Читать книгу Isla de sirenas - Norberto Luis Romero - Страница 8
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ОглавлениеMediaba la primavera; Carnal recuerda el calor intenso, similar al de ahora, pero más húmedo, tórrido y oloroso a algas descompuestas, a despojos de pescado pudriéndose, esparcidos en la franja de detritus que dejan las mareas, cuando, en tanto ayudaba a poner la mesa, su abuela le anunció:
Cuando acabemos de comer, tienes que acompañarme al pueblo, porque tu tío ha salido y el abuelo ya tendrá bastante con cuidar a Serafín.
Carnal no se había resistido: se libraría de la siesta, que tanto él como su hermano detestaban.
Terminada la comida, Adelina lo condujo al cuarto de baño, le lavó la cara y las manos, le peinó el remolino rebelde con la gomina que había sido de su padre, le humedeció las sienes y la nuca con agua de colonia, le puso la ropa impecable de domingo y los zapatos de charol, que le iban demasiado ajustados.
Antes de salir, entró al dormitorio de sus nietos y le advirtió a Serafín que fuera juicioso y no le diera quehacer al abuelo:
Él vendrá a verte cada tanto; se escapará del taller para ver si necesitas algo, pero tú no debes moverte de aquí. ¿Entendido?
Serafín estaba en cama, tenía décimas de fiebre y poco más podía hacer que estarse quieto recortando revistas con unas tijeras romas, hacer recuento del contenido de su caja de tesoros, y rascarse a escondidas, contraviniendo prescripciones y consejos, las costras de la varicela.
Una vez fuera, al atravesar el jardín, Carnal vio a su hermano quien, de pie en la cama y asomando medio cuerpo al antepecho de la ventana, le propuso a voces:
Cuando vuelvas, jugaremos a la Verónica.
Mientras se alejaba con su abuela, oía a sus espaldas el zumbido de las sierras eléctricas en la ebanistería, y cuando este se desvaneció, se dejaron sentir las olas embistiendo con ímpetu la rompiente, y los gritos lastimeros y espaciados de las gaviotas.
El olor penetrante a mar saturaba el aire hasta hacerlo embriagador, le humedecía la ropa, se la adhería a la piel, y acaso por la intensidad del bochorno, sintió una voluptuosa inquietud en la entrepierna: su sexo despertaba del letargo de la niñez y se imponía con firmeza inusitada, en contra de su voluntad y azoro.
Tuvo la imagen fugaz de sus propios rasgos trazados en el pecho de su hermano, se sonrió y, sin volverse, aún a sabiendas de que este ya no podría oírlo, a voces le respondió:
Sí, jugaremos a la Verónica.
En aquel instante, cuando algo en su bajo vientre se empeñaba en reclamar su atención, supo que su hermano y él estarían condenados de por vida a sentir las mismas emociones, a vibrar con análogos placeres o padecimientos, y el uno respondería a los impulsos del otro compartiendo sentimientos de forma indisoluble.
Camina, le ordenó su abuela. Vamos.
Disimuladamente, bajó los ojos y comprobó lo que sin lugar a dudas se trataba de una erección atrapada bajo la ropa. Quiso encubrirla o doblegarla deslizando allí una mano, pero lejos de vencerla, el ligero roce fue acicate que renovó sus bríos. La molestia que le producían los zapatos por la escasez de uso lo distrajo, y se detuvo intentando acomodar mejor los pies dentro de ellos. Misteriosamente, la erección desapareció.
Date prisa o perderemos el autobús, lo increpó la abuela, tironeándole de una mano. Hoy no pasa más que uno, no quisiera perderlo y tener que ir andando.
Bajaron la cuesta por el atajo, y en la parada, su abuela le soltó la mano y le advirtió:
Iremos a visitar a unas señoras amigas; tienes que portarte muy bien, ser educado y juicioso.
Asintió, no muy entusiasmado con la salida imprevista, que prometía aburrimiento, si bien dio las gracias a que su hermano estuviera malo en cama y el abuelo no pudiera ocuparse de los dos, puestas sus esperanzas en que a su abuela se le ocurriera comprarle alguna golosina.
Descendieron del autobús en la linde del pueblo, en el extremo opuesto al muelle y al barrio de los pescadores, y desde allí se dirigieron por una calle flanqueada de altos plataneros que desembocaba en una casa solitaria de dos plantas, enclavada al pie de la colina. La cancela, de forja, estaba entreabierta, y un candado en desuso cubierto de óxido colgaba al extremo de una cadena. Atravesaron el jardín estrecho, muy húmedo a juzgar por la cantidad de caracoles agolpados en los tallos de las plantas más tiernas, discurrieron por un sendero de lajas resbaladizas hasta llegar a la puerta principal, donde una placa de bronce anunciaba: «Hermandad del Sendero». Y abajo, el dibujo con un camino serpenteante conducía directamente a la pupila de un malévolo ojo triangulado.
Adelina llamó al timbre.
Carnal intuyó que en reverso del silencioso jardín habría algo oscuro acechando, pero disimuló su inquietud y bajó la cabeza observando las iniciales H.S. del felpudo puesto en el umbral.
Una joven delgada, pálida y con voz casi inaudible, vestida con falda oscura, larga hasta los tobillos y blusa marrón, que sin mirarlos de frente, mantuvo todo el tiempo la cabeza encogida, los hizo entrar a un recibidor en penumbras, oloroso a cera, trementina y carne frita. De allí pasaron a una sala más amplia y luminosa, donde varias sillas, todas ellas diferentes, habían sido dispuestas en el perímetro.
Carnal recapacitó y dedujo que lo que se agazapaba en esa casa sería el aburrimiento.
Tomen asiento, por favor. Enseguida vendrá mi madre, les indicó la chica, antes de desaparecer por una puerta. Cojeaba, y el zapato derecho tenía una plataforma altísima.
Antes de que Carnal se anticipara con preguntas indiscretas, su abuela le informó por lo bajo:
La pobrecita se salvó de la polio de milagro, podía haberse quedado paralítica. Y se llevó el índice a los labios cortando de raíz los potenciales conatos de curiosidad de su nieto.
Había quietud y demasiado silencio. Plantas de hojas lanceoladas y palmeras de un verde lustroso coronaban maceteros delgados y altos, creando una agradable sensación de frescura. De las paredes colgaban grandes retratos, y había otros más pequeños dispuestos encima de muebles y repisas, y debajo de alguno de ellos, embutidas en pequeños jarrones, multicolores flores artificiales de papel o de tela se cubrían de polvo. Una candela perfumada se consumía ante el cuadro de mayor tamaño, donde un señor de barba espesa y rancia, con el pecho atravesado por una banda de terciopelo a rayas, posaba ceremonioso con la estridencia de un pavo real.
Se abrieron unas cortinas, y una señora mayor, entrada en carnes, con la tez muy blanca y el pelo retinto recogido a la nuca, hizo su aparición un tanto teatral y saludó a la abuela efusivamente, como si se conocieran de toda la vida, si bien ambas se veían por primera vez:
Señora Adelina, le dijo a la par que le tendía una mano regordeta, inmaculada y cargada de sortijas, nos alegra tanto tenerla entre nosotros. He oído hablar mucho de usted y su familia. Enseguida advirtió la presencia de Carnal, y ensayando una sonrisa forzada, le preguntó:
¿Tú eres Serafín, verdad?
No, se apresuró a corregir Adelina, habituada a esta confusión. Este es Carnal, veinticinco minutos mayor. El otro está en cama con varicela.
Yo ya la tuve, indicó Carnal, orgulloso.
Pero ella no pareció oírlo, y en cambió, le comunicó a la abuela, impostando un tono solemne, que estaban a punto de empezar. Carnal volvió a decirle que había pasado la varicela, pero la gorda no le prestó atención, como si él nunca hubiese existido o fuera invisible. Por más que le sonriera y se esforzara en ser amable, supo que no le gustaba a esa señora.
La abuela, volviéndose hacia él le recomendó:
Tengo que tratar unos asuntos con la señora Esmeralda. Tú debes quedarte aquí hasta que yo vuelva, quieto y calladito, sin tocar nada ni moverte de la silla a ningún sitio.
Asintió con la cabeza. La señora gorda volvió a dirigirle la sonrisa falaz y le acarició el pelo con torpeza, como si de repente Carnal hubiera vuelto a existir o a ser visible; y mostrando una hilera de dientes impolutos, dijo:
Seguro que es un niño muy juicioso.
¿Las ballenas tienen dientes, abuela?, quiso saber Carnal de repente. Pero esta se hizo la sorda.
Ambas desaparecieron tras la cortina granate, desde donde la voz de la gorda le llegó nítida a Carnal:
No se arrepentirá, señora Adelina. En esta casa hacemos verdaderos milagros. Con la ayuda de los Maestros, se entiende.
El silencio recrudeció y el muchacho se puso a observar los retratos en las paredes. En uno de ellos, rectangular y alargado, aparecían tres mujeres, muy parecidas entre sí, con el pelo recogido en lo alto, cuello de encaje y medallón al pecho. Al pie rezaba: «Margarita, Catalina y Lea Fox». En otro, un señor con peluca blanca de rizos, que le llegaba hasta los hombros, ostentaba un raro apellido, difícil para Carnal de leer por entonces: «Samuel Swedemborg». Un tal «Andrés Davis», con unas gafas redondas y minúsculas, le dio la impresión de estar observándolo desde lo alto, solícito a reprimir cualquier movimiento sospechoso que amagara. En una estrecha vitrina, de patas altas y elegantemente torneadas, descansaban dos manos de yeso, una junto a otra. Carnal no pudo resistir la curiosidad, abandonó la silla a pesar de la férrea vigilancia del señor Andrés Davis, y se acercó a la urna. En la placa de bronce pegada a la base de madera leyó: «Copia de manos ectoplásmicas».
Apabullado por una atmósfera sobrecargada de misterios, no reparó en el cuadro colgado encima de la enorme chimenea: una mujer bajita, regordeta, de ojos saltones y fieros, desplegaba en sus manos un abanico con coloridos dibujos orientales. Miraba con altanería a la cámara, como si poseyera en exclusividad el don de perdonar al prójimo. Junto a ella se sostenía de pie un mandril disecado, vestido con disfraz de turco, de bombachos, chaleco corto y fez rojo con borla dorada. Carnal estuvo embobado varios minutos, sin poder apartar la mirada del extravagante retrato.
Tuvieron que pasar muchos años para que comprendiera el significado de todo aquello, aunque no tantos para enterarse de que la mujer del mandril era Madame Blavatsky, creadora de la teosofía, porque días después de haber estado en aquella casa, llegó su abuela cargada con un enorme envoltorio plano, y al abrirlo apareció un cuadro similar, que colgó en la pared más amplia del salón, junto a una mala reproducción de La última cena que el tiempo ha oscurecido.
Anselmo, le dijo Adelina a su esposo con el mismo tono cariñoso usado durante años para impartir sus clases. He aquí a la madre de la teosofía, un espíritu bondadoso y desinteresado que nos ayudará en todo cuanto esté a su alcance.
Y el extravagante retrato está allí desde entonces, presidiendo y vigilando la vida cotidiana con sus ojos saltones de rana y su talante espléndido.
Olvidando por completo las recomendaciones de la abuela, Carnal se asomó entre las cortinas, y vio una sala vacía en penumbras. Al fondo distinguió una fisura recta y vertical de luz rosácea, y hacia allí se encaminó. A medida que fue acercándose, oyó cánticos y oraciones: una suerte de lamento fúnebre que le erizó el vello. Sintió su corazón a punto de escapársele del pecho: lo que ocurría en esa casa superaba sus expectativas. La puerta estaba entornada. Se aproximó y pegó la cara a la estrecha abertura: una tenue bombilla roja, insinuaba apenas el perfil de los que cantaban, sentados a una mesa redonda, situada en un rincón cuyas paredes habían sido cubiertas con espesos cortinajes negros. Según fue habituándose a la penumbra, Carnal reconoció a su abuela y a la anfitriona, la tal Esmeralda, y vio a otras señoras a quienes calculó una edad aproximada a la de su abuela, excepto una bastante más joven, alta y esmirriada, con la melena recortada a la altura de la nuca, que le recordó de inmediato a El Príncipe Valiente. Sentadas con la espalda muy recta, la cabeza erguida, y tomadas de las manos, cerraban un círculo alrededor de la mesa que, curiosamente, solo tenía tres patas. De pronto, cesaron los cánticos y se produjo un enorme silencio, una quietud sepulcral. La gorda abrió los ojos, se convulsionó como si tuviera escalofríos, abrió la boca exageradamente y preguntó con insospechada voz cavernosa, cuyo timbre parecía masculino:
¿Espíritu, estás aquí?
El silencio fue tan denso, que Carnal podía oír los latidos de su corazón agolpándose en sus sienes.
La gorda repitió la pregunta y se oyeron tres golpes secos, que hicieron dar un respingo a Adelina.
Manifiéstate, volvió a hablar la gorda. Pero no hubo respuesta. ¿Están dadas las condiciones propicias?, preguntó entonces.
Se oyó un único golpe, y a continuación la bombilla roja fue disminuyendo su escasa intensidad hasta apagarse del todo.
No hubo más que silencio.
Después de unos minutos que a Carnal se le hicieron interminables, en la oscuridad brilló una luz suave, verdosa y esférica, del tamaño de una naranja, que comenzó a desplazarse en círculos y fue iluminando vagamente el ámbito. Salvo la médium, que mantuvo la serenidad, las demás señoras dieron visibles muestras de alteración, abrieron desmesuradamente los ojos y a duras penas reprimieron una exclamación de asombro. Adelina, sin interrumpir el círculo de energía creado al ceñirse de las manos unas a otras, se puso de pié y fijó la mirada en la luz verdosa, que comenzó a expandirse, a volverse más inconsistente, a perder la forma esférica al punto de transformarse en una nubecilla fosforescente.
¿Quién eres?, preguntó la médium. ¿Un espíritu descarnado?
Se oyeron tres golpes. Ella siguió averiguando:
¿Quieres hablar con la señorita Yolanda?
Un único golpe fue la respuesta.
¿Quieres hablar con la señora Adelina?
Sonaron los tres golpes afirmativos y Adelina gritó:
!Hortensia¡, a la vez que se llevaba las manos al pecho y aferraba con fuerza el medallón con los retratos de sus hijos, que permanentemente lleva al cuello. No pudo tolerar tanta emoción y se derrumbó sobre la mesa.
Carnal se asustó de tal manera, que en la fuga tropezó con un mueble que, por suerte, apenas hizo ruido. Volvió a la sala y allí volvió a ocupar la silla, hecho un ovillo, sin dejar de observar a su alrededor los retratos en cuyos rostros vigilantes había algo de alucinación o vesania. El corazón le latía con tal estruendo, que creyó que se oiría en toda la casa, y que la gorda, transida, rodeada de una corte de espíritus nimbados de luz verde, no tardaría en venir a regañarlo.
A los pocos minutos, se tranquilizó, incluso se aburrió, tanto, que decidió volver a curiosear en otras zonas de la casa, tal vez menos peligrosas y fenomenales. Salió al recibidor por una puerta acristalada con visillos al dorso, y se deslizó por un corredor luminoso, flanqueado de tupidos helechos y carnosas begonias de hojas ruborizadas. A un lado había varias puertas que daban a habitaciones principales o a dormitorios, y al acercarse a una de ellas, oyó una voz y asomó discretamente la cabeza. Sentada a una mesita estaba la coja que los había recibido, por fortuna, de espaldas a la puerta. Tenía ante sí un pequeño panel lleno de botones de diversos colores, y cada tanto pulsaba alguno con un índice largo y extremadamente fino. En la cabeza llevaba ceñidos unos auriculares enormes y oscuros, que le daban el aspecto de un escarabajo. Comía una manzana con desgana, dándole pequeños bocados de ratón y, entre uno y otro, acercaba con fastidio la boca a un micrófono y, con inusitada voz gutural y bronca, murmuraba algo que a Carnal le era imposible entender del todo; únicamente palabras sueltas, y entre ellas, el nombre de su difunta madre. De pronto, alzó una mano y dio a un interruptor situado en la pared; se quitó los auriculares, los dejó sobre la mesa y se levantó. Rápidamente, Carnal se escabulló y volvió a la sala, donde volvió a sentarse aparentando inocencia. No tardaron en regresar la gorda y la abuela. Esta última con el semblante demudado, pálida como la cera: Adelina parecía un alma en pena más del conciliábulo espectral, recorriendo con paso atolondrado los fríos pasillos de la esotérica casa.
Se despidieron casi sin palabras. Su abuela deslizó con disimulo un billete en la mano de la gorda, y le hizo señas a su nieto para que saludara. Tampoco a Carnal le salieron las palabras: únicamente emitió un murmullo atropellado e inaudible, bajó la cabeza avergonzado, y miró la punta de sus zapatos de reluciente charol, que volvían a lastimarle el talón.
Cuando dejaron aquella casa, la luz del sol le dio en los ojos al muchacho como un dardo. Ante la cancela, la abuela le dijo con voz sosegada, pero todavía traspuesta por la emoción:
Vamos un momento al centro, a la papelería.
Allí compró una libreta de tapas verdes y la metió apresuradamente en su bolso de mano. Carnal no sospechó entonces que esa libreta sería la primera de una larga serie, cuyo contenido su abuela oculta celosamente.
Si bien parecía haber recuperado su habitual temple, Adelina continuó ensimismada, y en ese estado de espectral ausencia se mantuvo el resto del viaje de regreso. Sentada del lado de la ventanilla, no dejaba de mirar hacia afuera intentando escabullir la humedad de sus ojos. Carnal la observaba con disimulo, poniendo especial atención en sus rasgos: los labios delgados parecían adheridos con fuerza entre sí, en un rictus de sofocada consternación. En la mancha blanquecina que le abarca parte de la frente y la mejilla, allí donde Adelina cada mañana se pinta con lápiz negro la ceja perfecta similar a la que conserva intacta, allí donde la lengua de fuego lamió su cara para llevarse toda pigmentación y pilosidad, el ojo sin pestañas lagrimeaba intensamente.
Abuela, ¿qué es la polio?
Sin dejar de mirar el paisaje, recuperando su olvidado pero instintivo aplomo de vieja maestra de escuela, le respondió:
Es una enfermedad llamada poliomielitis o parálisis infantil.
¿Y es muy grave?
Sí, si te portas mal.
Una vez en la casa, Carnal corrió junto a su hermano. Se sentó en la cama a su lado y, preso de una inaplazable ansiedad, quiso relatarle a tropezones todo lo vivido esa tarde.
Llevas puestos mis zapatos, lo interrumpió Serafín.
Pero Carnal ni siquiera lo oía, continuaba con el relato deshilvanado por la agitación, por unas imágenes agolpadas sin orden alguno en su cabeza, y se explayaba atropelladamente sin reparar siquiera en que su hermano lo miraba con extrañeza, sin comprender una sola de sus palabras. Se calló, y fue entonces cuando oyó a su abuela en la habitación contigua, que le decía al abuelo:
Anselmo, he visto a nuestra hija Hortensia y se encuentra bien, pero nos echa de menos. Y rompía a llorar.
Serafín no mostró el menor interés por la aventura y, en cambio, obligó a su hermano a cumplir la promesa de jugar a la Verónica, y este tuvo que repetirle una vez más la historia de cuando estaban juntos en el vientre de su madre. Mientras Serafín lo escuchaba atentamente, se levantaba la camiseta y se escudriñaba el pecho en busca de las huellas de las facciones de su hermano.
Este eres tú, le decía señalándose el vientre liso. Y le daba una risa incontenible. Luego, en secreto, pegando la boca al oído de su hermano, le confesó que, mientras había estado asomado a la ventana despidiéndolos, le había ocurrido algo muy raro aquí, se bajó los calzoncillos, y señalándose el sexo, con expresión de asombro exclamó:
¡Se hizo muy grande!
Se miraron con picardía y echaron a reír, tapándose la boca con las manos para que nadie los oyera. Después, Serafín se puso muy serio y, compungido, le preguntó a su hermano cuándo se iría su tío Rodrigo a Australia.
Pronto...
¿Y cuándo volverá?
Cuando las ranas críen pelo.
Y tú, ¿cómo lo sabes?
Él me lo dijo antes de irse.
A partir de ese día, Serafín se agachaba sobre la acequia para mirar de cerca las ranas, esperando verles crecer pelos en el lomo; y la abuela se avocó apasionadamente a las sesiones de espiritismo en la Hermandad del Sendero, se obsesionó con la lectura de los obituarios de la prensa, y comenzó a tomar misteriosos apuntes en las libretas que, cuando las tiene llenas, guarda en su alcoba, bajo llave en un cajón del mueble de nogal hecho por el abuelo, cuando eran novios.