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La insolvencia externa
ОглавлениеLa insolvencia externa significa que el país carece de la cantidad necesaria de moneda extranjera en reservas y crédito para cumplir sus pagos al exterior en las condiciones promedio del mercado, no a tasas astronómicas ni sujeto a programas de ajuste u otras condiciones extraordinarias.
La crisis argentina de 2001 ejemplifica la insolvencia externa. En ese año las reservas internacionales del BCRA (Banco Central de la República Argentina) se desplomaron (-44%), pasaron de 27 mil a 15 mil millones de dólares entre enero y diciembre; en la segunda mitad del año el mercado financiero internacional canceló el crédito voluntario para el país, y también fallaron otras fuentes de divisas, como el FMI, que en diciembre denegó un desembolso y suspendió el acuerdo vigente. El sector público nacional no tenía moneda extranjera suficiente, propia o prestada, para afrontar la deuda, cuyos intereses en 2001 sumaron 11 mil millones de dólares, monto equivalente al 42% de las exportaciones.
El país incubó la insolvencia externa durante los diez años de la convertibilidad. En ese lapso, los pagos al exterior por importaciones, intereses y utilidades de las firmas extranjeras sumaron unos 400 mil millones de dólares, y los ingresos en moneda extranjera por exportaciones, intereses cobrados y utilidades de las firmas argentinas en el exterior poco más de 300 mil millones de dólares. Este déficit de moneda extranjera que al cabo de una década sumaba unos cien mil millones de dólares fue financiado principalmente a través del aumento de la deuda externa pública, en menor medida deuda privada, y por los ingresos de divisas por privatizaciones y por inversión extranjera, especulativa y directa, que cesó también al asomar la crisis. El gobierno argentino colocaba deuda en moneda extranjera y vendía las divisas entrantes al Banco Central, a cambio de pesos. Así, el BCRA pudo mantener un nivel aceptable de reservas internacionales y sostener el tipo de cambio fijo, de un peso igual a un dólar, a pesar de su evidente atraso y de su impacto desastroso en la producción y el empleo, hasta que la escasez de divisas fue demasiado grande; el BCRA no tenía suficientes dólares para contener la salida de capitales ni para los otros usos. La insolvencia externa era visible desde años atrás, pero ni el gobierno ni el FMI, que monitoreaba constantemente la macroeconomía, ni los consultores, alertaron a tiempo sobre la tragedia argentina. Todos estos temas se profundizan en el capítulo 4.
Ya en el año 2000 los intereses de la deuda se llevaban un tercio de las divisas de exportación, pero las alarmas no funcionaron. El coro de economistas liberales repetía que los déficits de la cuenta corriente (entradas menos salidas por pagos del comercio de bienes y servicios, los intereses, las utilidades y las remesas) no importaban si el país “hacía los deberes” para conservar la confianza del capital internacional y compensar esos déficits. Pero estos consejos eran mentirosos e interesados: el capital se va cuando la economía real, la productiva, se agota. Algunos autores, como Joseph Stiglitz, Paul Krugman y Olivier Blanchard, entre los más difundidos del imperio global, desmintieron o atenuaron estas ideas justificadoras del saqueo de los países emergentes a través del endeudamiento externo, pero ya se sabe que la codicia no conoce razones, y actualmente un nuevo endeudamiento externo azota a esta Argentina desmemoriada.
Tras la renegociación de su deuda externa en 2005 y 2010, el país recuperó la solvencia para afrontar pagos al exterior. Hasta 2015 los pagos netos de intereses rondaron el 5% de las exportaciones, medida bastante holgada, pero en los tres años siguientes esos pagos comenzaron a crecer y este indicador se duplicó; aunque aún está lejos de las catastróficas cifras del default de 2001, su tendencia continúa en alza.
Otro indicador de la solvencia externa, definida como la sostenibilidad de acumular deuda externa en relación a la capacidad de pagarla, es el déficit de la cuenta corriente como porcentaje de las exportaciones. En los años de la convertibilidad, más exactamente entre 1992 y 1999, año inicial del tobogán de la crisis, este indicador promedió 48%, quiere decir que sólo alrededor de la mitad del déficit de la cuenta corriente se cubría con dólares provenientes de las exportaciones; el resto había que financiarlo con ingresos de capital. En los últimos años, ese ratio fue aumentando, y a fines de 2017 y comienzos de 2018 alcanzó 51,5%, señal del peligro de seguir aumentando la deuda externa. Y allá fue el gobierno, a golpear las puertas del Fondo Monetario Internacional, sin tomar ninguna precaución para cerrar el grifo de la pérdida de divisas por fuga de capitales, exceso de importaciones u otros usos improductivos que afectan la solvencia externa del país.