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El pueblo de Bérchules

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Bérchules era el pueblo más cercano a casa y el primero que visitamos. Me pareció un lugar sin pretensiones que no busca ser más de lo que es. No se maquilla para ser más atractivo, para lucir bien, sino que se muestra tal como es, blanco, gastado, dormido, atravesado por el paso del tiempo, entendiendo que su principal virtud es el paisaje que lo envuelve.

Bérchules me pareció un río al que le había crecido un pueblo encima. Además de muchas fuentes de agua potable en las cuales los berchuleros llenan sus botellas, hay un lavadero público con piletas alimentadas sin descanso las veinticuatro horas del día por ese oro líquido cuyo sonido, al abrirse paso, parece querer compensar el silencio del pueblo dormido a la sagrada hora de la siesta. El lavadero es una película de otro tiempo, una foto en blanco y negro. Imaginé a la gente ahí, lavando la ropa y aprovechando ese rato para charlar de la vida. No sabía si eso realmente seguía sucediendo, pero me gustó pensar que sí. Lo hicieran o no, el agua seguía corriendo.

Bérchules fue el primer pueblo de España que conocí en el que no vimos ni un solo turista. Y en plena hora de la siesta, los berchuleros tampoco abundaban por la calle. Quizás por eso las únicas dos personas que nos cruzamos me quedaron grabadas. Eran dos señoras bien entradas en años. Una en la puerta de su casa, la otra que le hablaba desde afuera. La primera decía que esa calle era muy buena en verano y muy mala en invierno, porque el viento baja directamente desde la sierra por ahí, lo que cambia lo bien o mal que es recibido según la época del año. Me imaginé que tenía razón y que todo en Bérchules (el agua, el viento) viene directamente de la sierra, porque la mayoría de su territorio está dentro del Parque Nacional de Sierra Nevada y es uno de los pueblos más altos de España.

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