actividad artística es pasible de una reflexión inclusiva: en vez de entenderla como una excepción puramente humana frente a una naturaleza considerada como mero decorado, veámosla como una variante intensa en el conjunto de los signos que se emiten en este planeta, estudiémosla como si fuera el caso particular de una producción general que, por razones ideológicas, el mundo occidental ha relegado a un segundo plano. Para ello, volvamos al término del cual deriva la palabra “arte”, el latín ars que conservó largo rato dos significados hoy disociados: ars, según Erwin Panofsky, “indica la capacidad consciente e intencional de producir objetos [...] de la misma manera que la naturaleza produce fenómenos [...]. En ese sentido, la actividad de un arquitecto, de un pintor o de un escultor podía, en pleno Renacimiento, definirse aún como arte de igual modo que la actividad de un tejedor o de un apicultor”. (8) Reconciliar el objeto y el fenómeno, el pintor y el apicultor, es una de las ambiciones de este libro. No obstante, lejos de preconizar un simple regreso a un arte y un pensamiento precapitalistas, trataré de mostrar que se preparan nuevas síntesis y que es posible extraer de ellas la esencia de una nueva Modernidad. En sus desarrollos más recientes, el arte contemporáneo ha seguido una evolución paralela a la de la antropología, ampliando y abriendo su punto de vista al mundo no humano. Numerosos artistas se consagran a representar o manipular las estructuras elementales de lo viviente y los componentes atómicos de los objetos sociales, haciendo que la brecha de visibilidad máxima, el contraste entre lo molecular y lo molar, sea el hecho estético más notable del siglo XXI. Para tomar un ejemplo bien actual: una epidemia constituye el paradigma de esta brecha máxima porque hace que convivan unas partículas que son invisibles a nuestros ojos con unos objetos macizos provocando, en la esfera humana, en los grupos de animales o en la atmósfera, perturbaciones visibles desde un satélite.

En el seno de la catástrofe climática, el arte podría construir un modelo alternativo y una inspiración para las actividades humanas. Para persuadirse de ello, bastaría dar un paso al costado, en dirección a aquellas sociedades calificadas de “primitivas” que han integrado la actividad artística a su funcionamiento cotidiano. Bastaría observar cómo en Japón los arreglos florales, la cocina, la degustación del té o la forma de poner la mesa constituyen formas de arte. O recordar que en India “la pintura y la escultura constituían una sola y misma categoría de arte junto con la cocina, la brujería y la cría de caballos”. (9) O, en su defecto, dar un paso hacia atrás, en dirección a las cavernas donde se originaron las manifestaciones iniciales de la especie humana: el arte prehistórico, espejo del caos de los orígenes (la cueva representa el mundo en un estado inacabado, incompleto) y prueba de una cohesión con la vida animal que presenta rasgos de totemismo. La catástrofe ecológica nos conmina hoy a replantearnos el espacio que nuestras sociedades le han asignado al arte. La creatividad, el espíritu crítico, el intercambio, la trascendencia, el vínculo con el Otro y con la Historia, todos valores intrínsecos a la práctica artística resultan también vitales para el futuro de la humanidad. Tenemos necesidad del arte para darle sentido a nuestras vidas, algo que no nos proporciona el sistema bancario. Tratando de desplegar algunas de las figuras estéticas que flotan en el capitalismo planetario, este libro intenta, a la vez, describir los retos de la actividad artística en tiempos del capitaloceno y abogar para que se la reconozca como una necesidad vital.

1 Emanuele Coccia, La Vie des plantes. Une métaphysique du mélange, París, Rivages, 2016, p. 121; trad. esp.: La vida de las plantas. Una metafísica de la mixtura, Buenos Aires, Miño y Dávila editores, 2017.

2 Meredith Tax, “Introductory: Culture Is Not Neutral. Whom Does It Serve?”, en Radical Perspectives in the Arts, Baltimore, Penguin, 1972; citado por Joseph Kosuth en “L’Artiste comme anthropologue”, en Le Jeu du dicible, París, Beaux-Arts éditions de Paris, 2018, p. 109.

3 L’Exforme. Art, idéologie et rejet, París, PUF, 2017; trad. esp.: La exforma, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2015.

4 Nicolas Bourriaud, Formes de vie. L’art moderne et l’invention de soi, París, Denoël, 1999, reedición en 2009; trad. esp.: Formas de vida. El arte moderno y la invención de sí, Murcia, Editorial CENDEAC, 2009.

5 Nicolas Bourriaud, Esthétique relationnelle, Dijon, Les presses du réel, 1998; trad. esp.: Estética relacional, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2008.

6 Anselm Jappe, La Societé autophage. Capitalisme, démesure et autodestruction, París, Éditions La Découverte Poche, 2017, p. 55; trad. esp.: La sociedad autófaga. Capitalismo, desmesura y autodestrucción, Logroño, Pepitas de Calabaza, 2019.

7 “Réification”, escribe Bourriaud. El término es uno de los conceptos centrales de su libro La exforma y significa “cosificación” [N. del T.].

8 Erwin Panofsky, Vida y arte de Alberto Durero, Madrid, Alianza, 1989.

9 Jindřich Chalupecký, “Art et transcendance”, en Marcel Duchamp. Colloque de Cerisy, 10/18, París, Union Générale d’Éditions, 1979, p. 21.

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