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Capítulo 1

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Día de San Valentín, 2012

«CERRAOS. Por favor, cerraos».

Una docena de ojos curiosos siguió a Georgia Stone al elegante ascensor de Radio EROS sin tratar de ocultar el interés que despertaba.

Y mientras esperaba una eternidad que las puertas se cerraran, pensó: «Y No Llores».

Todavía no.

El embotamiento de la conmoción empezaba a disiparse con rapidez, dejando una estela de profundo y poderoso dolor. Y humillación. Había logrado darles las gracias a los desconcertados locutores antes de abandonar el estudio, sabiendo que los programas de la emisora de radio se retransmitían por un sistema de altavoces por cada oficina de cada planta.

De ahí las miradas mal disimuladas.

Todo el edificio estaba al corriente de lo que acababa de sucederle. Y la única culpable era ella. La famosa declaración de San Valentín del Año Bisiesto había terminado espectacular, horrible y públicamente mal.

Ella había pedido. Daniel había declinado.

Con la máxima cortesía que pudo mostrar en esas circunstancias, la pregunta susurrada, «¿Es una broma, George?», seguía siendo un «no», sin importar cómo se analizara. Y por si no hubiera entendido el mensaje, él se lo había deletreado:

«Nuestro objetivo no era el matrimonio. Creía que ya lo sabías…».

La verdad era que no, ya que de lo contrario no se lo habría pedido.

«Es lo que hizo que todo lo nuestro fuera tan perfecto…».

¿Perfecto? Había sabido que flotaban lenta y apaciblemente en una especie de estanque, pero incluso flotando se terminaba por llegar a alguna parte. Era evidente que no.

Justo cuando las puertas cromadas del ascensor comenzaban a cerrarse, una voz gritó:

–¡Un momento!

No se movió. Le dio un vuelco el estómago. Cuando estaban casi completamente cerradas…

Una mano se deslizó entre el resquicio que quedaba entre ambas e invirtió la dirección en la que se deslizaban. Volvieron a abrirse.

–No has debido de oírme –dijo el hombre de pelo oscuro con labios tensos.

Le dedicó una breve y seca mirada. Giró hasta quedar de espaldas a ella, dejando que en esa ocasión las puertas al fin se cerraran, y le ofreció una vista fabulosa de la parte de atrás de su traje caro.

Después ella contempló las luces que descendían despacio hacia la «B» de la planta baja. Luego a la que había debajo, «S»… la que él había apretado.

–Perdona… –carraspeó para eliminar la tensión de su garganta. Él giró la cabeza y la miró–. ¿Se puede llegar a la calle desde la S?

La estudió sin preguntarle a qué se refería.

–El sótano tiene unas puertas con control electrónico.

Ahí se desvanecían sus esperanzas de conseguir una huida sutil. Daba la impresión de que el universo entero quería que pagara por el desastre de ese día.

No le quedaba otra alternativa que un vestíbulo atestado.

Asintió.

–Gracias.

–Yo saldré por el sótano –indicó él sin volverse otra vez–. Si quieres, puedes escabullirte detrás de mí.

«Escabullirse». Se preguntó si sería una figura retórica o si sabría lo sucedido.

–Gracias. Sí, por favor.

Un instante más tarde, él se volvió a girar.

–Sitúate detrás de mí.

Lo miró con ojos encendidos.

–¿Qué?

–Las puertas van a abrirse primero en el vestíbulo. Estará lleno de gente. Yo puedo ocultarte.

De pronto, la vanguardia del pequeño ejército de lágrimas que aguardaba una oportunidad para salir, quiso hacerlo. Intentó contenerlas con un supremo esfuerzo.

Amabilidad. Eso significaba que lo sabía.

Pero como jugaba a fingir lo contrario, se dijo que también ella podía hacerlo. Fue hacia su izquierda en el momento en que las puertas se abrían al vestíbulo de la emisora. El ascensor se llenó de luz y ruido, pero ella permaneció anónima y protegida detrás del desconocido, ese cuerpo grande tan bueno como una puerta cerrada. Suspiró… Intimidad y alguien que la protegiera… sospechaba que eran dos cosas que acababa de erradicar de su vida para siempre.

–Señor Rush… –dijo alguien en el vestíbulo.

El hombre grande simplemente asintió.

–Alice. ¿Bajas?

–No, subo.

–No tardaré mucho –se encogió de hombros.

Y las puertas se cerraron, volviendo a dejarlos solos. Georgia hundió los hombros y se secó una solitaria lágrima que le había caído por la mejilla. Él no se giró. Únicamente tardaron un momento en llegar al sótano. Él salió del habitáculo en cuanto las puertas se abrieron y echó el brazo hacia atrás con el fin de impedir que se cerraran. El aire frío del exterior la golpeó de inmediato.

–Gracias –repitió, saliendo al oscuro aparcamiento. Se había dejado el abrigo arriba sobre el respaldo de una silla del estudio, pero preferiría helarse antes que volver a entrar en ese edificio.

Él no volvió a establecer contacto visual. Ni a sonreír.

–Espera junto a la puerta –fue lo único que dijo antes de dirigirse a un Jaguar negro.

Ella fue en línea recta hacia la salida. La alcanzó unos momentos antes que el coche de lujo.

Debió de activarla desde el interior del vehículo, ya que la enorme puerta de enrejado metálico comenzó a deslizarse hacia ella mientras él adelantaba el coche, bajaba la ventanilla y miraba a través del asiento vacío del acompañante.

Georgia se inclinó. Uno de los dos necesitaba decir algo y bien podía ser ella.

–Gracias otra vez.

Él se puso unas gafas de sol.

–Buena suerte –dijo antes de cruzar la puerta que aún seguía abriéndose.

Lo siguió con la vista.

Parecía una forma rara de despedirse, pero quizá supiera algo que ella desconocía.

Tal vez sabía lo mucho que iba a necesitar esa suerte.

Había sido el trayecto en ascensor más largo de la vida de Zander. Atrapado en dos metros cuadrados de acero reforzado con una mujer que sollozaba. Pero no por fuera, sino por dentro, donde el dolor era tangible.

Lo había golpeado nada más entrar en el ascensor, cuando ya era demasiado tarde para retroceder y dejar que bajara sin él. No sin hacer que se sintiera peor.

Sabía quién era esa mujer. Pero no lo había sabido al correr hacia las puertas que se cerraban. Se había lanzado hacia la central de la emisora antes de que le gritaran que se presentara allí. Nunca quería que alguien situado más alto que él en la cadena alimentaria lo encontrara sentado a la espera de que lo llamara. No les daría ni esa satisfacción ni ese poder.

Cuando terminó de atravesar Londres ya había encontrado una solución para esa chapuza en directo, convirtiendo en positivo algo negativo. El tipo de problemas que era famoso por arreglar y por el que lo contrataban.

Suspiró y cruzó un semáforo en ámbar para seguir en movimiento y no tener que pararse. Nadie había esperado que ese tipo dijera que no. ¿Quién daba una negativa a una proposición matrimonial en vivo y en la radio? En directo se aceptaba, y luego, en la intimidad, se daba marcha atrás si no era lo que se deseaba. Era lo que haría el noventa y cinco por ciento de los londinenses.

Al parecer, ese sujeto era el Señor Cinco Por Ciento.

Aunque… ¿quién pedía en matrimonio a un hombre en un programa en directo de la radio si no estaba segura previamente de la respuesta que iba a recibir? ¿O había creído estarlo? No sería la primera persona a la que la realidad le demostraba que se equivocaba.

La empatía hizo que apretara el volante con fuerza. ¿Quién era él para tirar piedras?

Sin embargo, su humillación se había visto limitada a su familia y amigos.

Solo doscientos de los más íntimos de Lara y suyos.

La de Georgia Stone se extendería ese día por toda la ciudad y al siguiente por el mundo.

Pisó el freno a medida que el tráfico se detenía a su alrededor y contuvo el impulso de tocar la bocina.

No era que se imaginara que una chica como esa sufriría mucho tiempo. Alta, pálida y bonita, con el oscuro cabello corto y ondulado. Se había vestido casi de etiqueta para la declaración, un toque dulce e inesperado en el mundo informal de la radio. La mitad del personal iría a trabajar en pijama si dispusiera de dicha opción. Pero para el gran momento, Georgia Stone se había puesto un sencillo vestido de un rosa claro y finos tirantes en los hombros… casi un vestido nupcial en sí mismo si alguien quisiera casarse en una playa de Barbados. Demasiado ligero para febrero, lo que demostraba que las proposiciones públicas no eran lo único en lo que la bonita señorita Stone no reflexionaba demasiado.

O quizá estaba buscando excusas para convencerse de que nada de eso era culpa suya.

Él le había dado el visto bueno a esa promoción de San Valentín. Tan atractiva para el tipo de oyentes de EROS.

Lo que había hecho que el descenso en el ascensor resultara tan doloroso.

A pesar de que se le estaba rompiendo el corazón, ella había mantenido esa cortesía asombrada.

«Gracias».

Se lo había dicho cuatro veces en apenas dos minutos, como si fuera alguien que la estaba ayudando en vez de ser el sujeto que la había puesto en esa situación. Ella había firmado el contrato que él le había presentado. Se había expuesto a la humillación por la promoción de su radio.

A pesar de que le acababan de destrozar la vida, le había dado las gracias.

Una mujer bien educada. Joven… como mínimo debía de sacarle unos quince años, aunque era difícil saberlo. Activó la telefonía por voz.

–Llama a la oficina –le dijo al coche.

Esperó unos momentos.

–EROS, Sede de Gran Música, despacho del señor Rush. Soy Casey, ¿en qué puedo ayudarlo?

Dios, tenía que decirle que abreviara ese saludo.

–Soy yo –anunció en el vehículo vacío–. Necesito que saques el contrato de la chica de San Valentín.

–Un segundo –murmuró su ayudante–. Ya lo tengo. ¿Qué necesitas, Zander?

–¿Edad? –el silencio le indicó que ojeaba el documento.

–Veintiocho.

O sea, que únicamente le sacaba nueve años. Lo que indicaba que tenía una piel extraordinaria. Como mucho, le habría echado veintidós o veintitrés años.

–¿Duración del contrato?

Hubo otra breve pausa.

–Doce meses. Concluye con un seguimiento el próximo catorce de febrero.

Doce meses de sus vidas. Se suponía que eso incluía la fiesta de compromiso, la boda completamente pagada, la luna de miel. Todo a cargo de EROS. Esa era la zanahoria de las cincuenta mil libras. ¿Por qué otro motivo alguien querría hacer público el momento más íntimo y especial de una vida?

La zanahoria resultaba barata en términos de emisión internacional debido a la cobertura global que sospechaba que tendría esa promoción. Incluso en ese momento, cuando era probable que se hubiera convertido en un virus, atraería oyentes, estos atraerían publicidad y, esta, ingresos.

Salvo que el seguimiento en doce meses sería un mal ejemplo de radio. Su mente fue directamente al eslabón más débil.

–Casey, ¿puedes mandarme ese contrato a mi móvil y luego llamar a la ayudante de Rod para comunicarle que llegaré en una media hora?

–Sí, señor.

Cortó sin despedirse. La vida era demasiado corta para eso.

Un año era mucho tiempo para crear contenido, pero si jugaban bien sus cartas, podrían salvar algo que durara más que unos pocos días. Aún esperaba que EROS se beneficiara de esa cobertura viral, pero el contrato también los vinculaba a ellos durante el próximo año.

Dedicó la segunda mitad del trayecto a formular un plan. Tanto se concentró que al entrar en el cuartel general de su cadena ya lo tenía trazado. Les permitiría avanzar y rescatar parte del desastre de ese día.

–Zander… –murmuró la ayudante de Rod cuando pasó delante de ella de camino al despacho de su jefe. Él se detuvo y se volvió–. Está con Nigel.

Nigel Westerly. El propietario de la cadena. No era una buena señal.

–Gracias, Claire.

De pronto su plan de salvación no le pareció tan sólido. Nigel Westerly no había amasado una de las fortunas más grandes del país por ser manipulable. Era duro e implacable.

Irguió la espalda.

Bueno, si tenían que despedirlo, prefería que lo hiciera uno de los hombres que más admiraba de Inglaterra. Desde luego, no iba a deprimirse ni a preguntarse cuándo caería el hacha. Con elegancia empujó las puertas dobles del despacho de su director y se anunció.

–Caballeros…

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