Читать книгу Su alma gemela - Mi novio y otros enemigos - Никки Логан - Страница 7
Capítulo 3
ОглавлениеMarzo
LA SECRETARIA de Zander estableció una cita al final del día para que fuera a firmar el contrato y que el regreso a EROS resultara la mitad de intimidador que hubiera sido de haber ido con todo el personal en la emisora.
Con una copia del contrato en la mano, Georgia la siguió en silencio más allá de las pocas mesas en las que aún había gente. Nadie levantó la cabeza para mirarla.
Quizá ya era la noticia del día anterior.
O quizá el interés público se había centrado en Dan una vez que el calendario había llegado a marzo. «Muérete, Dan». Al parecer, atraía mucho interés en las revistas femeninas y los tabloides, todos decididos a encontrarle una pareja más aceptable que ella. Más digna. En ese momento, Londres creía que era demasiado bueno para Georgia.
Se movió en el asiento en el exterior del despacho de Zander.
Detrás de las puertas de cristal esmerilado, un voz alta protestaba agotada. La respuesta a los gritos fue un murmullo y luego un agudo estallido final. Momentos más tarde, una de las dos puertas se abrió y salió un hombre, acalorado, agitado, que pasó a su lado hecho un basilisco. La miró.
–Un cordero para el sacrificio –murmuró en voz demasiado alta para que hubiera sido fortuito.
Ella siguió con la vista todo su recorrido hasta uno de los estudios que había al final del pasillo.
–Georgia.
Una voz suave llamó su atención de vuelta a las puertas.
Se puso de pie y extendió la mano. Zander frunció el ceño imperceptiblemente antes de estrechársela. Fue un apretón tan cálido y agradablemente firme como el último.
–Empezaba a creer que ya no volveríamos a verte.
–Tenía que reflexionarlo –una y otra vez en busca de una salida razonable que le permitiera evitar todo el asunto.
–¿Y?
–Y aquí estoy –suspiró. Él retrocedió y le hizo una leve señal a su secretaria, lo que podía significar cualquier cosa, desde que les llevara café hasta que no le pasara ninguna llamada–. Necesitaba estar segura de entender lo que pedían –eso le sonó demasiado defensivo.
Finalmente, él la miró con ecuanimidad.
–¿Y lo has entendido?
–Ya está todo firmado –alzó el contrato.
La cara de Zander mostró un alivio casi desproporcionado. Se sentó en su caro sillón.
Ella ladeó la cabeza.
–¿No esperabas que lo hiciera? –odiaba pensar que tal vez hubiera tenido más margen de negociación.
–He aprendido a no prever jamás los actos de la gente –miró hacia la puerta por la que acababa de salir el otro hombre.
–Tenía una pregunta.
–Claro.
–Es acerca de las entrevistas. ¿Son realmente necesarias? Parece algo muy formal.
–Necesitamos hacernos una idea de quién eres en realidad, para saber con qué empezamos.
–¿Rellenando un cuestionario? Pensaba que si tomaba café con tu secretaria, le contaba algo sobre mí…
–No con Casey. Ella no es lo bastante objetiva.
–¿Porque es una mujer?
–Porque es miembro activo del Equipo Georgia.
Le agradó saber que al menos había una persona en su rincón.
–A no ser que buscaras un almuerzo gratis.
–Claro –lo miró furiosa–. Porque todo esto valdría la pena si pudiera sacarte un plato de sopa –el ceño de él se transformó en una media sonrisa–. ¿Y uno de tus otros acólitos? –sugirió.
–¿Acólitos? –Zander enarcó las cejas.
–Tienes una secretaria a tus órdenes. Y el hombre que acaba de salir no parecía alguien que disfrutara de un rango justo y equivalente en su lugar de trabajo.
–No tengo acólitos –volvió a mostrarse ceñudo–. Tengo personal.
–Entonces, otra persona de tu personal.
–No. Nadie de mi personal.
–Zander –ella suspiró–, preferiría no tener que rellenar ningún cuestionario. Es demasiado frío –por no decir ofensivo. Como si un ordenador pudiera establecer qué le faltaba a su vida cuando ella aún intentaba descubrirlo.
–Nadie de mi personal y tampoco un cuestionario.
–Entonces, ¿qué?
–Yo.
–¿Tú qué?
–Yo te entrevistaré –tomó un bolígrafo.
–¿A-ahora? –tartamudeó ella.
–No. Solo le dejaré un par de notas a Casey para mañana.
–¿Se ha ido? –Georgia se giró en el sillón.
–Sí. ¿Por qué?
–Pensé que… ¿Hace unos momentos no le indicaste con un gesto que hiciera algo?
–Sí, le dije que se marchara a casa. Que yo tenga una jornada laboral prolongada no significa que también ella deba tenerla. En casa la espera una familia.
De modo que estaban… solos. Se preguntó por qué ese pensamiento le desbocaba el pulso. Retiró el sillón.
–Debería irme.
–¿Y qué pasa con la entrevista? Pensé que podríamos ir a tomar algo y charlar.
Para ser una mujer brillante, en ese momento su cabeza se llenó con una asombrosa cantidad de nada. Él se levantó, rodeó el escritorio y Georgia no tuvo más alternativa que dejar que la escoltara fuera del despacho.
–El contrato… –susurró ella a duras penas. Él se lo quitó de la mano, fue a la última página y lo firmó sin leerlo–. Deberían haberme regalado un coche de lujo.
Zander sonrió, revelando unos dientes blancos y parejos.
–¿Adónde irías con un coche de lujo?
–Nunca se sabe. Quizá es algo que quiera experimentar… jamás he llevado nada más elegante que un Vauxhall.
La mirada de él se suavizó. Luego metió la mano en el bolsillo y le entregó un llavero. Irradiaba la calidez de haber estado en contacto con su cuerpo. Georgia lo miró a los ojos.
–Nunca es demasiado tarde para empezar. Considérala la primera actividad del Año de Georgia. Conducir un coche de lujo.
–¿Tu Jaguar? –se quedó boquiabierta.
–¿No es lo bastante elegante para ti?
El entusiasmo se mezcló con el pavor.
–¿Y si lo rayo? ¿O lo abollo? –¿o se lanzaba al Támesis de la excitación?
–Pareces una conductora precavida. Además, tengo un seguro muy completo.
Rod y Nigel ya estaban llevando a cabo un estudio de mercado, pero le dejaban a él los detalles de lo que conllevaría el año. En realidad, lo único que les importaba era que él lograra su participación.
Pero a Zander le importaba mucho en un plano personal que apenas entendía. Solo quería que ella recibiera algo a cambio de todas sus molestias. No le parecía justo fastidiar a una chica en el momento más vulnerable de su vida.
Y él sabía lo que representaba un momento así. Lo había vivido. Sabía cómo lo modificaba todo.
Era una estupidez; no podía decir que hubiera establecido un vínculo con Georgia nada más protegerla de los ojos curiosos que esperaban en la recepción cuando bajaban en el ascensor. Pero así había sido. Había ocupado un rincón de su mente en el instante en que había aceptado el gesto agradecida.
–Pareces llevar esto bastante bien –comentó mientras el camarero les llenaba las copas en su bar favorito de
–. Considerando lo que pensabas de la idea la última vez que nos vimos.
Ella respiró hondo.
–Parece que soy la única de una larga lista de personas que no cree que haya espacio de mejora con Georgia Versión Dos.
–Concédete algún mérito –murmuró él alzando la copa en señal de saludo antes de beber un trago–. Eres más estable de lo que te imaginas.
–¿En qué te basas?
–En mis observaciones.
–¿Sacadas durante un rápido paseo por el bosque?
–Se me paga para prestar atención a las primeras impresiones.
–¿El ascensor? –Georgia entrecerró los ojos.
–Fueron unos minutos duros para ti, y los manejaste bien.
–¿Llorando mientras tú me ofrecías la espalda? –expuso con un bufido.
–La forma de reaccionar bajo una presión extrema te revela mucho sobre una persona –Zander sonrió–. Ni mientras te morías por dentro perdiste tu cortesía.
–¿Percibiste eso? –preguntó insegura.
–Pero no dejaste que pudiera contigo. Mantuviste el control.
–No presenciaste lo que me pasó cuando llegué a casa –musitó ella.
–He dicho que eres fuerte. No una máquina –Zander se rio entre dientes. La miró estrujarse los dedos. Eran unas manos elegantes y cuidadas. Se preguntó cuáles serían los secretos de Georgia Stone. Contuvo esa curiosidad a la misma velocidad con que apareció–. Bueno, ¿has pensado en las cosas que te gustaría hacer en el Año de Georgia?
–No.
Era una mentira, no cabía duda. Después de todo, era humana. ¿Quién no iba a empezar a pensar en cómo gastar ese dinero?
–¿Restaurantes de cinco tenedores? ¿Barcos? ¿Fiestas de primera? Probar cómo vive la otra mitad.
–Puedo ver cómo vive –Georgia se encogió de hombros–. No me interesa especialmente.
–¿Por qué no?
–Porque es… frívolo.
–Eso es bastante parcial, ¿no crees?
–¿Más coches de los que puede conducir una persona, casas de ensueño y guardarropas a rebosar de prendas sin estrenar?
–¿De dónde has sacado esa impresión, de la televisión? –la vio fruncir el ceño–. Yo tengo más coches de los que puedo conducir a la vez. Una casa bonita y suficientes trajes para pasar dos semanas sin mandarlos al tinte –como sabía por experiencia–. Pero no me llamaría frívolo. Quizá haya más de lo que te imaginas.
Y no era por él. Se trataba de un prejuicio ya arraigado.
La vio bajar momentáneamente la vista.
–Tal vez. Pero sigo sin estar interesada como para intentarlo. Me gusta mi propio mundo.
–¿Ciencia y jardines hermosos? ¿Qué más?
–Música clásica. Remar. Películas clásicas. Historia.
Una parte de él suspiró ante la imagen de una vida llena con esas cosas. Cosas serenas, solitarias, delicadas. Pero el director de emisora puso obstáculos.
–Conseguir que nuestros oyentes se entusiasmen con el remo y la música clásica va a ser duro –igual que el resto.
Ella se irguió.
–No es mi problema.
La primera emoción real que le mostraba.
–En cierto modo, lo es, Georgia. Has firmado un contrato que debes cumplir. Necesitamos encontrar un modo de avanzar en esto.
Lo miró con ojos astutos.
–¿Siempre y cuando funcione para vuestros oyentes?
–Tiene que haber cosas con las que ellos disfruten y tú también.
–No lo haré si me refleja buscando a un hombre. O mejorándome lo suficiente como para encontrar a uno.
–Solo el Año de Georgia, entonces. La Chica de San Valentín vuelve a levantarse. Daniel te importaba de verdad… a nuestros oyentes les gustará eso –se oía a sí mismo y sonaba como Rod. Siempre un ángulo. Siempre una zanahoria–. Asignaremos a alguien de la emisora para…
–No. No quiero a ninguno de ellos conmigo.
–¿A ninguno de quiénes?
–De las personas presentes durante la petición. No quiero que vengan conmigo.
Entendía por qué no confiaba en ellos. Aunque lo que ella no comprendía era que todo ese lío era culpa de él, no del equipo.
–De acuerdo, contrataré a algún especia…
–Tampoco desconocidos.
–Georgia, si no puedo usar a nadie de mi equipo ni contratar a alguien, ¿quién lo va a hacer?
–Tú. A ti te conozco.
No pudo contener una carcajada espontánea.
–¿Sabes cuánto gano por hora?
–Estoy segura de que demasiado para que te paguen por horas. Pero esa es mi condición –trató de mostrarse decidida–. Tómalo o déjalo.
No tenía ni idea de cómo negociar. Su inocencia era refrescante.
–Ya has firmado el contrato –le recordó con amabilidad.
Pero aun así, su cerebro se activó de inmediato. Casey estaría encantada de que le delegara algunas tareas, y si era eso lo que hacía falta para que Georgia participara sin poner trabas…
Pero contuvo la aceptación por si tenía más poder unos momentos más tarde.
Toda su vida se resumía en contener las cosas hasta poder sacarles el máximo provecho.
–Mis días se inician al amanecer y concluyen al anochecer.
Georgia se encogió de hombros.
–Yo también tengo un trabajo. Supongo que tendrá que ser por las noches y los fines de semana. Aunque todo depende de lo mucho que desees los niveles de audiencia, claro.
–De acuerdo –dijo él, como si no hubiera tomado su decisión sesenta segundos antes–. Lo haré.
El triunfo de Georgia fue fugaz. Tardó un segundo en comprender que el compromiso de él sellaba por completo el suyo. Y sus siguientes doce meses.
–Una condición más –añadió cuando les sirvieron otras copas–. Nadie mencionará a Dan. Nadie. Lo dejarás completamente al margen.
De sus ojos castaños rezumaba lealtad.
La admiró por seguir protegiendo al hombre que había herido. Un hombre que aún le importaba a pesar de que también él la había herido mucho. Revelaba que podía ser impetuosa e ingenua, pero también leal. Un rasgo muy raro en su mundo.
Se preguntó si ella ya se habría dado cuenta de que no tenía el corazón roto.
–De acuerdo. Daniel se queda al margen.
–Y haz que los medios lo dejen en paz.
Él bufó. Quienquiera que le enseñara modales a Georgia, había olvidado decirle que no abusara de su suerte.
–Nadie puede detener ese tren una vez que se ha puesto en marcha. Puedo prometerte que EROS no lo utilizará, pero no hay nada que pueda hacer si lo buscan otros medios de Londres. Es un chico grande. Sabrá cuidar de sí mismo –adelantó el torso y la miró fijamente a los ojos–. Has jugado bien tu mano en esto… pero ya he cedido en todo lo que pienso ceder. Haré que añadan una enmienda al contrato y lo tendré listo para que lo firmes la semana próxima –ella asintió y se hundió contra el asiento–. ¿Qué te parece si cenamos algo? –lo miró desconcertada–. Porque tú cenas, ¿verdad?
–Ummm, sí. Aunque, por lo general, no fuera. Salvo en ocasiones especiales.
–No me digas que eres una cocinera estupenda.
–No –se rio con sinceridad–, bajo ningún concepto.
–¿No cocinas?
–Preparo comida. Pero no se le puede llamar realmente cocinar. La última de una serie de razones por las que probablemente Dan rechazó mi proposición.
Encendió su tableta y tecleó algo.
–Creo que acabamos de encontrar tu primera idea oficial del Año de Georgia.
–¿Cenar en todos los restaurantes de Londres?
–Escuela culinaria –aclaró él con una sonrisa. Percibió los mecanismos de oposición activándose en el cerebro de ella. Dejó la copa y adelantó el torso–. Georgia, voy a tener una solución para cada obstáculo que levantes. Has firmado un contrato. ¿Qué te parece si trabajas conmigo en esto y no en mi contra?
Ella suspiró y lo miró con esos ojos inescrutables.
–De acuerdo. Lo siento –bebió un sorbo de vino–. ¿Qué tenías en mente?
–Es una lista larga –Georgia se estiró y leyó el folio del revés que Zander tenía ante sí.
–Un año es un tiempo largo. Pero no hay que elegir todo. Además, durante el proceso pueden surgir cosas, de modo que hay que dejar sitio para dichas posibilidades. Si tuvieras que resumir, ¿con qué actividades disfrutarías más?
Le entregó el papel y la elegante pluma. Ella marcó con un asterisco Wimbledon, clases de cocina, que aceptó porque Zander le había dicho que a los oyentes les encantarían, no porque quisiera conocer realmente la diferencia que había entre flambeado y salteado, clases para preparar cócteles, trufas y maquillaje. Esta última porque le parecía importante. Estiró la falda decorosamente sobre sus rodillas.
–Esta sí que la quiero hacer –marcó una opción próxima al final, corriendo un riesgo. No sería algo que él esperara. Y a diferencia de algunas de las otras, esa sí que le interesaba e intrigaba.
–¿Estatuas de hielo?
–Será asombroso. Oooh, y esta… –puso otro asterisco.
–¿Escuela de espías?
–¿Te lo imaginas? –lo miró con ojos entusiasmados.
–No necesito hacerlo –Zander movió la cabeza–. Lo averiguaré.
Ella bebió un poco de vino.
–¿Y qué me dices de viajar? –inquirió él.
–¿Qué pasa?
–¿No te interesa la idea de unas vacaciones?
Volar a otro país le parecía demasiado. Además, no tenía pasaporte. Y la idea de solicitar uno le producía escalofríos.
–¿Adónde iría? –musitó.
–Adonde quisieras –repuso desconcertado.
Como siempre había ido de vacaciones donde vivía, la idea de ir más lejos que Brighton no se le pasaba por la cabeza.
–¿Dónde sería idóneo para tus oyentes?
–¿Nueva York? –Zander se encogió de hombros–. ¿Ibiza?
«¿Ankara?», pensó animada. Después de ver un documental de historia antigua, siempre había querido ir a Turquía.
Pero eso parecía demasiado exótico. Al final de la lista escribió Ibiza. La capital de la fiesta de Europa. El lugar que les gustaría a los oyentes de EROS.
–Puede que vaya añadiendo cosas sobre la marcha. Cosas que se me ocurran –que le gustaría hacer sin que Zander lo supiera. Aunque no permanecerían en secreto demasiado tiempo.
–Perfecto. Arréglalo con Casey. Yo iré a donde ella me envíe.
–Eres muy complaciente. La docilidad no ayudará mucho a tu reputación como jefe temible.
–Yo no soy temible; solo quiero que piensen que lo soy.
–¿Por qué? –no era manera de disfrutar del trabajo.
–Porque así se consigue que las cosas se hagan. No estoy ahí para ser su amigo.
Georgia pensó en su propio jefe. Un hombre divertido y brillante a quien adoraba.
–¿No crees que la gente trabajaría con el mismo afán si sintiera respeto y admiración?
–Me gusta pensar que me respetan. Simplemente, no necesito caerles bien.
No había mucho que pudiera decir al respecto sin ofenderlo. Además, era la persona más triunfadora que conocía. Y, en realidad, no lo conocía.
Reinó el silencio.
–¿Qué haces los fines de semana? –preguntó ella al final.
–¿Qué?
–Dijiste que los fines de semana tenías cosas que hacer. ¿Qué clase de cosas?
–Cosas de fin de semana –la miró fijamente y ella enarcó las cejas–. Entreno –repuso ceñudo.
–¿Saltos? ¿Patinaje artístico? –se terminó el vino.
Él esbozó una sonrisa renuente.
–Carrera de resistencia. Compito en maratones.
–¿En serio?
–Sí –Zander se rio entre dientes.
–Bueno, eso explica el cuerpo…
El horror ante sus palabras la obligó a contenerse, pero no lo bastante deprisa. Despacio, apartó la copa vacía.
–He de mantenerme en forma, así que corro todas las mañanas y hago carreras largas todos los fines de semana.
–¿Todos?
–Prácticamente.
–Solo correr. ¿Sin parar durante horas?
–O marcha dura. Por eso se le llama de resistencia.
–Suena solitario –pero también… zen. Parecido a lo que ella hacía cuando se adentraba en los bosques.
–La soledad no me molesta.
–¿Por eso lo haces?
–Lo hago por el desafío que representa. Porque puedo. Y ahí es donde mejor pienso.
Cuarenta y tantos kilómetros. Mucho tiempo para pensar.
–Vaya. Me siento impresionada.
–No te entusiasmes demasiado. En una competición podemos hacerlo en menos de cuatro horas.
–Añade maratón a la lista –pidió Georgia.
–¿Quieres correr una maratón? –le preguntó sorprendido.
–Dios, no. Solo me quedan dos pies. Pero jamás he presenciado una. Simplemente, puedo mirarte. Ayudarte a entrenar.
La cara de él reflejó una intensa incomodidad.
Una vez más ella había conseguido malinterpretar a un hombre. Eso no era una amistad. No estaban estableciendo lazos. Era un acuerdo de negocios con el único objetivo de seguir su actividad. ¿Por qué diablos él iba a quererla cerca durante los ratos libres que pudiera tener?
–Yo… eh…
Había metido bien la pata como para hacer que el hombre tartamudeara.
–¿Sabes una cosa? He cambiado de idea –dijo con frivolidad, sin sentirse en absoluto frívola–. Dedicarme a mirarte no aportaría nada a la radio. Tacha eso de la lista –esperó ser una mentirosa convincente. Vio que la pluma de él aún flotaba sobre el papel, de modo que no había nada que tachar, por lo que dijo lo primero que se le pasó por la cabeza–. ¿Otra copa?
La lista creció tanto como la velada. No tardaron en tener lecciones de baile, estrenos cinematográficos y un partido de polo.
–¿Podemos permitirnos una plaza en un vuelo espacial comercial? –comentó ella–. Eso sería estimulante.
–No –Zander sonrió–. No podemos. Y no tenemos tiempo hasta que su comercialización se generalice.
–Bah. Eres un aguafiestas.
La observó.
–Creo que lo primero es conseguir que comas algo.
Ella se irguió ofendida.
–No estoy borracha.
–No, no lo estás. Pero lo estarás si sigues así.
–Quizá la nueva yo bebe más a menudo.
Él recogió los papeles y la tableta con la que habían hecho consultas en Internet y los guardó en su maletín.
–¿En serio? ¿Es así como quieres iniciar el Año de Georgia? ¿Recibiendo críticas feroces?
Ella reflexionó en sus palabras.
–¿Hemos empezado?
–Es el primer día.
–Entonces, deberíamos irnos –porque no quería empezarlo de esa manera.
–Deja que te invite a cenar. Conozco un buen sitio. Podemos ir paseando. Te despejará.
–¿Por qué tu mente no está embotada? Has bebido lo mismo que yo.
–¿Masa corporal? –Zander se encogió de hombros.
Ella volvió a reclinarse en el asiento y sonrió feliz.
–Eso es tan injusto… –entonces se irguió con brusquedad y buscó su teléfono–. Debería llamar a Dan. Explicárselo.
Zander le frenó la mano antes de que los dedos pudieran cerrarse en torno al móvil.
–No. No lo hagas con el estómago vacío. Vayamos a comer algo.
Tenía razón. Necesitaba hablar con Dan cara a cara. Se puso de pie.
–De acuerdo. ¿Qué vamos a cenar?
–Podríamos empezar tus clases de cocina esta noche. Algo informal.
–Yo vivo a kilómetros de aquí.
–Yo no –él sonrió.
Y como con un chasquido mágico de los dedos, Georgia recobró la sobriedad. Zander Rush la iba a llevar a su casa. Para darle de comer. Para enseñarle a cocinar. Algo en todo eso parecía tan… íntimo.
–¿Sabes? Tengo que hacer algunas cosas esta noche antes de ir a trabajar mañana –mintió–. Creo que lo mejor será que regrese a casa.
–¿Y qué me dices de la cena?
Si tenía la mente lo bastante despejada como para mentir, la tenía para ir en metro.
–Estamos a una manzana de la estación.
La sonrisa de él fue indulgente.
–Lo sé. Tú nos trajiste aquí.
–Es la misma línea de Kew Gardens. Solía tomarla todo el tiempo para ir a casa –la conocía bien.
–Al menos deja que te acompañe hasta la estación.
Se puso de pie.
–Será estupendo, gracias.
–Sigues siendo tan cortés… –Zander movió la cabeza.
–Recibí una educación a la antigua –Georgia se encogió de hombros.
–¿Padres tradicionales?
–Bajo ningún concepto. Prácticamente me crió mi abuela. Para darme estabilidad. En realidad, mi madre… no estaba bien adaptada… al papel.
La miró de reojo.
–Yo soy el menor de seis hermanos de padres mayores, así que es posible que nos criara una generación similar.
Tardaron unos pocos minutos en llegar a la estación, y algo en su andar y en su incesante charla sobre la infancia le indicó que realmente quería estar sola, porque no volvió a intentar convencerla.
Se detuvo ante la entrada.
–Bueno…
–¿Estarás en contacto?
–Lo hará Casey. Mi secretaria.
Claro. Sus acólitos.
–Ella organizará un programa para los próximos meses.
–Entonces… supongo que nos veremos en la primera actividad.
–Recuerda que para los demás seremos desconocidos. Yo solo seré tu sombra. Ni siquiera te saludaré cuando llegues.
Extraño. Pero mejor. Como hicieran esas cosas juntos, se sentiría demasiado cómoda, lo cual no era una buena idea a juzgar por lo a gusto que se había sentido en las últimas horas.
–Lo recordaré. Hasta la vista –cuando iba a entrar, se detuvo–. Gracias por dejarme conducir el Jaguar.
–Cuando quieras.
Zander cruzó la calle y enfiló por la acera que llevaba al jardín trasero de su casa, donde habían aparcado el coche.
Se dijo que le faltaba práctica. ¿Quién llevaba a una mujer a un bar y luego bebía hasta no poder acompañarla a casa? ¿Quién dejaba que una mujer fuera en el metro sola por la noche?
Un hombre que se esforzaba en no sentir que tenía una cita.
Había estado a punto de sabotear esa reunión de negocios invitándola a cenar a su casa. El viejo Zander no habría dejado pasar tantas horas sin encargarse de que ambos comieran. Hacía tiempo que el nuevo Zander había aparecido. Ese Zander tenía unos músculos comerciales perfectamente definidos, aunque a costa de su cortesía social.
Cualquier músculo se atrofiaba si no se usaba.
Y al final la guinda. «Cuando quieras». Podría haber dicho «De nada» o «ni lo menciones», pero había soltado un «cuando quieras». Como si aquello fuera a repetirse.
Empujó la cancela de su propiedad y observó el sendero largo y sinuoso entre los amplios jardines que llevaba al invernadero.
Era evidente que aún existía algo de su antiguo yo. Algo que respondía a la compañía relajada de Georgia y el modo diferente en que se relacionaba con él. Simplemente, a ella no le importaba quién era o que fuera la única persona que se interpusiera entre ella y una demanda judicial. O quizá no lo reconocía.
Lo miraba con esos ojazos castaños y lo trataba exactamente como a cualquier otra persona.
Algo que ya nadie hacía. Ni Casey, la persona más parecida a una amiga que tenía en el trabajo, quien siempre tenía cuidado de no cruzar la línea de la familiaridad. Incluso ella era consciente de que su futuro estaba en manos de él.
Porque de forma habitual se lo recordaba a todos.
Sus acólitos.
Llevar a Georgia a casa o que aceptara cenar con él habría sido una complicación.
Había firmado un contrato; el momento de cortejar a la Chica de San Valentín, profesionalmente, se había terminado. Debería haberle dado una lista de actividades organizadas por la emisora y punto final. En vez de ser un tonto, de reaccionar a un acontecimiento sucedido quince años atrás y dejar que le nublara el juicio.
En vez de sentir empatía.
Solo porque él había pasado por lo mismo que Georgia, salvo que en su caso había llegado hasta el mismo altar antes de darse cuenta de que su novia no iba a presentarse porque iba camino del aeropuerto de Londres con las damas de honor. Lo que siguió fue media hora horrible de gritos y recriminaciones antes de que el sacerdote lograra despejar la iglesia. La familia y los amigos de Lara se habían puesto frenéticamente a la defensiva, lo normal si alguien a quien se quisiera hubiera hecho algo tan chocante. Su lado de la iglesia se había congregado en torno a él de forma estoica, lo que enardeció más a la familia de Lara porque esta sabía, sabía, que había cien maneras mejores de no seguir adelante con una boda que no presentarse. Pero Lara había elegido la que le causaría menos dolor a ella.
Si tener el corazón roto ya era angustioso, sufrir la humillación pública ante todas las personas que le importaban había sido peor.
Y las consecuencias se habían extendido durante una década y media.
Subió las escaleras y fue directamente a su despacho. La habitación más importante de su casa, donde trabajaba el doble que los demás para sobresalir en su campo.
Era lo único que tenía que agradecerle a Lara.
Prepararlo para el éxito que le había dado un despacho de lujo en una gran casa de Hampstead Heath y que lograra codearse con la gente más poderosa del país.
Y todo lo que tenía, desde su colección de coches de lujo hasta los trajes a medida y esa casa, representaban el hecho de que nadie más volvería a sentir pena por él jamás.
Aparte del hecho de que nunca volvería a permitirse hallarse en una posición tan vulnerable.
El dinero se encargaba de eso.
Y el éxito.
El mundo corporativo podía ser una amante despiadada, pero era constante. Y si alguien quería machacarte, se le veía venir.
Qué patético que necesitara una buena excusa para ir a Kew y ver a Dan como por casualidad. Si había encontrado el valor para enfrentarse a la verdad de los motivos que había tenido para declararse, ¿acaso no podría estar cara a cara con Dan? El hombre que había sido una parte tan importante y firme en su vida durante el último año. Incluso más, si se contaba la amistad anterior.
Seis semanas eran suficientes para darles a ambos cierta perspectiva.
Además, tenía que llevarles unas semillas a sus compañeros para que las identificaran.
Las dejó en el departamento de propagación y luego fue por detrás hasta los invernaderos. Allí era donde Dan pasaba la mayor parte del tiempo, cultivando a las carnívoras, como las llamaba, tan populares para él como para el público.
Conocía esos senderos tan bien como las pecas de su cuerpo. Desde mucho antes de Dan. Casi había olvidado lo que era eso.
Al acercarse comenzó a acelerársele el pulso. Y entonces las puertas se abrieron y salió una mujer.
–¡Oh, disculpa! –exclamó Georgia. La otra chica tenía unos bucles dorados y la bata que todo el mundo llevaba allí. Pero debajo lucía un vestido ceñido de color rosa, exhibía unas uñas brillantes y bien cuidadas, tacones de diez centímetros y un maquillaje impecable.
No como la gente que trabajaba en los laboratorios.
–Casi chocamos –la mujer sonrió y retrocedió para sostener la puerta.
En cuanto vio la identificación que llevaba en el pecho, todas sus excusas bien razonadas para no vestir mejor se evaporaron. Esa mujer era una especialista en orquídeas… trabajaba con tierra todo el día. Sin embargo, podía compaginarlo con un aspecto deslumbrante.
¿Qué excusa tenía ella?
–¿Puedo ayudarte? –preguntó la otra chica.
–Busco a Daniel Bradford.
–Está en la sala de exposiciones ocupado con una Nepenthes tentaculata. ¿Le transmito algún mensaje? –en sus ojos apareció un leve destello de curiosidad.
Si la suerte le había permitido no encontrarse con alguien que la conociera, no pensaba estropear esa oportunidad para el anonimato.
–No, conozco el camino. Iré a buscarlo allí. Gracias.
La mujer se apartó de las puertas con una sonrisa.
–De nada.
La observó alejarse. Tacones. Le daban un aire muy especial al andar, incluso sobre gravilla o hierba. Era una pena que ella no tuviera zapatos con tacones aparte de unos utilitarios de tres centímetros de alto.
Quizá era algo que podía incluir en la lista del Año de Georgia.
«Aprende a caminar con tacones».
Tardó casi diez minutos en llegar a la zona pública y abrirse paso entre la exposición de plantas carnívoras. Las puertas estaban siempre cerradas para mantener la temperatura ambiente correcta y a diferencia de las otras, esas eran silenciosas.
–¿Dan? –el silencio continuó, pero, de algún modo, cambió. Se cargó. Georgia supo que la había oído–. Sé que estás aquí, Dan.
Salió de detrás de un gran letrero. Confuso. Cauteloso.
–Hola. No sabía que pensabas venir.
–Dejé algunos especímenes para que los identificaran. Se me ocurrió pasar a saludarte.
Hasta a ella le sonó falso.
–Hola –repitió él.
Hubo un silencio. Quizá seis semanas no eran suficientes.
–¿Cómo estás? –aventuró.
–Bien. Sobrellevándolo.
–¿No mejora?
–En realidad, no –Daniel apretó los labios.
Ella asintió. Hubo más silencio.
–He… venido a decirte que lo siento. Otra vez.
–¿Tus correos electrónicos y mensajes no son suficientes?
–No quería… No sin verte –no sabía cómo podía costar tanto romper con alguien con quien ya se había roto.
–Es carnaza para los paparazzi –él se encogió de hombros.
–Escucha, Dan, si pudiera dar marcha atrás, lo haría. Sé que tú no pediste nada de lo que te está pasando.
La suspicacia regresó a los ojos castaños de Daniel.
–Georgia…
–Yo… firmé un contrato con la emisora de radio para toda la… –ni siquiera pudo emplear la palabra «declaración»–. He de cumplirlo.
–Solo espero que «yo» no signifique «nosotros».
–Por supuesto. Estipulé la condición de que no se te involucrara –algo que podría haber pensado desde un principio–. No es sobre nosotros, sino sobre mí. Cómo me recobro –el ceño de él se acentuó. Parecía expresar: «Di lo que tengas que decir y vete»–. Solo quería asegurarme de que estabas bien y contarte por qué oirás más de mí desde la emisora.
–¿Bromeas? –bufó Dan–. Nunca más volveré a escuchar ese dial. ¿Comprendes que cada vez que vayas allí las cosas se removerán?
–Zander piensa que alejará la atención de ti. Que la mantendrá en mí –como debía ser.
–¿Zander?
–Es el director de la emisora. Era su promoción.
–Disculpa si no deposito mucha fe en alguien que idea una promoción semejante –comentó receloso.
De alguna parte en su interior surgió el intenso deseo de defender a Zander.
–Esto es responsabilidad mía, Dan. Intento arreglarlo de la mejor manera que puedo.
–Lo sé. Lo siento. Haz lo que tengas que hacer, George –respiró hondo–. Y yo haré lo mismo para mantenerme al margen.
Sonaba críptico, pero justo.
–De acuerdo. Bueno, debería irme –entonces se le ocurrió que, posiblemente, no volvería a verlo jamás. Frunció el ceño–. No sé muy bien cómo despedirme de ti por última vez. No termina de encajar.
Pero comprendió que eso era todo. Muy incómodo, pero en absoluto doloroso.
Él se adelantó, se limpió la tierra de las manos y luego tomó la suya.
–Adiós, George. No seas demasiado dura contigo misma. Nadie ha muerto con esto.
No. Salvo esa parte que solía estar contenta consigo misma.
–Cuídate, Dan.
–Puede que nos veamos por aquí.
Dio media vuelta y se marchó. Y todo ese capítulo de su vida se cerró a su espalda igual que las puertas hidráulicas del invernadero.
Y seguía sin sentir dolor. Solo tristeza. Como perder a un buen amigo.
¿Era esa la razón por la que Dan nunca había querido que la relación fuera a más? La hermana de él siempre había insinuado que había algo importante en su pasado, pero él jamás lo había compartido y ella nunca había sentido que podía preguntarlo. Sintomático del motivo por el que no estaban hechos el uno para el otro. Dan no quería más porque en su interior no tenía más para dar. Y quizá ella tampoco. ¿Cuánto tiempo hubieran seguido de esa manera si ella no hubiera provocado el fin de la relación de forma tan sorprendente y pública?
Se había sentido muy atraída hacia él porque era sólido y fiable, cualidades que hablaban de estabilidad, algo que apenas había tenido en su pasado. Pero jamás se había sentido arrebatada mientras lo esperaba en el despacho. Nunca se había sentido valorada por él como lo había hecho de pie detrás de un desconocido en un ascensor mientras la protegía de los ojos curiosos.
Zander.
Tan incompatible para ella como el que más; sin embargo, con unas pocas reuniones había agitado más emociones en su interior que el hombre con el que había planeado casarse.
Todos motivos válidos para mantener la distancia emocional.
Ya había tomado suficientes decisiones malas en base a lo que sus amigos o el resto del mundo hacían; necesitaba ahondar en su interior y ver qué era lo que quería hacer ella.
Aunque le diera miedo mirar lo bastante hondo como para descubrir que ya no le quedaba nada.