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Límites riesgosos

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“Cuanto mayor sea el nivel de la deuda pública, más probable es que la política fiscal y la deuda pública sean insostenibles. Esto se debe a que, en igualdad de circunstancias, una deuda más alta requiere un superávit primario más elevado para mantenerla. Además, una mayor deuda generalmente se asocia con un menor crecimiento y tasas de interés más altas, por lo que se requiere un saldo primario aún mayor para atenderla.” (FMI, Staff Guidance Note for Public Debt Sustainability Analysis In Market-Access Countries, 2013. Traducción propia).

El instructivo del Fondo Monetario Internacional para analizar la deuda pública al que pertenece el párrafo transcripto incluye tanto a la deuda interna como a la externa, pero identifica como más problemática a esta última. A tal punto que si apenas el 20% de la deuda pública se denomina en moneda extranjera ya señala un leve síntoma de riesgo; si alcanza al 60% el peligro es considerable. Por desgracia, a causa de las emisiones realizadas desde 2016, Argentina ya superó ese umbral. En junio de 2018 un 75% de la deuda pública de la nación, sin incluir a las provincias, era en moneda extranjera.

El indicador más general de la deuda externa es su relación con la capacidad de pago del país. El problema es cómo definir esta capacidad, qué poner arriba y sobre todo abajo en la siguiente fórmula:

Indicador de Deuda = Endeudamiento

Capacidad de pago

¿Cuál es el límite de la capacidad de pago? Argentina durante la mayor parte de su historia priorizó atender la deuda externa por encima “del hambre y la sed” de su población, como dijo el presidente Nicolás Avellaneda en su mensaje al Congreso de 1876. Sólo en dos ocasiones –1984 y 2005, en las presidencias de Raúl Alfonsín y Néstor Kirchner– el gobierno argentino propuso a los acreedores, y en la última de ellas lo logró, adaptar el servicio de la deuda a la capacidad de pago del país, incluyendo en ella oxígeno económico. “Nunca se supo de nadie que pudiera cobrar deuda alguna a los que están muertos”, discurseó el presidente Néstor Kirchner ante la 58ª. asamblea anual de la O.N.U. (Organización de las Naciones Unidas), el 25 de setiembre de 2003. Definir qué se entiende por “capacidad de pago” es, pues, la clave para construir este indicador de la deuda, de la que tironean de un lado quienes creen que la vida humana y digna es lo principal, y del otro los que la consideran ofrendable al becerro de oro.

Las definiciones oficiales dominantes omiten el criterio de sostenibilidad de la vida humana para establecer los límites del ajuste o apriete para atender la deuda externa. Sus discursos de protección para los vulnerables en las últimas dos décadas son puramente retóricos, como revelan las tragedias sociales de Grecia, Puerto Rico, Jordania, Haití, entre las más recientes. Un estudio sobre 30 países que aplicaron políticas de ajuste con programas del FMI encontró que los suicidios aumentaron fuertemente: por ejemplo, en Grecia crecieron un 40% (Eleftherios Goulas y Athina Zervoyianni, IMF –lending programs and suicide mortality–, Social Science & Medicine, nº 153, 2016, p. 44-53). Las exigencias de bajar salarios, jubilaciones, gastos en salud y educación, de aumentar las tarifas de la energía con cargos inventados e injustificables, señalan la hipocresía de la pretendida defensa de los vulnerables, la inclusión hacia abajo que arrastra cada vez más a las empobrecidas capas medias, mientras los programas económicos basados en el endeudamiento y el ajuste concentran la riqueza cada vez en menos manos, a costa del resto de la población.

Mientras un país se endeuda, a juicio de los promotores del endeudamiento, siempre puede endeudarse un poco más; y cuando la deuda se hace impagable la economía siempre puede ajustarse más. La proximidad del impago diversifica las fuentes de ganancia. Algunos cobran seguros contra default; compran deuda a precio vil y obtienen judicialmente su valor nominal, intereses, cargos (es la estrategia de los fondos buitres); compran activos del país defaulteado –empresas públicas y privadas, tierras, lo que sea– a precios de ganga, e imponen condiciones de vasallaje para asegurar la transferencia de valor económico a su favor. Mientras tanto, despotrican contra los deudores a los que antes prestaron irresponsablemente.

Abogados y consultores hacen su agosto. Pero siempre paga la misma parte: los ciudadanos comunes, nunca los funcionarios, agentes y corporaciones públicos y privados que tomaron la deuda o concedieron los préstamos a sabiendas de su inviabilidad, que sus indicadores no señalan ni detienen el saqueo del pueblo vencido o endeudado. El geógrafo y teórico social inglés David Harvey sostiene que el capital tiene preparadas la devaluación y destrucción administrada de quienes dejan de pagar las deudas, pero ninguna sanción a los acreedores que prestan irresponsablemente.

En lo técnico, los indicadores considerados más significativos son la relación entre el monto de la deuda externa y la capacidad de pago del país respecto a tres conceptos: a) el producto interno bruto; b) las exportaciones de bienes y servicios; y c) los ingresos del sector público. Pero como la mayor parte del producto bruto y la casi totalidad de los ingresos públicos son en moneda nacional, mientras que la deuda externa es en moneda extranjera, compararlos es insuficiente para anticipar la incapacidad de pago. Por ejemplo, en 2001 el PIB de Argentina era de 269 mil millones de pesos o dólares, y la deuda externa total ascendía a 149 mil millones de dólares (la pública era de 88 mil millones de dólares).

Con estos números la deuda externa representaba un 55% del producto bruto, proporción aceptable aunque riesgosa. Pero la devaluación de 2002 triplicó el tipo de cambio; el producto bruto valuado en dólares cayó a sólo 104 mil millones, y Argentina pasó a adeudar un producto bruto y medio, ratio altísimo e impagable. Con los ingresos públicos sucedió lo mismo: su valor en dólares cayó a la tercera parte; por ende, los intereses de la deuda en moneda extranjera se hubieran llevado la mitad del presupuesto público, una situación inviable, tampoco anticipada por el indicador standard de intereses de la deuda respecto al gasto público.

Tal vez a causa de la falibilidad señalada, la medida más importante para estimar la viabilidad es la deuda externa expresada en años de exportaciones (deuda externa a fin de un año dividida por las exportaciones de ese año), porque ellas son la fuente de divisas más genuinas de un país, ya que no dependen de los mercados financieros ni generan obligaciones futuras de pagos en divisas. Este ratio fue alarmante durante toda la convertibilidad, la deuda externa representaba entre 5 y 6 años de las exportaciones. En 2018 ya supera los 4 años.

Si para evitar el problemático descalce de monedas los gobiernos adoptaran la dolarización con eliminación del peso –idea que sobrevoló durante toda la administración menemista, y los mismos que la propusieron entonces la proponen ahora, bajo la presidencia de Mauricio Macri– la depresión y la miseria se profundizarían, como en Grecia, que endeudada y sin poder devaluar, perdió más de un cuarto del PIB, medio millón de jóvenes se fueron al exilio económico, y proyecta un desempleo de dos dígitos hasta mediados de este siglo

Historia de la deuda externa argentina

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