Читать книгу Su alma gemela - Mi novio y otros enemigos - Никки Логан - Страница 8
Capítulo 4
ОглавлениеAbril
GEORGIA vio entrar a Zander por el rabillo del ojo, pero se concentró en no verlo. Igual que el resto de las mujeres, aunque por motivos diferentes.
No había tardado en comprender que asistir sola era un error. Todas las demás mujeres estaban emparejadas con una amiga, por lo que ya se sentía como un fracaso. Costaba mucho iniciar cosas fuera de la zona de comodidad de una persona, pero emprenderlas sola…
Volvió a mirar fugazmente a Zander.
–Alors –el chef golpeó su tabla de cortar sobre la encimera unas cuantas veces para poner orden entre las alborotadas alumnas–. A sus sitios.
Sin saber qué significaba eso, se guió por las otras participantes. Cada una acercó un taburete alto de un extremo de la cocina hasta el lugar que ocupaba. Dos mujeres estuvieron a punto de hacerse un esguince en un tobillo en su afán de conseguir el punto más próximo a Zander, quien con perspicacia ocupó el lugar más apartado en el fondo.
Georgia esperó hasta el final y se encontró en el espacio más alejado de él. Llenó su vaso de agua antes de que alguien pudiera servirle vino de la botella de chardonnay que iba circulando y vaciándose con celeridad.
Haberse achispado delante de Zander en una ocasión era más que suficiente.
Su prosaico maestro ya había empezado y su histrionismo y encanto franceses lograron recuperar la atención de las mujeres asistentes. Pero Zander seguía mirándola con los ojos levemente entornados.
Había algo embriagador en el juego que jugaban. Fingir que eran desconocidos. Ocultarle un secreto a toda la sala.
Era extrañamente… sensual.
Lo que resultaba muy elocuente sobre lo poco sensual que solía ser su vida.
Volvió a concentrarse en el chef. Hizo todo lo que pudo para escuchar y entender lo que decía y no prestarle más atención a Zander, que estudiaba todo lo que pasaba en la estancia. Parte de lo que decía el chef resonaba en su mente científica, pero quedaba totalmente eclipsado por el vocabulario forzado y la teatralidad ensayada, que no funcionaban con ella.
–Disculpe, chef –interrumpió cuando él se calló para los escasos momentos que dedicaba a respirar–. ¿Llegaremos a cocinar algo esta noche?
–Qué enthousiaste –la aduló–. Non, no se pondrán manos a la obra hasta la sexta semana. En la clase del chef André Carlson primero desarrollamos la appréciation por el arte de la comida, luego avanzamos hacia la construction de los alimentos.
Y, evidentemente, con un consumo mayor de vino, a pesar de sus propias protestas.
Asintió con cortesía y comenzó a contar los interminables minutos hasta que acabara la primera clase, preguntándose cómo se sentiría Zander cuando dejara lo primero que figuraba en la lista. De pronto comprendió que estaba perdiendo el tiempo de dos personas en esa clase.
–Disculpe, chef –en esa ocasión, él se mostró más irritado por la interrupción–. Tengo una migraña terrible. Voy a tener que marcharme.
Después de recibir algunas falsas muestras de preocupación, se pasó la correa del bolso por el hombro y enfiló hacia la puerta. A nadie le importó.
–Necesitarás que alguien te acompañe al coche.
Una vez en el pasillo, prácticamente corrieron a la puerta de salida.
–Eso ha sido terrible –comentó él–. ¿Por qué alguien se somete a algo así?
–Daban la impresión de estar pasándolo bien.
–No me imagino que al final del curso se acabe «apreciando» más la comida.
–No –confirmó ella con una carcajada.
–Supongo que la migraña era falsa.
–Tanto como el acento francés del chef. Creo que deberíamos abandonar el barco a tiempo.
–No –la detuvo con una mano sobre su brazo–. Esta noche viniste con el deseo de descubrir por qué es tan especial la cocina. Deja que haga una llamada… –la hizo. Fue breve; luego se volvió hacia ella con una sonrisa–. De acuerdo, todo arreglado.
–¿Qué?
–Tenemos un trabajo para la noche.
–¿Un trabajo?
–En una cocina comercial. Ahí es donde verás la naturaleza real de cocinar.
No bromeaba. A los quince minutos tenían los codos metidos en pompas de jabón en la parte de atrás de una ajetreada cocina de un restaurante italiano, habiendo lavado más platos en menos tiempo del que ella había tardado en ensuciarlos toda la vida. Pero ni lo notó.
El propietario del restaurante al que Zander le había pedido el favor, ascendió a los habituales friegaplatos a pinches de cocina durante esa noche mientras dedicaba a uno de sus propios ayudantes a explicarles todo lo que pasaba en la cocina.
Mientras realizaban su tarea, Zander y ella prestaban atención a cada palabra.
Y la grabadora digital de él, aprobada por el dueño, lo captaba para el segmento de EROS.
La cocina funcionaba como un ballet. Cada elemento del menú coreografiado; cada técnica una combinación de pasos bien aprendidos. Cada plato resultante una obra de arte que jamás era la misma dos veces.
Descubrió el verdadero lenguaje que se empleaba en una cocina de verdad. La noche fue educativa en más sentidos que uno. Eso le encantó. Aunque sabía que los editores de Zander estarían ocupados ocultando las palabras altisonantes.
La sinfonía y el ballet duraron horas. Estaba traspuesta tratando de asimilarlo todo incluso cuando los pies empezaron a dolerle, luego a protestar y, finalmente, a arderle.
Con la noche a punto de terminar, cuando apenas quedaban unos pocos comensales en la sala degustando los postres, los pinches ascendidos solo durante esa noche se mostraron más que agradecidos de prepararles algo sencillo para cenar, algo que Georgia y sus pies doloridos apreciaron.
Cuando todo estuvo preparado, fue el mismo dueño quien sirvió sus platos. Un modesto cuenco para Georgia y una cantidad enorme para Zander.
–¿Estás embarazado? –bromeó ella.
–Me lleno de carbohidratos –repuso él.
–¿Por qué?
–El día antes de una carrera dura llenas tu cuerpo de carbohidratos y agua para asegurarte de que esté lleno de energía.
–¿Energía que quemas corriendo cincuenta kilómetros?
–Exacto.
–¿Dónde correrás mañana? –lo vio titubear y suspiró de forma visible–. No te gusta hablar mucho de eso.
–No estoy acostumbrado a que nadie me lo pregunte. Suele ser algo personal.
Viendo que ahí se terminaba el tema, Georgia decidió llevarse unos espaguetis a la boca.
¡Esa pasta era exquisita!
–Esto es asombroso, Zander.
–Es uno de mis refugios favoritos.
La elección de palabras la desconcertó.
–¿De qué te refugias?
–De la vida. Del trabajo. De todo.
–A los dos nos podría ir mejor si dirigiéramos nuestros lugares de trabajo como hace el chef aquí –musitó ella.
–¿Qué quieres decir?
–Con firmeza. Altas expectativas. Pero equidad. Y todos trabajaban con él, no a pesar de él.
–¿Qué te hace pensar que no es así ya? –preguntó Zander .
–Algo que dijo alguien de tu personal cuando fui a tu oficina –había ido varias veces para terminar la lista con Casey, de modo que incluía un amplio abanico de personas. Zander no sabría quién había sido–. Me dijeron que era como un cordero para el sacrificio –la miró ceñudo antes de volver a centrarse en la pasta–. No digo que esté de acuerdo con el comentario. En todo momento solo has sido amable conmigo –siempre que se tuviera una definición liberal de la palabra «amable»–. Pero es evidente que creían que me ibas a poner las cosas difíciles.
–Es lo que esperarían –repuso él tras un momento de reflexión.
–¿Por qué?
–Porque es lo que conocen.
Durante un momento fugaz, la cara de él reflejó tristeza.
–¿Por qué les pones las cosas difíciles?
–Porque soy su jefe. La cadena transmite las noticias buenas y yo transmito y ejecuto las malas. Me pagan para eso.
–Es un tipo de trabajo desdichado. ¿Por qué lo haces?
–Has visto dónde vivo –respondió él con una carcajada.
Sí, era uno de los mejores barrios de Londres.
–Y tú has visto dónde vivo yo. ¿Y qué? Eso no te conforma como persona.
–¿En serio? El exterior de tu apartamento es modesto y sin adornos, pero bien cuidado. Alguien se ocupa de ese edificio. Apostaría a que el interior es igual. Cada cosa en su lugar, nada que no sea esencial. ¿No es así exactamente como eres tú?
–¿Es la impresión que te doy? ¿Ordenada y aburrida?
–Me das la impresión de alguien atrapada en la rutina.
–Las rutinas tienen muchas formas y barrios –alzó el mentón en un gesto de desafío–. Además, no deberías juzgar un libro por su tapa.
–¿De verdad? ¿Te importaría demostrarlo?
–¿Quieres apostar algo? –Georgia frunció el ceño.
–Quiero verlo.
Oh.
–¿Cuándo?
–¿Qué te parece ahora?
–No está ordenado…
–Sí que lo está.
Georgia suspiró.
–Tienes un maratón por la mañana.
–Georgia –la miró serio–, no propongo quedarme a dormir, solo echar un vistazo.
Había llegado a la inmediata conclusión de que era una excusa para seducirla. Zander Rush era un hombre sexy.
–Solo quería decir que… es tarde.
–No corro hasta el mediodía. Y es demasiado tarde para tomar el metro.
No lo era, pero no le desagradaba la idea de ir a casa en un cómodo Jaguar. No estaba preparada para que su primera noche juntos se acabara.
La primera noche. No su primera noche.
–De acuerdo, acepto que me lleves –y enseñarle el interior de su apartamento durante unos minutos–. Gracias.
Lavaron los platos que acababan de usar, le dieron las gracias al chef, que disfrutaba de una copa con su equipo en el restaurante ya vacío, y salieron a la oscuridad de la noche.
–¿Quieres conducir?
No. Inexplicablemente, quería que lo hiciera él. Por lo que contestó:
–Sí, por favor.
–Uno de estos días dejarás de mostrarte tan cortés y sabré que al fin estamos llegando a alguna parte.
Veinte minutos después cruzaban el vestíbulo del edificio.
–¿Quién más vive aquí? –murmuró él.
–Dos estudiantes, un residente antiguo… y yo.
Lo llevó hasta la parte de atrás, donde estaba su casa.
Después de abrir la puerta en silencio, se preguntó por qué se hallaba sin aliento. ¿Porque estaba entrando en su casa con un hombre que prácticamente era un desconocido? Encendió la luz.
Los ojos de él estudiaron la sala sin revelar nada.
–Esto es…
«¿El imperio del desorden? ¿No se parece nada al exterior?». Lo vio como debería percibirlo un desconocido: explosiones de color, los libros y las revistas apilados. Las plantas que colgaban por doquier.
Él tocó la primera hoja.
–¿Cómo consigues que tengan este aspecto en el interior?
Fue hacia las puertas correderas que daban a su pequeño patio y corrió las cortinas.
–Las roto todos los días. Un día dentro, tres fuera.
–¿Cuántas tienes?
–Se podría decir que soy una enamorada de las plantas trepadoras.
Miró otra vez alrededor y luego a ella.
–No es lo que esperaba.
Podía significar cualquier cosa, pero eligió interpretarlo de forma positiva.
–¡Sorpresa! –reinó el silencio–. ¿Café? –ofreció ella para romperlo.
–No –Zander dejó de mirarla–. Debería irme.
Y de pronto ella se sintió tímida por haber aceptado su petición. Lo acompañó al vestíbulo.
–Gracias por traerme.
–No ha sido nada.
Tuvieron que detenerse ante la puerta de entrada para que ella la abriera con las llaves. Cuando lo hizo, permaneció bajo el arco del umbral.
–Y la experiencia del restaurante. Ha sido fantástica.
–Te encontraremos nuevas clases de cocina. No tienes que volver a las del francés.
–A las del falso francés. Bueno, hasta la próxima, entonces.
–De acuerdo. Buenas noches, Georgia.
Y se marchó y ella permaneció allí. Al menos tuvo el consuelo de ver que no huía, que no aceleraba el paso.
Le importaba lo que pensaba la gente. No guiaba su vida por los pensamientos de los demás, pero las críticas la afectaban. En especial las de alguien como Zander. Los hombres ricos y poderosos no tenían un peso específico sobre su vida profesional, pero el de ese hombre contaba para su vida personal. Le esperaba un año con él, iban a estar juntos un tiempo razonable. Preferiría que ese tiempo no fuera incómodo o tenso.
Y en lo más hondo de su ser albergaba el miedo de que la misma falta de interés que había llevado a Dan a no casarse con ella pudiera haber pasado por la cabeza de Zander el breve rato que estuvo en su apartamento.
Esperaba no tener ninguna deficiencia seria, ya que la reinvención de una persona tenía un límite en lo que podía solucionar.
Zander dejó las llaves y la cartera en la bandeja que tenía junto a la cama y fue a darse una ducha. Lo más caliente que pudiera aguantar con el fin de evaporar el súbito hormigueo de percepción que había experimentado en el apartamento de Georgia. Eso había sido diferente a todo, había habido…
«Interés».
Mucho más que sexual. Inesperado, no buscado e inaceptable. Y la empatía hacía que se pusiera a la defensiva.
Un leve toque de humildad, la modestia de su apartamento usado y amado, la defensa descarnada de un lugar que evidentemente le importaba. Era típico de ella. Defendía su propiedad y a sí misma con una especie de amable resignación.
Y él le decía que el molde de su vida no era interesante para los oyentes.
Y ahí estaba, duchándose una hora más tarde por lo muy interesante que era para él.
«Hipócrita».
Su vida estaba tan llena de gente falsa y socialmente agresiva, hambrienta por subir peldaños por los que tenían que luchar. Tan llena de ruido y falso fulgor. Y cuando se trabajaba tanto como lo hacía él, tenía un modo de dominar la conciencia.
Hasta aparecer en el centro de un apartamento lleno de plantas y sentir como si se hubiera entrado en una especie de retiro emocional. Lejos de todo y todos.
Hasta que se respiraba de verdad por primera vez en quince años.
Cerró el grifo de la ducha, se secó y regresó a su dormitorio. Miró alrededor. No tenía ni una planta, salvo un pequeño cactus que le había regalado Casey, antes de que ella comprendiera que los regalos solo servirían para hacer que la relación que tenían fuera más incómoda. Lo había dejado en el alféizar de la ventana de la cocina y nunca más había pensado en él. Sobrevivía gracias al vapor de la cafetera. Y quizá al lavavajillas.
Pero sobrevivía.
La similitud con su corazón herido era irónica.
Encendió las luces de su amplio jardín trasero. ¿Contaba si se pagaba a alguien para que lo cuidara? Lo más que hacía él era cortar rosas para llevarle a su madre y la única vez que lo había atravesado había sido para usarlo como atajo hacia la cafetería del barrio.
Cuánto disfrutaría Georgia si estuviera allí…
Apagó la luz, sumiendo el jardín y ese hilo de pensamiento en la oscuridad.
Georgia Stone podía haber empezado como la encarnación de cada compromiso profesional y ético que había hecho en su meteórica trayectoria corporativa, pero estaba convirtiéndose en otra cosa con rapidez.
Un recordatorio obsesivo del hombre que había sido antes de que Lara le partiera el corazón al abandonarlo. Antes de la humillación que lo había lanzado a centrarse en su carrera. Antes de que todas esas cosas no dejaran espacio para una vida real que echaba de menos.
Ni para la satisfacción del rostro de Georgia de pie en el centro de sus escasas posesiones mundanas, mucho más ricas que las que él era capaz de concebir.