Читать книгу Isla de sirenas - Norberto Luis Romero - Страница 7

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Hacía tiempo que la abuela había puesto el cartel de alquiler; consideraba que no estarían de más unos ingresos extras para compensar su exigua jubilación y el injusto sueldo de maestro de su nieto Carnal, y así se lo hizo saber a este, que en un principio se mostró reticente, hasta que ella acabó por convencerlo recordándole, asimismo, los magros ingresos de Serafín, tan esporádicos a medida que menguan las oportunidades de trabajar como estibador en el puerto. Estuvo tanto tiempo colgado en la ventana del piso superior, que la abuela había llegado a olvidarse de que lo había puesto allí, hasta la mañana en que se presentó Nerea, llamó a la puerta, y haciéndose entender por señas, se mostró interesada. También por señas le hizo saber a la abuela que su presencia en la isla se debía a la afición de recolectar especimenes de conchas y caracolas marinas, si bien Adelina jamás supo para qué las quería.

¿En qué idioma hablará esa muchacha?, le preguntó luego a Carnal, intrigada con esa jerga para ella tan extraña. Pero fue la propia Nerea quien, al día siguiente, antes de encaminarse a la playa dispuesta a comenzar su trabajo, se encargó de decirles que hablaba finés, señalándoles el país en el globo terráqueo que había sido de Rodrigo, que Adelina recuperó prontamente de la caja de sombreros donde lo guarda. Y a continuación, soltó una serie de parrafadas de las que no entendieron una sola palabra, pero que a la abuela le bastaron para quedarse encantada con la chica, porque intuyó que era buena persona, y también porque de inmediato adivinó en los ojos de su nieto Serafín un brillo inequívocamente feliz.

Carnal también se daría cuenta enseguida de que este se había quedado embobado nada más ver a la muchacha, y experimentaría una especie de brecha o desgarrón abierto en el pecho.

Mi hermano creyó ver en ella a un ángel, pensaría esa noche, durante la duermevela, cuando a menudo confunde recuerdos y ensoñaciones. La limitada y torpe visión de Serafín le impide ver el verdadero rostro o bajo la máscara, y un corazón mezquino cuajado de oscuras intenciones. De buena gana lo hubiera abofeteado: despierta, hermano, deja de soñar y abre los ojos a la auténtica naturaleza de esta sabandija. Pero una espesa telaraña envolvía a mi hermano, y aún hoy es reacio a despojarse de sus pegajosos hilos. Nerea nos robó su cariño y fracturó la armonía de la casa interfiriendo en nuestros hábitos, abriendo grietas a la ligera en nuestras costumbres, como quien deja una puerta abierta a merced de las inclemencias del invierno por pura haraganería o displicencia. Por eso —y porque sus sentimientos jamás fueron auténticos— nunca la quise. La acepté a regañadientes, consciente de que Serafín estaba obsesionado con ella, y de que su felicidad, entonces, dependía de ese amor hallado a la deriva, como un náufrago traidor, cuyos ojos angelicales imploran socorro, mueven a la piedad, y en el preciso momento de ser rescatado, alarga un brazo mortífero y arrastra a su salvador consigo a las profundidades.

En la madrugada del jueves, Serafín se despertó de pronto, impulsado por un misterioso vértigo, y halló entre sus brazos un cuerpo rígido y helado, con unos ojos verdes y vacuos, que aparentaban estar fijos en la lámpara del techo. Tardó horas en cobrar a medias conciencia de lo sucedido, tomar la decisión de bajar al cuarto de su hermano y decírselo, con voz desmantelada y temblorosa, porque fue incapaz de aceptarlo plenamente, y prefirió creer que estaba inmerso en una pesadilla:

Está fría. No se mueve... y tengo miedo, pudo articular antes de abrazarse a Carnal y romper en un llanto demoledor.

Carnal lo había mantenido aferrado a su pecho con fuerza, y, embargado por una emoción indescriptible y una ternura largamente contenida, lo había cubierto de besos y caricias. Tantas veces, de niños, Serafín hubo requerido el abrazo de su hermano, su pecho donde dejar las lágrimas, donde volcar su pánico, fruto de alguna de sus pesadillas nocturnas, de su miedo incontenible. También un mal sueño los hermana desde antaño, y en él comparten visiones de espanto, y si Carnal las supera cuando llega el alba, Serafín permanece anclado a ellas horas o días enteros, sumido en una angustia desesperante, desolado y temeroso de revivir las imágenes cuando vuelva a cerrar los ojos.

El miedo generó en él una dependencia de su hermano enfermiza. Y Carnal tiene remordimientos por haber sido tan brusco la madrugada del jueves cuando, una vez arriba, señalándole el cadáver, le aseveró:

No estás en una pesadilla; ella está muerta, ¿no lo ves? Y lo había sacudido por los hombros y obligado a que la mirase.

Luego, cuando Carnal bajó y hubo despertado a la abuela Adelina, subió con ella, quien de inmediato comprobó la rigidez y frialdad de Nerea.

En efecto, había dejado de ser la mujer de belleza exótica, cautivadora e inquietante, y perdido su hechizo al transformarse en un despojo imperturbable, carente de magia y seducción. Ni siquiera la serenidad de la muerte, que tantas veces realza la belleza, preservaba intacto alguno de sus atractivos; por el contrario, una pátina cérea tintaba su piel volviéndola abyecta, casi obscena.

Fue entonces cuando Serafín cobró cabal conciencia de los acontecimientos, perdió su escasa templanza y se vino abajo, se dejó caer de rodillas, a un lado de la cama, y se abrazó con fuerza al cuerpo de Nerea, a esa carne inerte y destemplada que bañaba de lágrimas.

Al verlo de rodillas enlazado al cadáver, Carnal rememoró fugazmente viejas imágenes, turbadoras por su persistente viveza: aquel Serafín con los ojos cubiertos de lágrimas, aferrado con desesperación a las piernas de su madre, horrorizado ante la visión de aquel corderito desangrándose; y vio al mismo niño, con cinco años más, asido a su mano, presa del pánico, formulando a media voz un juramento.

Cuando Adelina y Carnal consiguieron deshacer el abrazo de Serafín, desprenderlo del cuerpo de Nerea, al que se aferraba como una lapa, fue cuando se hundió en este abismo de dolor.

Sabía que Nerea iba a morir, le confesaría compungida la abuela a Carnal aquella mañana, cuando este acudió a su dormitorio, la despertó y se lo dijo. Y aunque desolada, sin perder un ápice de su natural aplomo, había agregado: Sabía que a esta pobre chica le quedaban pocos días de vida. Y no pudo evitar que en sus ojos, todavía somnolientos, apareciera una lágrima que su nieto detectó al vuelo, antes de que ella la escamoteara restregándoselos, fingiendo quitarse de encima los residuos del sueño.

Carnal la había mirado con extrañeza, sorprendido con esta revelación. Ella, sin darse por aludida, se había explayado:

Tú sabes que tenía puestas muchas esperanzas en esta muchacha. Había bajado el tono de voz hasta hacerlo confidencial, confiando en la complicidad de Carnal para confesarle: sé que a ti nunca te cayó bien y jamás le tuviste simpatía, pero no me gustaría que lo supiese tu hermano, porque se sentiría defraudado y herido. Aunque no te conmueva su muerte, que él no se dé cuenta, por favor. Ya sabes lo mucho que te quiere y depende de ti. No olvides que padeció mucho...

También yo padecí.

Pero es distinto; tu tienes la fortaleza que a él le falta. Él salió a vuestro padre, y tú saliste a tu madre y a mí.

Sentada en la cama, había mirado fugazmente a su lado comprobando que su marido todavía dormía. Había alargado una mano hacia la mesilla de noche y apagado la radio, donde oía muy bajito las noticias de la mañana.

El mundo es un desastre, murmuraría a continuación.

Todavía compungido, temeroso de que ella sospechara algo, y a pesar de imaginar que recibiría una respuesta poco o nada razonable, y sí en cambio una extravagancia espiritista, Carnal se arriesgaría a preguntarle cómo había intuido que Nerea iba a morir.

Ellos me lo dijeron, había contestado Adelina haciendo un ademán solemne, señalando con un dedo rígido hacia arriba. Hace días, continuaría diciendo, hubo una carta precipitada escrita automáticamente por la señora Esmeralda, y en ella decía: «La sirena que salió del agua, al agua volverá». Claro, por entonces, ninguno de nosotros supo a qué se refería, pero luego, dándole vueltas a la cabeza, empecé a imaginármelo, y ahora, ya ves, está muy claro que vaticinaba la muerte de esta pobre chica. Ya sabes cómo son los espíritus: hablan en parábolas y acertijos; y Nerea tuvo que haber llegado a la isla en el ferri; no hay otra forma de hacerlo.

Era tan elemental su razonamiento, y sin embargo tan directo y acertado. Y a pesar de todo, los espíritus y una médium estafadora que fingía hablar por boca de estos, involuntariamente encubrían el crimen de Carnal y, además, se convertían en sus cómplices.

A continuación, sin mediar palabra, Adelina había saltado de la cama entusiasmada:

Habrá que amortajarla.

Fue entonces cuando Carnal vio en el semblante de su abuela, todavía desprovisto de la ceja pintada, un destello de júbilo que nada tenía que ver con la muerte de Nerea, y sí bastante con la ocasión que se le presentaba de disfrutar del contacto directo con un cuerpo sin alma, con la muerte propiamente dicha, que no habría tenido tiempo de haber abandonado la casa y permanecería oculta detrás de algún mueble; y asimismo era pretexto para dialogar con un nuevo espíritu descarnado en el más allá.

Abuela, creo que sería conveniente subir a la alcoba y comprobar que de verdad está muerta, que no se trata de un delirio de mi hermano, le había dicho.

No hace falta, ya te dije que los espíritus lo anunciaron, y, la verdad, para serte sincera, yo lo esperaba de un momento a otro; pero no quise decirte nada, le había replicado ella, mientras se anudaba el lazo del camisón.

Pero, ¿con veintitrés años?

La muerte no distingue, le había contestado ceremoniosamente.

Y ante el espejo, sobre la aureola pálida por la despigmentación, actuando como si fuera movida por un acto reflejo, se pintó con el lápiz graso el arco perfecto de la ceja.

Cuando pudieron calmar a Serafín, Adelina cogió las riendas y lo organizó todo en un santiamén. Mientras luchaba por arrancar del cuerpo entumecido de Nerea la escueta negligé transparente que la envolvía como una mortaja desvergonzada, dejó a un lado contemplaciones y mandó a Serafín a que dejara de lamentarse y sollozar, se lavara la cara con agua bien fría, y bajase a la cocina a buscar una palangana con agua tibia, jabón y una esponja.

Todavía conmocionado, este obedeció y dejó la habitación como un autómata, dando tumbos, lloriqueando como una criatura indefensa ante un desaforado e injusto castigo.

Siempre fuiste un ser desamparado, siempre, gruñó por lo bajo Carnal, entre la conmiseración y la rabia de verlo tan falto de valor. Enseguida observó con mayor atención el cadáver. La muerte empequeñece a la gente, pensó. Los muertos se encogen, disminuyen su volumen y se transmutan en estas tiesas figuras policromadas.

Ayúdame, ¿no ves que no puedo hacerlo sola?

La voz de su abuela le recriminaba su aparente desidia.

Tardó en reaccionar: allí de pie, inmóvil en medio de la alcoba, con los ojos puestos en el cadáver, esperando verlo menguar centímetro a centímetro hasta quedarse reducido al tamaño de una muñeca de cartón piedra. Subyugado por la incomprensible dualidad de atracción y rechazo, apenas si podía moverse.

Ven aquí, no seas cobarde, insistió ella, que no te va a hacer nada.

Se acercó a la cama intimidado, invadido por una paradójica sensación de asco. Aunque no era la primera vez que se enfrentaba a un muerto, este, en particular, irradiaba un doble magnetismo.

Sus manos se demoraron en tomar contacto con la piel blanca de Nerea: se resistieron a manipular el objeto endurecido y gélido en que se había convertido. Le pareció que la verdadera Nerea había sido suplantada por un maniquí de museo de cera, fielmente esculpido y maquillado con eficaz realismo, abandonado allí, sobre la cama, como por un descuido.

Ya no está aquí, dijo de repente la abuela, mirando a un lado y otro.

¿Quién?

Su espíritu, su cuerpo astral, claro. Se habrá marchado cuando comenzó a enfriarse.

Carnal prefirió no hacerle caso y mantuvo su empeño en familiarizarse con el despojo inerte, con el muñeco artificial de cera y ojos de vidrio incrustados. No es ella, se dijo. No es Nerea. La observó largamente para asegurarse de que no se movía, no respiraba, no le temblaban los párpados. Es un maniquí, repitió. Rozó fugazmente con su mano la negligé: era un tejido tenue, fresco, espirituoso. Se olió instintivamente la punta de los dedos:

Enebro..., pensó.

La muerte es así, murmuraba la abuela según iba disponiendo los utensilios a su alcance: toallas y sábanas limpias, cepillos y frascos de perfume. Esta es la diferencia entre un vivo y un muerto, aseveró dándose un golpecito en el pecho sobre el corazón; y señalando acto seguido a Nerea: y este es el enigma. La conversión del calor en frío, del movimiento en quietud, de la blandura en dureza, son fenómenos naturales explicables, pero la ausencia de espíritu es enigmática y poco comprensible, casi inaceptable. Cuando a los vivos se les escapa el alma por la boca, dejan de ser lo que fueron y se transforman en estas figuras. Se detuvo con una toalla en las manos y miró de frente a su nieto: El misterio es la ausencia, a pesar de estar aquí. ¿Lo ves?, volvió a señalar a Nerea. Es ella, pero tampoco es ella, y su espíritu perdurará para siempre en una esfera a la cual solamente unos pocos privilegiados tenemos las puertas abiertas mediante la fe.

Se persignó con gesto aparatoso.

Déjelo ya, abuela, la increpó él, deseoso de que acabara con su discurso espiritista y fúnebre, sintiendo el corazón todavía sobrecogido de aprehensión, a pesar de que sus manos vencían la resistencia a tocar esa carne que exhalaba el tenue perfume a enebro, y, con torpeza, intentaban quitarle la negligé.

Tira con fuerza, le ordenó ella.

La negligé se rasgó por una costura y Carnal se quedó con un despojo de tela entre las manos. Era tan suave, escurridiza y leve, que la urdimbre se le enganchaba a las uñas.

Los muertos no se avergüenzan, sentenció la abuela al descubrir los ojos de su nieto detenidos en el sexo castaño de Nerea. Y gritó de pronto, volviendo la cabeza hacia la puerta abierta: !Serafín, esa palangana, hijo¡ Este muchacho no se entera.

Déjelo... está destrozado.

Iré yo misma.

Dejó a un lado la toalla y bajó a toda prisa las escaleras, murmurando maldiciones; si bien su enojo era la fachada encubridora del íntimo disfrute que le producía conducir la ceremonia fúnebre, llena de teatralidad, que ella misma había improvisado.

Carnal, a solas con Nerea, aprovechó para observarla a sus anchas y reconocer la belleza y perfección de sus formas, intactas a pesar de su palidez verdosa, que tanto le recordaban a la sirena muerta. La reticencia a tocarla se esfumó de repente, cuando un oscuro impulso lo llevó a acariciarle los pechos. La consistencia y el tacto eran como los había imaginado, pero jamás supuso que fueran tan voluptuosos. Con los índices dibujó la media luna de su nacimiento, allí donde se pliegan por su peso. Luego los abarcó con las manos abiertas y los asió con fuerza intentando dejarles la impronta de su paso, pero estos no obedecieron y recuperaron su convexidad. Puso los pulgares en los pezones descoloridos, rígidos e hirientes y los aplastó ligeramente. No tardaron en recobrar su forma primitiva: dos brotes tiernos que se rebelaban al tormento, a pesar de estar muertos. Carnal sintió una ligera inquietud, enseguida cierto malestar o culpa, y una opresión en la garganta le quitó el aliento, le aceleró el corazón y le dejó la boca reseca.

La culpa es invisible: únicamente él supo que sus manos delinquieron cuando profanaron esa carne muerta, que no le pertenece; y mientras sus manos usurpaban las de su hermano se repetía constantemente:

Mis caricias confirman la falsedad que esconde toda posesión —nunca verdadera ni exclusiva—: si yo lo quisiera, Nerea sería mía ahora mismo, de igual manera que lo fue de mi hermano. Los cuerpos no son sagrados, por el contrario, son proclives a secularizarse y a hundirse en el mismo fango del que surgieron.

Cuando dejó de acariciarla, se llevó a la nariz la punta de los dedos para verificar si se había adherido a ellos el olor de la muerte.

Enebro, nada más que enebro, se dijo.

La abuela subió las escaleras como una tromba, perdiendo la mitad del agua de la palangana en el recorrido. Al entrar le pidió a Carnal que le acercara una silla donde dejarla y le ordenó:

Saca más toallas limpias de ese armario y pónselas todo alrededor, para no empapar el colchón.

Antes de obedecerle, Carnal vio flotando en el agua de la palangana la esponja azul de gomaespuma.

¿Y Serafín?, quiso saber. ¿Dónde ha ido?

Se ha esfumado, le respondió ella sin mirarlo, sin darle importancia, ocupada en empapar la esponja en el agua espumosa. Había iniciado su ritual purificador y se movía con soltura de sacerdotisa.

Estará en el faro, escondido... insinuó Carnal.

¿Quién?, dijo ella.

Adelina se hallaba tan absorta en su labor, era tanta su entrega al ritual fúnebre, que había perdido el hilo de la charla.

Serafín, abuela.

Tu hermano jamás se enfrenta a la verdad, gruñó disgustada.

Mi hermano huye del dolor, pensó. Sabe que estoy yo para asumirlo y acabar con él.

La abuela fue repasando la piel de Nerea con la esponja húmeda, entretanto, su nieto iba detrás secándola con la toalla. Para él fue como modelarla, como darle forma con sus manos sin entrar en contacto directo con la piel sino a través de los rizos del algodón, que se impregnaban del aroma a enebro y evitaban que volviera a delinquir.

Cada depresión, cada saliente y redondez, le llegaron interpuestos, vagamente sugeridos desde el reverso del tejido rizoso. El deleite fue mayor cuando cerró los ojos y jugó a adivinar el relieve, la temperatura y la morbidez de esa carne. Imaginó las manos de su hermano, paseándose temblorosas arriba y abajo, a veces descontroladas por el inmenso placer. Sus manos. Mis manos sobre este cuerpo... es mi cuerpo, se dijo. Ella es mi cuerpo, se repitió mientras absorbía la humedad que su abuela iba dejando con la esponja. Y mis manos son idénticas a las manos de mi hermano, mis manos son las manos de Serafín, con la única diferencia de que las mías perfilan las huellas de un sacrilegio, mientras que las suyas no tienen marcas de depravación, conservan la inocencia de los niños...

Se guiaba únicamente por el tacto, porque de esa manera podía sustituir un cuerpo, y unas manos por otros. No alcanzaba a discernir si sobre las sábanas yacía la novia de su hermano o él mismo, tampoco si era él quien se avocaba al amor de ese cuerpo o si se trataba de su hermano Serafín, quien introducido en su propia piel, lo suplantaba ocupando su carne y su albedrío. Una única alma, un único cuerpo, un solo corazón... se repetía, como si convocara el poder sobrenatural de un mantra.

Inmerso en una emoción parecida al éxtasis, a la contemplación de lo divino, la identidad de Carnal se atomizaba en miles de fragmentos, que se refundían con otros tantos fragmentos dispersos de unos seres amados cuyos rostros eran siempre imprecisos, ni llegaban a recomponerse ni a hacerse identificables, y se desvanecían uno tras otro cuando parecían próximos a concretarse.

De pronto, hubo un destello en su conciencia, uno de los cientos de rostros vertiginosos se detuvo haciéndose visible: el de su hermano, cuyos ojos enrojecidos por el llanto lo conminaban. Se adentró en sus pupilas para ver a través de ellos, y no tardó en comprender la misión que le había sido asignada: salvaguardar a Nerea, evitar que su hermoso cuerpo se corrompiera y acabara siendo pasto de gusanos. Y entendió que debía restituirla al amor del que fue su legítimo dueño: su hermano. Era la oportunidad de pagarle la deuda contraída, cuando le confiscó el espacio vital en el interior del vientre de su madre. Por amor se mantuvo tan pegado al cuerpo de su hermano, tan incrustado a su tierna carne, que sin quererlo se adueño de una sangre que no le correspondía. Según cuenta la abuela, Carnal dejó la impronta de sus facciones grabadas en el pecho de su hermano. Es como el rostro del Señor en la Santa Verónica, había exclamado Adelina, mientras sostenía a Serafín en sus brazos, aún húmedo y sucio. Pero la estampa se desvaneció minutos después.

¡Espabila!

La voz de su abuela lo sustrajo del estado de embriaguez casi beatífica donde naufragaba. Abrió los ojos y se sintió recorrido por un escalofrío al ver en manos de esta la esponja azul, ocupada en la vulva de Nerea, repasando cada pétalo, vulnerando oquedades y relieves que pertenecían únicamente a Serafín: un territorio sacro ahora profanado por el miserable y mórbido trozo de esponja artificial.

Desde la planta baja llegaron quejas y sollozos. El abuelo despertaba y echaba en falta a la abuela; pero esta no interrumpió su febril actividad purificadora, no hizo caso a los rezongos y, en cambio, sentenció:

Olerá... Olerá mal como todo lo que se corrompe cuando pierde el alma.

No exagere, le rogó Carnal. Y con disimulo se llevó una mano a la nariz para apreciar si bajo las uñas había quedado algún perfume retenido, que no fuera el enebro, sino uno de esos olores viscosos que emanan desde lo más profundo e íntimo de la carne buscando traspasar la superficie, volatilizarse y adherirse a una piel ajena para volverse una incuestionable evidencia.

De todas formas, se corromperá, prosiguió Adelina, haciendo una mueca de resignación. Es inútil lavarlo y cubrirlo de perfumes, porque la podredumbre es inevitable e inminente. Y arrojó la esponja al agua de la palangana, como si se diese vencida. Se echó por encima de una oreja un mechón de pelo rebelde huido del moño, que le velaba un ojo, y se puso en jarras, observando su obra con la cabeza inclinada hacia un lado, satisfecha tal vez.

Tenía razón: Nerea no olía igual ahora que cuando estaba viva, y el enebro se eclipsaba bajo el olor penetrante y ácido del jabón de glicerina.

La dignidad se pierde con la muerte, reflexionó Carnal, a la par que extraviaba la atención en la esponja que flotaba en el agua tapizada de espuma. No somos más que líquidos, tejidos de una u otra especie, carne perecedera como la de los animales que nos sirven de alimento...

Acudió a su mente una imagen con meridiana viveza: un corderito que hubo en la casa. Él y su hermano lo alimentaron con biberones de leche; lo arroparon igual que a un muñeco y pretendieron meterlo en la cama a dormir con ellos. Únicamente disfrutaron de él poco más de un mes, porque fue sacrificado en medio del patio una mañana brumosa y fría, en vísperas de la Navidad. Serafín se apretó a las piernas de su madre cuando abrieron el vientre del animal y los intestinos se derramaron fuera envueltos en una nube de vapor; y huyó despavorido corriendo a los acantilados, en una de cuyas espaciosas grietas se refugió a llorar, hasta bien entrada la noche, cuando su padre y su abuelo dieron con él y lo llevaron de vuelta a la casa. Carnal, en cambio, se había quedado en el patio, paralizado, sin apartar un segundo los ojos del sacrificio. Nunca supo si sobrecogido por el asco y el terror, o si subyugado ante la visión y el olor de la sangre caliente.

Sí, tu hermano se habrá escondido en el faro, dijo de pronto la abuela, recuperando el hilo perdido de su enojo. Y mientras pretendía imponerle una postura digna al cadáver, cuyos músculos entumecidos se oponían, siguió haciendo conjeturas: habrá ido allí a gimotear hecho un ovillo en un rincón, con tal de no enfrentarse a la muerte ni asumir que esta pobre chica —y le dio a Nerea dos palmaditas en un muslo— ya no pertenece a este mundo.

Es natural que sufra. Era su novia y la quería, lo defendió Carnal, que al acabar de haber pronunciado estas palabras volvía a preguntarse acerca de la legitimidad y certeza de ese amor.

Pero ya podría ser más valiente; ya no es un niño, se obstinó ella en atacarlo, llevada por un resentimiento íntimo y antiguo, que jamás se molestó en disimular.

Adelina ansiaba bisnietos. Su instinto de mujer demandaba sangre nueva para perpetuarse, perpetuidad que parecía haberle sido negada a sus nietos, y cuyas posibilidades veía desvanecerse día a día. Si transigió en aceptar que Serafín y Nerea vivieran bajo el mismo techo, sí sobrellevó cuanto contravenía sus más básicos preceptos morales, fue únicamente porque creyó ver en este amancebamiento la única vía posible a sus esperanzas de un bisnieto prolongando su linaje.

Siempre fue miedoso, abuela.

Cuando pase el rigor mortis la amortajaremos, decidió por fin ella, al comprobar que le era imposible colocar en una postura distinguida a la muerta. Fue hacia la cómoda, abrió un cajón y sacó una sábana de un blanco impecable, y mientras la desdoblaba añadió: Habrá que llamar al doctor para que certifique su muerte...

Yo lo haré, hoy mismo, se ofreció Carnal.

No, mejor iré yo, que lo conozco hace años. Y Adelina, retomando sus propósitos continuó: ...e ir pensando en el velorio; dónde lo haremos, quiénes asistirán...

Nadie, la interrumpió. En la isla nadie la conocía. Es obvio que ni podemos ni debemos invitar a nadie.

Carnal recordó de pronto a aquellas viejas oscuras como cuervos y volvió a sentir el frío y la humedad de los besos que dejaron en sus mejillas; que hoy no sabe si fueron sinceros, pero por aquel entonces le parecieron rutinarios, como las lágrimas hipócritas de las plañideras. Las plañideras de la familia Carnicer fueron las únicas que las habían vertido con tanta convicción ante los féretros de sus padres, que tanto su hermano como él mismo las creyeron auténticas.

Mientras evocaba aquellos besos falaces que lo habían sublevado, Carnal reavivó su ánimo, tomó repentina determinación y fue contundente al sentenciar:

No, no haremos velorio, abuela.

Ella se paró en seco, se quedó mirándolo con acentuada extrañeza, sumamente contrariada, y sin dejar la sábana de lado, desplegada a medias en sus manos, lo desafió, sacudiéndola, con engreimiento:

¿Cómo qué no haremos velorio?

Él se mantuvo inflexible:

No, no lo haremos, abuela. Y nadie tiene por qué enterarse de nada. No tenemos vecinos cerca que puedan saberlo, y nadie acudirá con sus falsas y cínicas condolencias.

Fue entonces cuando a su mente acudieron las remisas sensaciones e imágenes de siempre: el salón en penumbras, las velas chisporroteando cuando una falena se precipitaba en la llama, las flores marchitas, comprimidas en improvisados búcaros, el perfume embriagador de las coronas, cuya ranciedad le provocaba vértigos y mareos. El aire se hacía irrespirable entre el humo de los cigarros que fumaban los hombres y el sudor que el calor les arrancaba del cuerpo; y sobre todo, con aquel persistente olor a madera quemada, que tardaría años en disiparse.

Pero, ¿por qué?, tartamudeó Adelina, yendo hacia su nieto, vivamente molesta, si bien menos envalentonada.

Porque ni ella ni Serafín lo hubieran deseado.

La abuela reflexionó unos segundos, observando atentamente a Carnal, deseando penetrar más allá de sus pupilas y encontrar una respuesta negativa a la pregunta que ya asomaba a su boca:

¿No pretenderás quemarla?

¿Y por qué no?

Perpleja, como si de los labios de su nieto hubiera salido una blasfemia, se dio la vuelta, embebió en lavanda un trozo de algodón y con él se puso a frotar enérgicamente el cuerpo de Nerea. Cuando acabó, la cubrió con la sábana de mala manera, dejándole un pie fuera, se enfrentó a su nieto y esgrimió un argumento que creyó convincente y lapidario:

¿No sabes que estás condenándola para siempre?

Sin inmutarse, Carnal zanjó la discusión con firmeza:

Será lo más rápido y Serafín sufrirá menos. No se hable más del asunto.

Adelina aceptó a regañadientes el fracaso y se inhibió de seguir discutiendo, bajó los ojos con fingida obediencia, frunció los labios haciendo un limpio rictus de despecho y se calló la boca. No volvería a dirigirle la palabra por el resto del día.

Carnal se echó un ligero abrigo sobre los hombros, y en pijama, dejó la alcoba. Al cruzar el salón, echó un vistazo de lado al retrato de Madame Blavatsky, con esperanza de encontrar la emblemática expresión de soberbia canjeada por una de misericordia; pero la digna señora continuaba impávida como el primer día. Carnal dio un paso atrás y se detuvo a observar el mandril, pero tampoco este se puso a hacer cabriolas. Se encaminó al faro, dispuesto a encontrar a su hermano y traerlo de vuelta.

Esa noche, Carnal tardó más de lo habitual en dormirse; no solo fue el insomnio: su hermano no dejó ni de lloriquear ni de revolverse en la cama contigua, la que fuera suya, donde estaba obligado a dormir porque en el lecho de la alcoba principal Nerea comenzaba el industrioso camino hacia la podredumbre. El desvelo fue implacable con Carnal, no le dio tregua hasta bien entrada la madrugada, cuando aflojó sus garras y le regaló unos minutos de sueño lleno de sobresaltos, con necróforos engulléndose entre sí, e imágenes de Nerea saliendo del mar desnuda y blanca, cubriéndose con ambas manos el pubis como una falsa Afrodita, sonriéndole con extraña sorna; y la figura mitológica se transformaba de pronto en la de su hermano, que alargando sus manos hacia él, le ofrecía poblados ramilletes de flores de olmo, de un rojo sangriento.

Isla de sirenas

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