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UN DRAMA QUE SE REPITE
ОглавлениеLa crisis política florentina de 1512 fue la tragedia de la vida de Maquiavelo. Para entenderla, habría que comparar su resistencia a la tortura con un soneto obsecuente que escribió desde la cárcel a Julián de Médici, la fría imparcialidad de El Príncipe con los reproches dramáticos a Pier Soderini por no haber actuado tempestivamente contra los partidarios de los Médici y con el apasionamiento dolorido de El asno de oro, todo esto con el auxilio de las cartas personales de ese momento. Entonces veríamos todo lo que hay de desesperado en el llamamiento del último capítulo de El Príncipe. Maquiavelo se aferra a su personaje trágico como, en nuestro inmediato ayer, en Barbusse, un Sartre, un Cesare Pavese se han aferrado al mito del poder al servicio de la justicia.
Es un drama que se repite en la historia. Ya Julio César confió en la dictadura sin término para imponer la reforma agraria y no hizo sino fundar el imperio destinado a ser dominado por el latifundio. Pero en César estaba la componente de la ambición personal. Maquiavelo no era un político ambicioso, sino un escritor, y la gloria a que aspiraba era la de la lucidez en ver los hechos como son. Esa lucidez hace que la ilusión del principado positivo en él sea siempre efímera: veía demasiado claramente el dilema. Una última cita: “Realizar buenas reformas políticas requiere un hombre bueno y hacerse violentamente príncipe en una república requiere un hombre malo; por esto es difícil que acontezca que un hombre bueno quiera tomar el poder por el camino del mal por más que sea con una buena finalidad, y que un perverso, hecho príncipe, quiera obrar bien, y usar bien la autoridad mal adquirida”.35
El haber sufrido ese problema, que es permanente en la historia, pero que es para nosotros particularmente agudo y atormentador, pues estamos viviendo una crisis en cierto modo homologa a la del siglo XVI, hace que sintamos a Maquiavelo casi como un contemporáneo. No llega a negar el poder; se limita a sentirlo trágicamente. Pero nos proporciona los elementos para juzgarlo, y es el único que lo ha hecho con tal implacable claridad. Quien lea El Príncipe y los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, nunca esperará justicia de ningún poder absoluto; la buscará donde no haya hombre que se encumbre sobre otro, condición necesaria —lo dice Maquiavelo hablando de los Suizos— para una “libre libertad”.