Читать книгу Isla de sirenas - Norberto Luis Romero - Страница 9
Оглавление6
El raticida llevaba años bajo el pilón del lavadero, abandonado allí junto a botes de pintura reseca, macetas vacías, guantes de goma reblandecidos, restos de estropajos y pastillas de jabón agrietadas. La caja, descolorida, curiosamente sin abrir, contenía doscientos gramos netos de bolitas rosadas, poco mayores que una cabeza de alfiler, aparentemente inodoras —aunque irresistibles para las ratas—, inofensivas a simple vista y fácilmente solubles en líquido.
En un mortero, Carnal las convirtió en polvillo impalpable.
Tres o cuatro semanas fueron suficientes, administrado en las comidas y en las cenas. Al cabo del mes, al ver que Nerea no mostraba síntomas de enfermedad, Carnal tuvo sospechas de que fuera inmune a fuerza de haberse inoculado día tras día su propio veneno. Pero, por fin, el raticida surtió efecto. En los últimos días, Nerea se había quejado de molestias en la planta de los pies: picores y exceso de sensibilidad; leves calambres en las extremidades, y dolores de vientre, que en silencio achacó a la menstruación. La abuela le preparó infusiones de hierbas silvestres y tisanas que la aliviaron, pero cada vez que se le presentaba una ocasión, cuando su abuela se distraía y dejaba la taza o la tetera a su alcance, Carnal le echaba una cucharadita de raticida pulverizado y, rápidamente, removía el líquido hasta hacer desaparecer todo vestigio.