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Оглавление3. La densificación del mundo
Sobre el modelo de la catástrofe, el antropoceno acerca y pone hoy en contacto a unas esferas tradicionalmente disociadas en las culturas occidentales. Dibuja así, por medio de los nuevos pliegues que forma en la Tierra, una topología en la cual el plástico y los océanos, el hielo marino y el carbón, las selvas tropicales y los consumidores de Nutella, los murciélagos y el sistema hospitalario se ven brutalmente relacionados. Los ecosistemas se tocan, las interdependencias se ven a simple vista y la distancia palpable que separa a cada ser humano del resto del mundo se reduce día a día. ¿Quién puede mirar un hisopo o una taza de plástico como antes? La pandemia ha demostrado que un mercado en Wuhan puede tener un efecto directo en la banca mundial, causar una disminución de la polución atmosférica y la instauración de una distancia reglamentaria entre los seres humanos. La distancia es un concepto elástico y nuestro espacio evoluciona a gran velocidad. Anna Tsing sugiere que el pasaje del holoceno al antropoceno podría ser la desaparición de esos refugios a partir de los cuales las especies pueden reconstituirse al cabo de un acontecimiento mayor, como los gigantescos incendios de 2020 en Australia, la desertificación o el avance de las carreteras a través de la selva amazónica. (23) Por otra parte, en un ensayo que toma al elemento acuático como un punto de intersección entre el feminismo y la ecología, Astrida Neimanis menciona la asombrosa tasa de bifenilos policlorados presente en la leche materna de las mujeres de las regiones árticas, lo que reconstituye una cadena tóxica que va desde las fábricas a los ríos, y de los ríos a las lluvias ácidas y al viento, para acabar en los océanos y en la cadena alimentaria.
La pérdida de las distancias provoca la densidad. “Las imágenes y los mensajes”, escribió Jean Baudrillard, “se han vuelto tan proliferantes, indiferenciados e imposibles de seleccionar que terminan impidiendo toda forma de intercambio”. (24) En el mundo de la hiperproducción industrial, donde los desperdicios se acumulan sin verdadera esperanza de reciclaje, la sobrecarga o saturación se ha vuelto un dato crucial: sabiendo que todo pensamiento implica generalizaciones y, por lo tanto, olvidos puntualmente elegidos, ¿cómo pensar en un espacio-tiempo saturado? Un mundo donde nada se pierde es un mundo donde el pensamiento ha sido condenado, como ocurre en el cuento de Jorge Luis Borges, “Funes el memorioso”, donde un hombre incapaz de olvidar la más mínima de las cosas termina suicidándose. En el mundo del silicio, de los smartphones y de las redes sociales, todas las señales se aglutinan hasta formar una suerte de capa geológica: cada palabra y cada imagen adquiere una densidad mineral que instala en nuestra civilización la ilusión de constituir un paisaje inalterable y definitivo, como esas montañas de desperdicios cuyo aspecto monumental estriba en millones de residuos minúsculos. La industria del registro se confunde con los mismos flujos de comunicación: ser es registrarse. Como ninguna presencia puede ser tenida por intensa fuera de la hipótesis de su borrado, nuestra presencia se vuelve espectral, hecha de filigranas y de píxeles, mientras que la memoria humana se transforma en un gran depósito de almacenamiento, con pasillos oscuros e intercambiables... En la congestión contemporánea, nuestro vínculo con las obras del pasado no se determina más en función de los avatares de un contexto cultural hecho de rupturas y de rescates, como ha sido el caso hasta hoy, sino más bien en una cacofonía hipermnésica donde uno se registra en el proceso de registrar.
Este paisaje abarrotado generó un fenómeno de recuperación compulsiva, que se traduce, por ejemplo, en el enciclopedismo que exhiben algunas exposiciones. Considerables colecciones de objetos o de imágenes forman, así, la base de trabajo de numerosos artistas contemporáneos, cuyas obras consisten en un “archivo focalizado”: la búsqueda de la exhaustividad adquiere entonces cualidades estéticas, el museo se presenta como un formato, el archivo como un modo de composición. El hecho de que ningún visitante pueda terminar de recorrer unas instalaciones tan abundantes que su mirada nunca podría circunscribirlas y que su imaginación nunca podría inventariarlas tiene el mérito de ofrecer un equivalente contemporáneo del aura en la obra de arte, cuyo desvanecimiento deploraba Walter Benjamin. La “lejanía” metafísica de antaño se ve entonces suplantada por el infinito de las listas y de los depósitos. En esa masa de informaciones y de objetos, las estrategias de postproducción (25) desarrolladas por los artistas a partir del siglo pasado encuentran hoy una materia más directamente política, por medio de la noción de desarrollo durable y de los principios éticos que todo esto origina: la recuperación y el reciclado. Las instalaciones de Thomas Hirschhorn, que reúnen masas colosales de documentos en torno a un tema o un autor determinados, dentro de contextos que asimismo están hechos de materiales recuperados, constituyen el paradigma del archivismo sublime. Pero este se apoya en una paradoja más y más amenazadora: al mismo tiempo que una tormenta de imágenes se apodera de las redes sociales, que unos tsunamis de productos culturales entran y salen de los depósitos de Amazon, la obra de arte sobrevive desde hace algún tiempo en zonas secas, incluso desérticas. Por un lado, un enjambre de imágenes o de objetos; por otra parte, la baja intensidad de las respuestas que les dirigimos. Porque si existe hoy un área de escasez, una mercancía que se ha vuelto rara, es la mirada activa de los seres humanos frente a las formas artísticas: esa mirada que, porque responde, hace que exista la obra de arte.
Como un efecto de esta superproducción general, la noción de polución domina cada vez más el imaginario contemporáneo. Nos rodea una densa capa de smog visual, una bruma de apariencia tóxica constituida de una masa exponencial de imágenes. En la imaginación del siglo XXI, los productos culturales tienden a formar un estrato autónomo, como las aglomeraciones de plástico que invaden los océanos. Esta manía de la polución se traduce por medio de extrañas concepciones de los lazos interculturales, como lo prueban los recientes debates sobre la “apropiación cultural”, expresión que lleva a la idea de una cultura “pura” que revelaría una identidad esencializada. La ideología occidental, basada en la propiedad privada y el binarismo, irónicamente ha encontrado cómplices en las prácticas artísticas identitarias: usando el concepto de “apropiación cultural” se tiende a negar la circulación de las ideas y de las formas, en nombre de una ética del derecho al uso exclusivo, y se valida, por lo tanto, el indicador ideológico del capitalismo so pretexto de denunciar las derivas neocoloniales. Estos debates recientes vinieron a ocultar una relación de poder fundamental, la del ser humano sobre el conjunto de los no humanos. Más grave aún, estos debates obstruyen cualquier intento de reflexión en torno a un ecosistema global en el cual el intercambio equitativo primaría sobre la propiedad privada de los elementos culturales o naturales. Con estas discusiones bizantinas percibimos hoy los límites de un diálogo artístico que se ha vuelto autárquico; quiero decir, sin lazo exterior alguno con lo humano, separado de todo cosmos, para emplear la terminología de Warburg. Como respuesta a la globalización económica, el arte se ha focalizado desde fines del siglo XX en la cuestión del poder, de las normas y de las diferencias culturales, que lamentablemente desembocan en discusiones entre grupos humanos cada vez más segmentados. Rechazando todo lo que, de lejos o de cerca, podría parecerse a un universal, se llegan a considerar las especificidades culturales como propiedades privadas y se silencia, además, la posición dominante de la especie humana sobre el conjunto de todo lo existente. El antiuniversalismo aparece aquí como el último refugio del humanismo clásico: sólo un verdadero interseccionismo, operando entre estas luchas sectoriales, constituiría una alternativa creíble.
Un planeta donde el menor espacio parece haber sido tocado por la humanización, una producción masiva de objetos cuya obsolescencia ha sido programada, unas culturas que colisionan con promiscuidad: de esta situación inédita, el arte tiene que aprender a extraer esa energía diferencial evocada por Lévi-Strauss, la chispa de un choque entre dos piedras. La antropología nos recuerda, de hecho, que el arte no es la presentación de una cultura, sino “también una guía, un modo de instrucción [...] de aprendizaje de la realidad ambiente”. (26) Lévi-Strauss toma un ejemplo simple: después de los grandiosos paisajes sobre los cuales se recortaban las figuras humanas de la pintura clásica, los pintores impresionistas escogieron los paisajes del suburbio, “un campo, unas casas simples, algunos árboles débiles” y se concentraron en “el aspecto fugitivo de las cosas”, algo opuesto a esa sensación de permanencia que se experimenta en el arte de los siglos precedentes. Es la pintura de una sociedad que ha aprendido a renunciar a cierto marco de vida, explica Lévi-Strauss. Poco después, las pinturas cubistas mostraron nuestra “coexistencia con los productos de la industria humana” y pintaron un mundo “totalmente ocupado por la cultura y los productos de la cultura”, (27) antes de que el arte abstracto manifestara la necesidad de evadirse fuera de las coordenadas espaciales más frecuentes. Claude Monet, con sus encuadres aleatorios y sus series, fragmentando los paisajes, pasando diversas horas del día delante de ellos como una suerte de instrumento óptico, forma parte de esa generación de artistas que prefigura la posibilidad de una mirada no humana sobre el mundo. Con Les Nymphéas [Los nenúfares] nos encontramos en medio de un espacio pictórico que prescinde del punto de vista humano. En la actualidad, Gerhard Richter, pasando indiferentemente de la abstracción al hiperrealismo como un microscopio en regulación perpetua, es el heredero de esta estirpe de artistas que resolvió su vínculo con el mundo por intermedio de la máquina y que tradujo su horror a la promiscuidad con un renunciamiento a la mirada. Ahora bien, ¿cómo describir las relaciones que los artistas mantienen en la actualidad con el mundo exterior? ¿Por medio de qué dispositivos nuevos perciben ellos su medio social?
Para empezar, la geografía del capitaloceno se caracteriza por ser exhaustiva, por primera vez en la historia. Es una imagen sin zona, borrosa, pixelada por los satélites, conocida y registrada hasta la última piedra. Ya en 1932, cuando el proceso no había llegado a su término, el poeta Paul Valéry reflexionaba acerca de las consecuencias de esta anexión total del planeta que llegó a efectuar la administración humana. Dado que marca una época, voy a citar el pasaje en su integridad:
Toda la tierra habitable ha sido ya, en nuestros días, conocida, inventariada, compartida entre las naciones. Ha finalizado la era de los terrenos baldíos, de los territorios libres, de los lugares que no pertenecen a nadie y que, por lo tanto, era la época de la libre expresión. Ya no hay una sola piedra que no ostente una bandera; ya no hay agujeros en los mapas, ni regiones sin aduanas o sin leyes, ni tribus cuyos asuntos no engendren algún legajo y no dependan, por los maleficios de la escritura, de diversos humanistas sentados en sus lejanos despachos. Ha comenzado el tiempo del mundo finito. Lo que ahora viene es el relevamiento general de los recursos, la estadística de la mano de obra, el desarrollo de los medios para relacionarse. (28)
Este movimiento general prolonga el proyecto colonial diseminándolo, pues ahora es asunto de todos, y trae la pérdida definitiva de otros lugares bajo el embate de la estandarización “humanista”. Nuestro siglo XXI se ve confrontado a los efectos del “mundo finito”, a tal punto que su geografía está siendo modelada por una fuerza gigantesca: la densidad. La superpoblación humana crea, de este modo, nuevos “pliegues” en los ecosistemas, causando convivencias y colisiones inéditas. Con la deforestación, pone en contacto a unos animales salvajes con unos criadores domésticos, lo que ofrece nuevas cadenas de transmisión a un virus devastador. Y la epidemia de la Covid-19, que ha instalado la “distancia social” como consigna mundial, es simultánea al control de nuestro espacio relacional, capaz de recomponer la ciudad contemporánea de acuerdo con su lógica. Observemos que esta generación de artistas, que en los años noventa se amparó de la esfera de las interacciones humanas a modo de matriz formal, anticipaba sin saberlo varias problemáticas que hoy se han reactualizado con la catástrofe climática. La ocupación racional de ese “mundo finito”, pura superficie a explotar, se basa en la competencia de todos contra todos, la que ocurre en paralelo a la desaparición de los espacios comunes en la urbe: las rejas que impiden que los indigentes accedan a los parques, las barras o los pernos que se colocan en los bancos públicos con el fin de impedir toda clase de descanso prolongado, el mandato a permanecer en los hogares. Como el plan de ocupación del “mundo finito” no comportaba más zonas intermediarias ni reservas, esta lógica de la densidad tiene el efecto secundario de pulverizar los signos culturales en la superficie del planeta. De este modo, uno se puede creer en México estando en pleno París, uno puede sentirse en China estando en determinado barrio de Nueva York o puede pensar que está en Austria mientras asiste a un tifón porque los sitios ya no están atados a unos territorios físicos: son indicadores culturales susceptibles de honrar a cualquier territorio. Las culturas se replantan en todas partes de la Tierra, bajo unos invernaderos calefaccionados donde unas señales de cultivo, arrancadas de su suelo, nutren jardines vitales.
El arte del siglo XXI expresa esta promiscuidad entre los espacios y las esferas, efecto de un mundo sobresaturado. Impacta ver que ningún material y ninguna técnica garantizan hoy la unidad de una cultura; coexisten estilos heterogéneos, incluso en las sociedades homogéneas, y estos circulan en el mundo entero. Esta situación histórica, totalmente singular, nos lleva a pensar que el arte de hoy es un arte de la promiscuidad global, fruto de sociedades cada vez más caleidoscópicas. Esta constatación vale para el planeta entero. Y los artistas, para reflejar su tiempo, pueden trabajar en cualquier lado. Cuando menos se muestran lugares específicos, más se muestra esta época que es la del desarraigo o del desenraizamiento. Tomaré como ejemplo a tres artistas que proponen, cada cual a su manera, una definición formal radical del individuo contemporáneo: Ambera Wellmann, Paul Chan y Tala Madani.
En la pintura de la primera, los cuerpos humanos son casi siempre capturados en un encuentro erótico que los dilata o los dispersa. La artista canadiense planta unos bloques cromáticos sobre unas superficies monocromas; no instala en forma tranquila las figuras sobre los fondos, sino que ciertos detalles permiten a veces que se sitúen en una habitación. Los contornos no corresponden a las superficies que delimitan, pero se interrumpen, se ramifican o se diluyen entre efectos de sudor y de luminosidad que transforman la carne en porcelana. La geometría espacial ha desaparecido, ya no hay arriba o abajo, ya no hay derecha e izquierda ni planos ni volúmenes: Wellmann representa un mundo después del big bang, una sopa primitiva en la que estarían sumergidos unos cuerpos contemporáneos que se interpenetran al mismo tiempo que absorben las cosas y los seres que los rodean.
De un modo aparentemente contrario, Paul Chan representa al ser humano como si fuera un sobre vacío: hechas de tubos de tela que terminan en ruidosos sopladores que las hacen gesticular en forma continua, estas figuras (los “respiradores”, según el nombre que les da el artista) se toman al pie de la letra la palabra pneuma, término mediante el cual Aristóteles designaba el soplo vital, el alma o el espíritu. Pneumático, entonces, e hinchado por el viento, de acuerdo con Paul Chan, al ser humano no lo mueven más que las maquinarias. Pero ¿se agita porque está atrapado en una tormenta? Una película de animación (en dos entregas) que Chan realizó en sus inicios, My birds...trash...the future (2004), mostraba ya a humanos, pájaros y perros arrastrados por unas ráfagas de viento llenas de desechos. Una escultura más reciente, titulada Pentasophia (o La felicidad de vivir en la catástrofe del mundo occidental), toma a los personajes fantasmales que Samuel Beckett concibió para su obra Quad y los incluye en la acción de La ronda, de Henri Matisse, que inspira obviamente ese título irónico. Huecos y pasivos, los humanoides de Paul Chan están metidos en una catástrofe digna del marqués de Sade, en el furor mecánico de la explotación de los cuerpos. Chan ha consagrado, por cierto, un largo video al marqués: Sade for Sade’s Sake (2009).
Existe una violencia similar en el universo de Tala Madani, que también realiza películas de animación poniendo en escena unos cuerpos (en su mayoría, son masculinos y parecen oriundos de Medio Oriente), pero en el marco de un universo abstracto y burlesco. Cada uno de sus cuadros parece salir de una única escena: ella necesita un “espacio abstracto”, así ha explicado, un “espacio variable en cuyo interior se vuelve posible cualquier clase de acción”. De origen iraní, Madani también presenta a habitantes de un mundo totalitario que parecen obedecer a mandatos de violencia. Desprovistos de interioridad, la reemplazan con la exposición de sus escorias y sus pulsiones, bajo unas luces violentas, como marionetas que se dirigen al matadero. Si la pintura de Tala Madani reinventa la representación humana es por su tratamiento del binomio luz/color, al que ella sustituye por un vasto registro de efectos especiales. Su fuerza proviene de esta particularidad escenográfica: sus temas, sus figuras humanas esbozadas con un trazo ondulante o reducidas al halo luminoso que les sirve de contorno se ven inmersas en una espesa oscuridad de la que emergen unos proyectores luminosos y cegadores, rodeados de pálidas pantallas de computadoras, cercados por la brutalidad de las linternas de los teléfonos celulares o de las sirenas y las luces de la policía. En la obra de Tala Madani, la luz es una fuente de opresión y el ser humano es un títere que cumple, de manera simultánea, el rol de herramienta asesina y de materia inerte.
En resumidas cuentas: es sin duda porque refleja o muestra sin concesiones la asfixia física y mental de las sociedades contemporáneas que el arte contemporáneo ocupa, en todas partes donde la tradición no regula sus representaciones, el lugar de una Casandra o la posición de un paria.
23 Anna Tsing, “Feral Biologies”, en Anthropological Visions of Sustainable Futures, Londres, University College London, febrero de 2015.
24 Jean Baudrillard, “L’antidote au mondial est du côté du singulier” [2008], en Entretiens, París, PUF, 2019, p. 419.
25 Nicolas Bourriaud, Postproduction. La culture comme scénario, Dijon, Les presses du réel, 2001; trad. esp.: Postproducción. La cultura como escenario: modos en que el arte reprograma el mundo contemporáneo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2004.
26 Georges Charbonnier, Entretiens avec Claude Lévi-Strauss, París, Presses Pocket, 1961, p. 164; trad. esp.: Entrevistas con Claude Lévi-Strauss, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2006.
27 Ídem, p. 167.
28 Paul Valéry, Regards sur le monde actuel et autres essais, París, Folio Essais, 1954; trad. esp.: Miradas sobre el mundo actual, Buenos Aires, Losada, 1954.