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2. El arte como energía durable: teoría de la fuerza de propulsión

Aby Warburg, historiador del arte, fue el fundador de la iconología moderna; Claude Lévi-Strauss, etnólogo, fue el fundador de la antropología estructural. Y los dos fueron grandes pensadores de la distancia. Sus respectivos trabajos son también una prueba de cierto pesimismo en lo que atañe a la globalización y de una visión catastrofista de la promiscuidad global que ha aportado el progreso técnico. Tras su larga experiencia entre los indios Hopi en 1896, Warburg escribe: “El telégrafo y el teléfono destruyen el cosmos. El pensamiento mítico y el pensamiento simbólico, en lucha para darle una dimensión espiritual a la relación del hombre con su medio ambiente, han hecho del espacio una zona de contemplación o de pensamiento, espacio que la comunicación eléctrica aniquila de modo instantáneo”. (16) Ese “cosmos” que evoca Warburg es un espacio abierto que comprende vastas distancias (la “lejanía”) y un más allá; es decir, lo opuesto a la inmediatez digital que en la actualidad aplasta el tiempo y el espacio en las pantallas. Walter Benjamin usaba términos similares para definir el aura de la obra de arte: “la única aparición de una lejanía”. (17) Pero hoy las señales van a la velocidad de la luz: la rapidez de las consecuencias en cadena va a la par de la rapidez de las emisiones humanas, que giran en bucle en las redes sociales. ¿Qué queda de la potencia del arte cuando la instantaneidad tiende a lo absoluto, cuando la destrucción de las distancias va de la mano de un mestizaje sin precedentes en el área de las culturas humanas? “Introducir de manera consciente una distancia entre uno mismo y el mundo exterior”, explica Warburg, “es lo que sin duda podemos designar como el acto fundador de la civilización humana; si el espacio que de esta manera fue abierto se vuelve el sustrato de una creación artística, entonces las condiciones están dadas para que esta conciencia de una distancia se convierta en una función social permanente [...] cuya capacidad o imposibilidad de orientar el entendimiento no significa nada menos que el destino de la cultura humana”. (18) Tomar distancia: el concepto vale también para las áreas físicas y psíquicas.

Claude Lévi-Strauss, en un libro publicado en 1952, Raza e historia, suelta ya un grito de alarma contra la uniformización del mundo. Este fenómeno que unos llaman progreso, nos explica, ha permitido la dominación del mundo entero por Occidente, debido a su superioridad técnica. Sin embargo, si se examina de cerca, esta historia no es más que una suma de azares. O, más exactamente, un proceso acumulativo que está basado en el mestizaje y el intercambio: sólo una extrema diversidad social y cultural, en el interior de un espacio geográfico reducido, le permitió a Europa tomar ventaja sobre las otras civilizaciones a finales de la Edad Media y así poner en marcha la colonización. Las distancias que existen entre los medios culturales se van erosionando y el combustible empieza a escasear porque se reduce ese “potencial diferencial”. Pero esta teoría, muy justa a mi entender, también puede leerse de manera negativa tan pronto como se la aplica en un plano puramente político. Diversificar el cuerpo social (como el capitalismo, que se desarrolla con la constitución de un proletariado) o sumarle elementos exteriores (como el colonialismo, que industrializa la esclavitud) fueron diferentes tentativas para regenerar ese diferencial indispensable para el crecimiento: detrás de la segregación social y la anexión de países lejanos había también razones energéticas pues el crecimiento económico reposa en una segregación original, que se alimenta de energía “diferencial” de acuerdo con el principio del motor a explosión. Lévi-Strauss, por su parte, intentaba demostrar que “la verdadera contribución de las culturas no consiste en el listado de sus invenciones particulares, sino en la diferencia que estas ofrecen entre sí”. (19) El juego de las distancias interculturales, preso de los lazos de cooperación y los préstamos mutuos, es lo que constituye el “motor” de la producción artística. Si toda fusión no produce más que un magma, ¿cómo pueden nacer hoy esas “diferencias”? Es en este sentido que he calificado de altermodernas a las prácticas artísticas que obstaculizan la uniformización del mundo en la era de la globalización: el arte resiste a la estandarización general produciendo singularidades, diferencias con respecto a las normas culturales, mezclas de tradiciones e híbridos. El arte del siglo XXI será mestizo o no será nada. (20) No existe la apropiación cultural en sí misma, sino unas formas de uso más o menos legítimas de los signos culturales exógenos.

Georges Bataille, al describir las pinturas rupestres en la cueva de Lascaux, escribió que “el sentido se da en su aparición, no en la cosa durable que subsiste tras la aparición”. Los frescos en los muros de la cueva de Lascaux o de la cueva de Altamira nos presentan a la sociedad humana tal como existía hace miles de años y en una suerte de cortocircuito: la obra de arte es una huella que tiene el poder de crear un pliegue en el tiempo, uniendo el ayer y el ahora. Allí hay diferencial. Para Bataille, su carácter específico se basa en la existencia de una distancia simbólica en el espacio o en el tiempo. Esta fuerza de aparición, que funda allí su valor, equivale a la irrupción de la lejanía en lo cercano: es su talento para ahondar en nuestro presente, como un túnel que lleva a otro planeta, como una suerte de antimateria. Barnett Newman dice algo análogo en su texto The Sublime Is Now: la obra de arte, escribe él, se revela en un “ahora” que funda su ser y que hace referencia a una realidad antropológica o, más particularmente para el pintor estadounidense, a los rituales amerindios antaño estudiados por Warburg. No obstante, la desaparición de la noción de original en el régimen contemporáneo de la duplicación infinita tiende a abolir, al mismo tiempo, el pasado y el presente de la aparición o, dicho de otra forma, la distancia sobre la cual se fundaba, en el pasado, el aura de la obra de arte: hoy estamos a la misma altura que las señales, inmersos en una proliferación infinita de imágenes que no se apoyan en el pasado y que ni siquiera quieren durar. Señales débiles, señales de carácter giratorio que se proyectan en bucle en las pantallas: la duración de la vida de las imágenes parece marchitarse, como si les faltara ese combustible que es la distancia. ¿Cómo puede hacer el arte para reencontrar esa distancia?

La esfera artística podría definirse, desde las primeras pinturas rupestres hasta el día de hoy, como un espacio que permite la emisión y la recepción de señales. En efecto, el arte no es una simple imagen (un arte abstracto no propone ninguna) ni una cosa material (el arte no se resume a ello) ni un acto de comunicación: sólo puede definirse como un régimen relacional, un nivel específico de comprensión de la realidad, que los humanos emplean con fines a menudo misteriosos. “La comunicación instantánea destruye el cosmos”: la tesis de Aby Warburg se ilumina si la relacionamos con su concepción energética de la obra de arte, definida como un “dinamograma”, como una huella activa. Si desarrollamos esta idea, podemos admitir que toda obra consiste en la emisión de una señal, la que mantendrá la distancia del tiempo (o del espacio) que separa a dos civilizaciones gracias a la energía que despliega, y la que resistirá a la entropía (y, por lo tanto, a la insignificancia, al olvido, a su destino de desecho) en función de su capacidad para producir una energía que resulte utilizable para los observadores del futuro. Esta energía, que podríamos comparar con una fuerza de propulsión, funda la única definición universal de eso que los occidentales han resuelto llamar “belleza”: es decir, una combinación de maestría formal, de complejidad visual e intelectual, de esa capacidad que tiene el artista para codificar informaciones y sensaciones en la materia (o en el tiempo) y para restituir los retos mentales de la época donde él/ella se sitúa. Del éxito de esta combinación depende el potencial de interlocución duradera de la obra con sus receptores del presente y del futuro. Duradera es aquella obra que renueva regularmente su capacidad de interlocución con los seres humanos, como si con el paso de los años esta obra se conectara con distintas fuentes de energía. En otros términos, la obra duradera siempre logrará conectar con los más variados contextos intelectuales y sensibles: esto se debe a lo que ha capturado de su tiempo y a lo que ha anticipado del futuro, por lo que su forma seguirá hablándonos, generando ideas y derivas visuales con las cuales otros podrán entrar en diálogo. Un “diálogo infinito”, en cierto modo. Pero la vida de las obras de arte está hecha de altibajos de intensidad, en función de los contextos culturales que ellas van atravesando. En este sentido, Marcel Duchamp podía afirmar que “los que miran son los que hacen el cuadro”: si nuestra conversación con él se interrumpe, el cuadro desaparece y se transforma en un mueble que molesta. Pero ¿acaso hemos dejado de conversar con Giotto, con Vermeer, con Shitao, con Yves Klein?

En el caso de los artistas que están muy cerca de nosotros en términos históricos, este diálogo no se ha estabilizado aún; en el caso de otros artistas, es posible que se renueve cuando emerja una nueva constelación ideológica. La evolución de las mentalidades, sobre todo en lo que atañe a la historia de los pueblos colonizados o a los avances del feminismo, nos permite reescribir hoy la historia del arte incluyendo a artistas como Artemisa y Georgia O’Keeffe o también al indio S.H. Raza, al puertorriqueño Francisco Oller o al marfileño Frédéric Bruly Bouabré: diferentes “conversaciones” que fueron interrumpidas por unos prejuicios ya superados o por unas visiones parciales del mundo. La longitud de ondas que hoy posee tal o cual obra podrá, no obstante, verse enturbiada en el futuro por otras fuerzas, pues nuestra mirada es tributaria de la evolución de las ideas o de los gustos, de los intereses de cada época o de su geopolítica. Sólo sobreviven las obras que logran encapsular con fuerza su época y generar, al mismo tiempo, por la complejidad de su contenido, una multiplicidad de ángulos de diálogo con las épocas siguientes. Responder a las fuerzas activas de su tiempo es la mínima de las cosas para una obra de arte, pero conformarse con ilustrarlas limitará su potencia. Cada artista debe componer a partir de su deseo de representar el espíritu de una época y a partir de su grado de resistencia a ella: esta dosis parece crucial para que pueda esperarse una durabilidad. Sin embargo, no pueden dejarse de lado esas múltiples acciones artísticas que se difunden modestamente en el cuerpo social, en las comunidades reducidas, y que escapan a toda circulación mercantil e incluso a la exposición o a la colección. La energía de la señal puede también dilapidarse, huir fuera de todo aparato de conservación, para difundirse en su época, entre un público reducido, y está muy bien si ocurre de este modo.

El arte constituye una política energética y Jean-François Lyotard no dice lo contrario cuando define a la pintura como una “inscripción cromática” que consiste en “conexiones de libido sobre el color”. (21) La obra es un dispositivo, un transformador que será más o menos potente en función de la calidad de los materiales que incorpora y de la capacidad del artista a la hora de tratarlos. Para Aby Warburg, todo acto artístico trata de constituir lo que él llama un denkraum, un espacio mental, un lugar de pensamiento. Y toda imagen es intermediaria, lo que equivale a decir que hace un lazo: “Se trata de establecer una conexión entre la fuerza de la naturaleza y el hombre, o sea: el symbolon, el elemento de enlace, el acto mágico que establece unos vínculos concretos designando a un mediador”. (22) Es la existencia de este lazo lo que hace que Warburg defina la obra de arte como un dinamograma: en otros términos, como una forma que ha registrado el paso de una fuerza. Y toda forma sería, así, la huella de una energía. Más que limitarse al nivel de las significaciones voluntariamente expresadas por el artista, Warburg se ciñe a la iconología clásica y, por lo tanto, analiza el conjunto de las fuerzas que operan en la imagen. Mi convicción es que el arte de hoy no podrá reinventarse si no es acechando las nuevas formas de energía que ofrece esta situación de promiscuidad global a la que nos confrontan el antropoceno y la era de las pandemias. Aparecen nuevos cortocircuitos, nuevas proximidades; todas las distancias se reconfiguran. El arte es una energía duradera cuyo lugar se situó durante mucho tiempo en el centro de las sociedades humanas, y la antropología contemporánea consolida esta idea: el arte, más allá de la satisfacción de un anhelo estético, revela la organización del espacio, las modalidades de la transmisión del saber y de la circulación de los signos en una sociedad determinada.

16 Aby Warburg, Le Rituel du Serpent, París, Éditions Macula, 2003, p. 133; trad. esp.: El ritual de la serpiente, México, Sexto Piso, 2008.

17 Walter Benjamin, La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica. Existen numerosas ediciones, incluso algunas bajo el título La obra de arte en la era de la reproductibilidad mecánica [N. del T.].

18 Aby Warburg, Introduction à Mnemosyne, citado por Karl Sierek en Images Oiseaux. Aby Warburg et la théorie des médias, París, Klincksieck, 2009, p. 40.

19 Claude Lévi-Strauss, Race et histoire, París, Folio Essais, 1987, p. 76; trad. esp.: Raza y cultura, Madrid, Cátedra, 1993.

20 Véase Nicolas Bourriaud, Radicant. Pour une esthétique de la globalisation, París, Denoël, 2009; trad. esp.: Radicante, por una estética de la globalización, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2009.

21 Jean-François Lyotard, Des Dispositifs pulsionnels, París, Christian Bourgois, 1973, p. 235; trad. esp.: Dispositivos pulsionales, Madrid, Editorial Fundamentos, 1981.

22 Aby Warburg, Le Rituel du Serpent, op. cit., p. 93.

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