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I. La obra de arte en el calentamiento global

1. El antropoceno, un paisaje relacional

Fue por medio del arte contemporáneo que descubrí la urgencia climática, en tiempos en que aún era estudiante. Supe, más precisamente, que la atmósfera terrestre estaba ligada a la economía humana en general y a nuestros hábitos de consumo en particular. La exposición Ozone [Ozono], realizada por Dominique Gonzalez-Foerster, Pierre Joseph, Bernard Joisten y Philippe Parreno en 1989, introducía una problemática original en torno a un objeto desconocido: en efecto, pocos de nosotros habíamos oído hablar del agujero que se estaba formando en la capa de ozono, allí arriba, en la estratósfera, y mucho menos del papel que cumplía esta capa. El ozono, que nos protege de los nefastos efectos de los rayos solares, era en esos tiempos un tema inédito para el arte. Por suerte, el famoso “agujero” se ha empequeñecido desde entonces, pero nunca volví a mirar a un aerosol de igual manera. En cualquier caso, la verdadera lección que brindaba esta muestra no era militante, sino de orden estético, pues había sido concebida como un ecosistema donde cada uno de los elementos daba fiel testimonio de una ecología de la imagen, ya que se tomaba en cuenta su modo de producción y el medio en el cual estas imágenes se difunden. Pierre Joseph proponía unas diapositivas gigantes que, proyectadas en el suelo, representaban modelizaciones digitales de la naturaleza. Dominique Gonzalez-Foerster había diseminado unos muebles plegables y unos cestos de basura que contenían artículos periodísticos acerca de la ecología, Bernard Joisten había dispuesto unas ilustraciones hiperrealistas de la prehistoria donde figuraban especies desaparecidas, mientras que Philippe Parreno suspendía o colgaba aquí y allá unos accesorios de deportes extremos: una tabla de windsurf, un parapente, un equipo de buceo... Sin ningún didactismo, por lo tanto, estos cuatro jóvenes artistas nos ponían en contacto con un nuevo paisaje mental, en los albores de la era digital, y lo hacían por medio de una exposición que “se desplegaba en el espacio como un gas”, de acuerdo con la fórmula que ellos mismos usaron para describir la coexistencia de sus obras. Prolongando la exposición en el exterior, un bolso de deportes contenía una versión portátil (el bolso ozono), mientras que un video difundido en un televisor inflable y gigantesco (Vidéozone) cumplía el papel de tráiler publicitario para el conjunto del proyecto. En resumen: un gas, unas obras pulverizadas en diversos formatos y un tratamiento material de la imagen como si fuera una especie viviente; un proyecto donde el medio y los modos de evolución tenían que tomarse en cuenta como tales. Anticipando el “pensamiento molecular”, del que hablaremos más adelante, el proyecto Ozono también fue precursor de la toma de conciencia global que hoy conocemos bajo el nombre de antropoceno.

Este vocablo, que literalmente significa la “era del ser humano”, designa a una nueva época de la historia de la Tierra, la cual sucede a los diez millones de años del holoceno. Precisemos que esta referencia a nuestra especie no tiene nada de narcisista: no hace más que señalar su hegemonía desastrosa sobre los demás por medio de la extensión y del volumen de sus actividades, las que conforman una “fuerza geológica” capaz de modificar el planeta, pero ni más ni menos que un virus. El nombre “capitaloceno”, acuñado por el sueco Andreas Malm, (10) subraya el hecho de que esta amenaza proviene, es cierto, de las actividades humanas, pero ante todo de cómo estas actividades son puestas en forma por un sistema productivo globalizado, orientado exclusivamente al beneficio económico, la privatización y la explotación intensiva de los recursos naturales. Esta aclaración resulta todavía más pertinente si consideramos que los últimos desarrollos del arte contemporáneo sólo pueden entenderse en conexión con el capitalismo mundializado, con su anti-materialismo fundamental. Porque, contrariamente a las creencias generalizadas, el capitalismo no tiene nada de materialista: por el contrario, su proyecto es desrealizar el mundo para transformarlo en productos financieros, es decir, en su “equivalente general abstracto”, término mediante el cual Karl Marx definía a la moneda. Su esencia es financiera y las relaciones de producción que impone reemplazan la experiencia de trabajo por unos cuerpos intercambiables, realizando en espacios neutros unas figuras elaboradas por otras personas. El capitalismo es un idealismo o, más exactamente, una filosofía dualista que ha reemplazado de manera progresiva la confrontación inicial entre el alma y el cuerpo por otra confrontación, implícita, entre la realidad viviente y su traducción fiduciaria. Bill Gates confesó un día que soñaba con un “capitalismo sin fricciones” que se desplegara sobre la superficie plana de un mundo por fin desmaterializado. El sueño del fundador de Microsoft, un universo liso y plano, toma cuerpo un poco más cada día.

Después de la instauración en 1911 del meridiano de Greenwich como patrón general y de la creación –el año siguiente– de un tiempo universal fijado por la Oficina Internacional de la Hora, los humanos sufrieron un movimiento de estandarización de sus ritmos de trabajo. Mientras que los menores de edad franceses del siglo XIX podían aún organizar a su antojo su vida cotidiana, ya que esta era dictada en parte por los ciclos naturales, la industria organizó un proceso de “adiestramiento” de sus empleados, que pronto se vieron sometidos a unos horarios estrictos, y extendió su actividad a los horarios nocturnos gracias a la luz eléctrica, lo que permitió colmar las cadenas de montaje por medio de tres “equipos de trabajo” cuyos turnos duraban ocho horas cada uno. Frederick Winslow Taylor había publicado en 1891 los Principios de la administración científica, libro que sintetiza el programa del capitalismo industrial y que funda las bases del fordismo: racionalizar el tiempo y el espacio, transformar los lugares en espacios abstractos, las horas de vida en tiempo utilizable, en pos de esa “superficie plana y sin fricciones” soñada por Bill Gates. El tiempo dedicado a dormir y soñar, que Karl Marx denominaba la “última condición natural”, en oposición a la expansión total del idealismo capitalista, está hoy a punto de ceder bajo los imperativos de la vida “en línea” que nos vuelve potencialmente disponibles, las veinticuatro horas de todos los días, para el gran mercado. (11) ¿Cómo definir el confinamiento global impuesto por la pandemia del coronavirus, sino como la versión sanitaria de un proceso nacido con la generalización de la televisión en los años cincuenta, que incitaba a las personas a permanecer en sus casas delante de objetos que abastecen imágenes? Se puede entrever aquí, en esta estandarización de las vidas privadas, la cantidad de “fricciones” de las que podría desembarazarse el sistema-mundo del capitalismo.

Lo que causa “fricciones” y ralentiza los intercambios es, en primer lugar, la realidad material, el peso de lo vivo concreto y singular: dicho de otra manera, esos seres humanos sin trabajo, esos bosques mal ubicados, esas banquisas en las cuales no crece nada comerciable. Los elementos que estropean el cuadro ideal descripto por Bill Gates son también unos elementos sin valor en términos de mercancía (líquidos, polvos, gases, fluidos, minerales, insectos, plantas, escombros, filamentos), elementos que forman los componentes básicos de nuestro medio ambiente y que el arte de este comienzo de milenio ha vuelto a poner en primer plano. A fuerza de representarnos el mundo como un depósito de mercancías o como un torbellino de hechos sociales o culturales, hemos olvidado que estaba dotado de una realidad viviente. Al objeto, al producto, a la cosa, los artistas de nuestra época anteponen la química y la física. A la ilusión de un mundo “virtual”, el artista responde con una forma de trazabilidad, mostrando la materialidad de las infraestructuras de comunicación, el origen de los componentes de una imagen en una pantalla táctil, la lógica concreta de las formas producidas por la economía digital. Uno de los principios mayores de la estética actual es la conexión de esos diferentes planos que las representaciones oficiales estiman separados, la creación de circuitos que ponen en contacto distintos niveles de realidad, acercando unas esferas que, en el imaginario común, se hallan alejadas unas de otras. Trabajar con arañas, como lo hace Tomás Saraceno, es un ejercicio de traducción: una de sus obras, Sounding the Air, es un instrumento de música hecho con filamentos de tela de araña que traduce en frecuencias sonoras los cambios de temperatura o la presencia de los visitantes.

La crisis climática revela una paradoja: cuanto más aumenta nuestro impacto colectivo sobre el planeta, menos capaz se siente el individuo de producir efectos en sus alrededores. Las consecuencias (comprobadas y masivas) de las actividades humanas parecen, de esta manera, caer del cielo ya que nuestro estado de dependencia con respecto a unas entidades abstractas, invisibles y lejanas nos ha desacostumbrado a interactuar con el medio en el que vivimos. Para abrir la puerta de un coche recurrimos a una ayuda electrónica, para mantener caliente nuestro hogar dependemos de la extracción de materias fósiles en la otra punta del mundo. Medio ambiente e infraestructura están, por cierto, a punto de fusionarse, y en esta abstracción en marcha, piloteada por una tecno-estructura robotizada, el ser humano no es más que una variable de la cual podríamos fácilmente prescindir. Se podría definir entonces nuestra nueva era geológica como un período de crisis de la escala humana: subordinados a un sistema económico que está animado por unos algoritmos que efectúan operaciones a la velocidad de la luz (el “high-frequency trading” representa casi la totalidad de las operaciones financieras en los Estados Unidos), los seres humanos se han resignado a convertirse en los pilares de una economía en el seno de la cual la talla humana ya no tiene peso. Esta situación contribuye a la emergencia de una nueva forma de coalición política que reúne al conjunto del mundo viviente, el cual se encuentra, de ahora en más, bajo la amenaza de un sistema claramente independiente de la sociedad civil. El término capitaloceno parece revelador: los habitantes del mundo globalizado se ven empujados a renegociar los términos de su presencia en el mundo con el conjunto de lo viviente, pero asimismo con sus propias criaturas tecnológicas. “En el proceso de competencia mundializada”, escribe William Leiss en el año 1972, “los seres humanos se vuelven los servidores de los instrumentos que ellos mismos han fabricado para establecer su dominio sobre la naturaleza”. (12) El antropoceno implica nuevos parámetros: una reevaluación de nuestros vínculos con ese conjunto de fuerzas con el que cohabitamos.

No resulta anodino que, más de treinta años después de su aparición, Internet albergue hoy más actividad maquinal que humana. En sus inicios imaginábamos a esta red mundial como una herramienta de liberación de la información, un generador de convivencias y de saberes. Pero los servidores publicitarios, los chatbots y los algoritmos que tratan nuestros datos personales representan hoy la parte mayoritaria de un espacio en el seno del cual el animal humano, acosado, se ve reducido a esas “informaciones” que constituyen el peso económico de su presencia en la red. Cuanto más se agotan los recursos naturales, más se estrechan las redes en un aparato de dominación en cuyo interior, como en el mundo de la empresa del cual copia la lógica, el individuo se convierte en un “recurso humano”. Aquí está él, en este nuevo paisaje relacional, ocupando la categoría de los combustibles fósiles, de los animales que se utilizan como ganado, del agua de los océanos o de la luz del sol: la categoría de una materia prima. Sean producidas industrialmente o consideradas como “naturales”, las cosas reflejan la realidad humana, a veces más que los mismísimos humanos, porque a estos les cuesta mucho existir fuera de las redes o de los acontecimientos entre los cuales se ven atrapados o, mejor dicho, reducidos: reducidos al estatus de fuerza de trabajo intercambiable, subordinados a una máquina o una plataforma informática, a su condición de consumidores controlados por algoritmos. Karl Marx llegó a reflejar el advenimiento de este rol de apéndice de un sistema controlado por máquinas: lo hizo al describir una fábrica automatizada como un “monstruo mecánico que, con enormes miembros salientes, colma edificios enteros; su fuerza demoníaca, disimulada ante todo por el movimiento cadencioso y casi solemne de sus miembros enormes, estalla en la danza febril y vertiginosa de sus innumerables órganos operativos”. (13) La imagen empleada por Marx, la de un organismo monstruoso y danzante, evoca las descripciones recientes de Gaia: el planeta como ser vivo, como sistema psicológico dinámico. (14)

El control del tiempo de vida en manos de este monstruo tentacular (que Marx llamará también “el autómata”) resulta tan elaborado como su dominio del espacio: el productivismo se traduce, ante todo, en una nueva forma de distribuir el tiempo, los horarios y las cadencias. El antropoceno hoy nos permite pensar en el abismo que se ha profundizado con los ritmos naturales. Entre la duración inmemorial y la explosión, entre lo geológico y lo descartable, el entorno en el cual evolucionamos revela ahora la dimensión temporal del espacio humano y un marco natural moldeado por el mito de la aceleración. Según John Zerzan, esto se remonta a la prehistoria: “El tiempo como materialidad no es inherente a la realidad, sino un hecho cultural, tal vez el primer hecho cultural impuesto a la realidad”. (15) Lo que llamamos entorno ambiental se constituye tanto de ritmos (artificiales) como de seres vivos. Creemos haber vivido en un museo donde éramos los curadores (y, por cierto, nos preocupábamos poco del estado de las reservas), pero ahora nos encontramos subidos al escenario con una obra teatral escrita por un misterioso colectivo, espectadores de los vuelcos y los giros de una trama hecha de desapariciones y de apariciones, de erosiones lentas y extinciones bruscas.

10 Andreas Malm, Fossil Capital: The Rise of Steam Power and the Roots of Global Warming, Nueva York, Verso, 2016.

11 Véase Jonathan Crary, 24/7. El capitalismo al asalto del sueño, Barcelona, Ariel, 2015.

12 William Leiss, The Domination of Nature, Nueva York, Braziller, 1972; citado por Jopseh Kosuth en Le Jeu du dicible, París, Beaux-Arts de Paris éditions, p. 105.

13 Karl Marx, Le Capital, París, La Pléiade, NRF, 1965, pp. 925-926; trad. esp.: El Capital. Economía 1, México, Siglo XXI, 2002.

14 James Lovelock, Las edades de Gaia. Una biografía de nuestro planeta vivo, Barcelona, Tusquets Editores, 1993.

15 John Zerzan, Futur primitif [1994], París, Éditions À Couteaux Tirés, 1998, p. 49; trad. esp.: Futuro primitivo y otros ensayos, Valencia, Numa, 2001.

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