Читать книгу Leche condensada - Nury Rojas Villarreal - Страница 10
Un mes de encierro
ОглавлениеHa pasado ya un mes desde que nos encerramos, ha sido un tiempo muy valioso para mí. Escribir ha sido mi escape, mi regreso a la niñez, retomar la vida y volcarla en letras y papel que a lo mejor quedarán por ahí olvidadas o, tal vez, mis hijos puedan leerlas, no importa cuál sea el destino, para mí ha sido sanador.
Hoy hablé con Carol, el segundo de mis hijos, su padre escogió ese nombre. Carol Andrés es un gran hombre, trabajador, responsable y buen padre, pero lo mejor es que tiene una estrella que lo protege siempre y, además, ilumina su vida. Está casado con Pamela (que es prima de Carla) tienen dos hijos preciosos, mis nietos Martín y Victoria, me cuenta que están colapsados con esto del encierro, los niños demandan atención y ellos igual deben trabajar en línea. Los extraño muchísimo, viví con ellos cuatro años, ayudando en la crianza de los pequeños. Salí de allí con el corazón destrozado, pero como en todo, rápidamente organicé mi vida y dejé de sufrir. La vida definitivamente no da tregua, hay que aprender, secarse las lágrimas y continuar.
Mi tiempo de meditación por las mañanas ha sido maravilloso. Me cuesta concentrarme y dejar la mente en blanco, pero ya a nueve días de haberme incorporado al grupo de meditación guiada por Deepak Chopra, lo estoy logrando. Antes me habían hablado mis amigas, y Betsy había sido la más insistente en enseñarme, la escuché muchas veces con atención, pero nunca incorporé a mi vida esos conocimientos. Luego Alicia, mi amiga y compañera de vida en Santiago, cuando cuidaba a mis nietos, también lo intentó, pero he sido tan terrenal y me ha pasado tanto en la vida, que no logro creer que sea tan dueña de mi vida, que con solo quererme y pedir, el universo me lo dará. Que hay un Dios que me ama y que, tal vez, cuando pequeña también había un ángel de la guarda, que velaba por mí, me cuesta mucho pensar en ello, pero lo estoy intentando y ha sido maravilloso lo que he logrado, tranquilidad y por sobre todo aprender a creer y crear, tal vez, en la recta final del camino lo logre, nunca es tarde.
Así, ya vamos en poco más de un mes de encierro, y yo sigo escribiendo:
Y la panza empezó a crecer, no sé si la familia hablaría hasta por los codos como había dicho mi tía, nunca lo supe, seguro mi madre se encargó del trabajo sucio, porque al poco tiempo mis hermanos, mis abuelos, tíos y primos esperaban a Rodrigo Alfredo con tantas ansias como yo.
Por esa época mi hermana estuvo muy cercana a mí, amó a su sobrino desde antes de nacer. Ella se preocupó de que todo estuviese tranquilo para la madre y el bebé, y estuvimos muy unidas. Fue una linda época. Yo flotaba en la nube del amor, con Alfredo hacíamos planes para estar juntos después de que naciera el bebé. Ser madre significaba mucho para mí, claramente mi vida se dividiría en un antes y un después. Tenía claro que mi única preocupación sería cuidar y defender a mi hijo contra todo, llenarlo de amor y de besos y decirle a cada instante que lo amaba para que nunca se sintiera solo y desamparado. Por lo pronto, lo único que me mantenía ocupada era ordenar una y otra vez los cajones con su ropita y reorganizar cada vez que mi abuelita volvía a tejer otro traje maravilloso, los que por cierto causaron sensación en la clínica cuando el niño nació.
Mi trabajo en la agencia naviera terminó por esos días, literalmente cerré esa puerta. En aquella época no había leyes que protegieran a las embarazadas, así es que salí de allí con mi sueldo del mes, los extras que gané liquidando los seguros y mis dineros que había ahorrado. Alfredo se encargaba de los gastos mayores, de tal forma que todo estaba controlado.
Roberto, el contador auditor de la agencia, me ofreció trabajo en su oficina particular de Viña del Mar. Así llegué a trabajar como secretaria con él y, de paso, aprendí otra profesión en la vida. Roberto, mi amigo hasta el día de hoy, fue muy generoso conmigo y sería muy importante en este proceso.
El embarazo muy pronto comenzó a complicarse. A partir del segundo mes estuve con un trastorno hepático llamado «colestasis», lo cual me obligó a cambiar hábitos alimenticios y estar en cama mucho tiempo. El médico que años antes había ayudado a mi madre en sus partos sin dolor, esta vez perdía las esperanzas conmigo, porque la cesárea sería inminente. Alfredo me visitaba continuamente y se preocupaba de que nada nos faltase.
Llegó septiembre, mi madre y Gilberto salieron a bailar como siempre lo hacían, me quedé sola en casa porque solo quería dormir y descansar. Para esas alturas, ella ya no bailaba con su traje de «china». Con Gilberto la celebración era con más recato, sin tanto aspaviento ni concurso de baile, solo bailar, disfrutar esas cuecas y lucirse en la pista. Ella era muy conocida en el ambiente folclórico y a Gilberto eso le provocaba muchos celos. Muchas veces tuvieron problemas, porque ella llamaba la atención con su baile, le coqueteaba con sus ojos llamativos y eso a él lo superaba. Con todo, él aprendió a bailar cueca y a cambio, ella tuvo que aprender a bailar tango para acompañarlo el resto del año.
Ese 18 de septiembre habían escogido un lugar en Valparaíso, en donde van muchas familias a comer y bailar. Les llamó la atención una mesa muy grande con una gran familia. Mi madre sorprendida notó que en esa mesa estaba Alfredo y en cuanto pudo se acercó con Gilberto a saludarlo. Alfredo más sorprendido que ellos, con la cara desfigurada no tuvo más opción que pararse a saludar y, de paso, presentar a la familia. Su esposa, sus hijos, su madre, su padre, su hermana, su cuñado, sus amigos…
No sentí a mi madre abrir la puerta de mi pieza, ni tampoco la sentí sollozar a los pies de mi cama, solo desperté cuando Gilberto me hablaba muy despacio para no asustarme. Me incorporé en la cama, la luz estaba prendida y podía ver los ojos celestes llorosos de mi madre: «¿Qué pasaba?». Ella me abrazó y comenzó a hablar lentamente, me parecía una pesadilla: «¿Cómo podía estar ocurriendo semejante barbaridad? ¿Cómo podía Alfredo haber mentido tanto?». No podía creer, mi madre se acurrucó junto a mí, me abrazó y en algún momento nos quedamos dormidas con el sollozo ahogado, no podía estar sucediendo aquello.
Abrí los ojos, mi madre ya se había levantado. Tal vez, había sido solo una pesadilla y nada pasaba, me levanté y ahí estaba ella con mi hermana, en el comedor, mirándome con cara de pena. Hablamos mucho de aquello, lloré a mares, me di cuenta de que muchas veces me había dicho que teníamos que hablar y cuando estábamos frente a frente, cambiaba el tema o inventaba algo.
Tiempo después cuando tuvo que explicar, solo dijo que había sido una bola de nieve que terminó en avalancha y que cada día era más difícil que el anterior para decir la verdad, eso sin contar que estaba perdidamente enamorado de mí.
Mi abuela se encargó de hacer justicia, averiguó su dirección, y con mi abuelo y mi madre fueron a su casa. Antes habían sacado de entre mis cosas, un cuaderno en el que yo pegaba las boletas de todos los lugares a los que íbamos y escribía en cada una lo que había sucedido ese día y lo mucho que lo amaba. La historia de nuestro amor, quedaba así completamente al descubierto ante los ojos de su familia.
Él no se defendió, solo dijo que me amaba, que se había enamorado y que no supo decir la verdad. Su mujer lloraba y le rogaba que no la dejara. Entonces, mi abuela y mi madre le dejaron claro que no se acercara más a mí y se olvidara del bebé para siempre, que no queríamos ni su dinero ni su apellido, ni nada.
Todo esto sucedía a mis espaldas, no fui consultada antes de aquel macabro plan, hubiese preferido solo alejarlo para siempre y no dañar a otras personas, finalmente, el resultado sería el mismo, estaba escrito.
Mi madre siempre a mi lado, defendiendo a su hija y a su nieto, con la coraza que de aquí en adelante no volvería a sacarse. Estaba viviendo así, el primer luto de mi vida, la ilusión de casarnos se había desvanecido. No quise verlo nunca más y estaba dispuesta a salir adelante sin su ayuda. Mejor sin padre, que con uno incapaz de enfrentar la vida.
Alfredo durante mucho tiempo insistió en vernos, pero las instrucciones eran claras y mi madre se encargó de hacerlo llegar hasta la puerta. Yo seguía en cama, este incidente afectó y agravó aún más la colestasis, solo me interesaba cuidarme para que mi niño naciera sin problema. Roberto me llevaba trabajo a la casa, así, acortaba las horas y las penas, haciendo los libros de contabilidad y ayudándolo en todo lo que podía, además de seguir recibiendo un sueldo por eso.
Cada cierto tiempo, Alfredo enviaba mensajeros a casa con cartas que nunca leí y de vez en cuando llegaba una camioneta cargada con cosas que pudiésemos necesitar. Finalmente, y tal vez por el cariño que mi madre alguna vez le tuvo, ella le permitió descargar conciencia, aceptando además que se hiciera cargo de los gastos de la clínica. Para mí las cartas ya estaban echadas, él no sería el padre del bebé, ni tampoco había vuelta atrás. Así pasaron los seis meses restantes, mi pena era enorme, pero sentir a mi hijo moviéndose en mi vientre y preparar su llegada, me daba ánimo para enfrentar lo que viniera.
La fecha de mi cesárea había sido fijada para el mes de abril. A principios de ese mes, llegó Roberto a verme con los primeros huevitos de pascua que recibía en mi vida, con la noticia de que cuando naciera mi bebé podría seguir trabajando con él y me ayudaría a hacer los trámites para que pudiese comprar una casa, era otro ángel en mi vida.
Y llegó el gran día, nerviosa con mi bolso a cuestas, con mi madre y Gilberto, ingresé a la clínica la noche anterior al nacimiento de Rodrigo, la vida estaba a punto de cambiar para siempre.
A las seis de la mañana entró una enfermera a buscar la ropa del bebé y otra enfermera a hacer algunos procedimientos. Luego una camilla que me llevaría directo al pabellón. En el camino divisé las caritas de mi madre, de mis hermanos, mis abuelos, la tía María Isabel y Teresa, que también había llegado a verme, tomaban mi mano a la pasada, y así sin más, estaba en manos del doctor viviendo una nueva experiencia.
Dar a luz es lo más maravilloso que puede haber, la «madre de cesárea» debe ser una mujer valiente y yo lo era, no sabía lo que me esperaba, pero ese dolor que me acompañó en el pabellón y luego durante los días y meses posteriores, se soportaba, pues me hacía recordar que había valido la pena donar mi cuerpo para dar vida a mi hijo. Así viviría en el futuro el nacimiento de mis hijos, con la misma convicción y amor.
Durante el procedimiento, el doctor me hablaba mucho y me iba explicando lo que iba pasando. De repente ahí estaba, la más bella de mis creaciones, mi hijo hermoso, el más bello del mundo, llorando primero y mirándome fijamente después, por fin pudimos conocernos y tocarnos, era tan bello.
Rodrigo Alfredo llegaba así al mundo, un 25 de abril de 1981, cuando yo tenía veintidós años.
Mi madre me contó tiempo después, que Alfredo había pagado todos los gastos de la clínica y le había rogado poder conocer a Rodrigo. Mi madre, entonces, en un descuido familiar se lo había permitido y el hombre, había llorado al ver a su hijo. No volví a verlo, sino hasta mucho tiempo después, mi hijo quedó inscrito con mis apellidos, como hijo natural. Así quedaba para siempre, su padre desvinculado de nuestras vidas.
A esas alturas, también le había advertido a mi madre que ya no recibiera más ayuda de él, era la única forma de cerrar el capítulo.
Rodrigo llegó para unirnos, para alegrar ese hogar de tanta tristeza acumulada. Mi vida cambió por completo, lo malo había quedado lejos guardado por ahí, tanto que ahora que escribo a mis 61 años, me ha costado recopilar y tratar de ser clara.
Fue el primer hijo, sobrino, nieto y bisnieto. Antes de él por el lado materno había nacido Lisette, hija de mi prima Ximena y por el lado paterno había nacido Laurita, hija de mi prima Laura. Todo giraba en torno a él. Mi hermana enloqueció de amor y por primera vez nos acercamos mucho. Mi madre volcó en este niño todo su amor, afloró la ternura y la paciencia que nunca tuvo con nosotros y fue capaz de acariciar, besar y abrazar, como tampoco nunca lo hizo con sus hijos. Definitivamente, Rodrigo llegó para sacar lo mejor de todos y pudimos —al menos por bastante tiempo— ser una familia unida y feliz.
Volví a trabajar cuando mi hijo tenía poco más de tres meses. Mi madre asustada tomó el papel de abuela cuidadora, con toda la responsabilidad que significaba hacerse cargo de un bebé. Gilberto la apoyaba en todo, y, además, yo había contratado a una persona para que le ayudara en las tareas de la casa.
Tiempo después me contaba que la noche anterior no había dormido pensando en cómo haría semejante labor, pero el mismo día cuando yo ya había cerrado la puerta, sus miedos se habían disipado. Y se tomó tan a pecho el papel, que parecía la mamá de la criatura. A veces se enojaba conmigo cuando yo no hacía las cosas como ella, y casi no quería salir con Gilberto porque nadie cuidaba al niño como ella. Cuando meses después, se le cayó el niño del andador y quedó con su carita arañada, lloró y sufrió más ella que su nieto, lamentándose de no haberlo cuidado como debía.
La unión y el amor especial que se formó entre ellos fue fuerte, sólida, duradera y recíproca. Estuvieron juntos, hasta el último día de vida de mi madre. Cuando ella murió, lo hizo tomada de la mano de su nieto mayor, el que por esas cosas de la vida —que están escritas— estuvo con ella en el lugar y momento preciso. Su amor por Rodrigo separó en algún momento a la familia, porque nunca escondió ni disimuló su clara predilección.
El trabajo en la oficina me permitía ir todos los días a almorzar a casa y poder estar con Rodrigo unos momentos. Aunque el trabajo era exigente, había aprendido bastante en esos meses de dulce espera, todo funcionaba perfecto y en las tardes terminaba temprano.
Roberto me estaba ayudando a hacer los trámites en el banco para poder comprar mi casa propia, ya la había visto, era una casa a orilla de la quebrada, cerca de donde estábamos actualmente, no era la casa soñada, pero sería mi hogar definitivo.
Mi madre y mi abuela me habían advertido que, de conocer a alguien, no le dijera por nada del mundo que tenía un hijo, porque eso no le daría seriedad a la relación, los hombres pensaban que la mujer soltera con hijo era una cualquiera. Lo que ellas no sabían, era que yo era experta en defensa y que, con hijos o no, los hombres no sabían respetar, pero daba lo mismo, porque con lo vivido nada más lejano que pensar en otra relación, recién había logrado salir de mi duelo. Pero la historia estaba escrita por el otro lado del papel…
La oficina estaba sin luz, pasé la tarde sin poder usar la máquina de escribir eléctrica y la vela casi no me dejaba ver los números que tenía que traspasar a los libros. Roberto aún no llegaba. Sentí los golpes en la puerta y fui a abrir. Allí estaba Patricio, si existe el amor a primera vista, eso fue, alto, buen mozo, la tenue luz dejaba entrever sus ojos verdes, y su voz, todo él era especial. Andaba en busca de su amigo Roberto, le expliqué que estaba sin luz, y su amigo no había llegado y tal vez ni siquiera llegaría, pero insistió en esperarlo.
Entró y al minuto ya sabía que la falla eléctrica era solo de esa oficina, muy pronto arregló los desgastados y antiguos «tapones» y se hizo la luz.
Pasamos el resto de la tarde conversando, cada vez más interesado en mi vida y yo en la suya. Estaba separado ya varios años de su mujer, con la cual había tenido dos hijos y había estado de novio con otra persona. Venía saliendo de un accidente automovilístico que lo había tenido postrado meses. Me contó de su familia, de sus padres, de su amor por su oficio de bombero, de su vida casi completa y yo hice lo propio, por supuesto sin omitir que tenía un bebé de tres meses, información que le sorprendió muchísimo.
Hablamos hasta que llegó la hora de cerrar la oficina. Roberto no llegó, así es que caminamos juntos a tomar el bus. Grande fue nuestra sorpresa cuando nos dimos cuenta de que vivíamos a cuadras de distancia, lo cual nos convertía inmediatamente en compañeros de viaje. Al día siguiente, me sorprendí pendiente de la puerta y por supuesto que llegó, y también llegó Roberto, así es que tuvieron su reunión y nuevamente nos fuimos juntos de regreso a casa.
De ahí en adelante no nos separamos, todos los días me iba a buscar al trabajo y conversábamos camino a casa. Eran tiempos entretenidos, comenzaba a sentirme muy atraída por este hombre con sentido del humor, también quince años mayor que yo, lleno de vivencias, sano, divertido, tan correcto, hermoso, cada día me sorprendía más.
Un buen día, me preguntó si era posible conocer a mi hijo, le dije que lo invitaría a almorzar. Mi madre no muy convencida aceptó conocerlo, yo ya le había hablado mucho de él, todos los días le contaba lo que habíamos conversado y lo lindo que me parecía. Cuando le conté que estaba divorciado, no le gustó mucho la idea, tampoco creyó, pero la historia nuevamente estaba escrita.
Patricio entraba a mi casa un día de agosto, mi bebé dormía su siesta y mi madre tenía puesta la mesa para un almuerzo rico, sencillo y sin protocolo, preparado por ella.
Conversamos mucho, nos llamó la atención la personalidad extrovertida de Patricio, sus bromas siempre a flor de piel, como si hubiese conocido a mi madre de toda la vida, y la facilidad para dejarnos sentadas a la mesa y pararse él a buscar algo del refrigerador o buscar en los muebles la sal. Mi madre quedó gratamente sorprendida, pero con miedo de no saber quién era realmente este personaje.
Rodrigo no despertaba y ya teníamos que volver al trabajo, entonces, Patricio me pidió entrar a verlo a la pieza. Mi madre se opuso, alegando que íbamos a despertar al niño y que su siesta aún no debía terminar, pero ante los ruegos tuvo que acceder, rogando a Patricio que lo mirara de lejos.
Esa imagen de Patricio entrando a la pieza, sentándose en mi cama y pasando sus manos a través de los barrotes de la cuna para acariciar la carita de Rodrigo y ver a mi hijo abrir sus ojitos y sonreírle, es la imagen que me ha acompañado la vida entera; me hizo comenzar a enamorarme de este hombre, me hizo creer en lo bella que puede ser la vida y me hizo comenzar a olvidar y a creer, definitivamente nuestra historia de amor estaba comenzando.
Después de esto, me invitó a su casa un día domingo, estarían sus hijos pequeños de visita, y un empleado que vivía con él y que había sido su mayordomo en la casa paterna. Ahí supe que Patricio pertenecía a una familia acomodada de Viña del Mar. Al fallecer sus padres, la familia se había disuelto, su hermano mayor vivía en los Estados Unidos, nunca lo conocí. Tenía otro hermano con el que no se visitaba, y una hermana encantadora que pude conocer tiempo después, él era el menor de la familia.
La casa era como la mía, los tiempos de abundancia ya no existían, pero ellos mantenían la alcurnia. Patricio no tenía un trabajo estable y su situación económica no era buena, pero entrar en esa casa era entrar a otro mundo. También noté la prolijidad con que estaba puesta la mesa para almorzar, muy lejos de la simpleza con que yo me había presentado, agradecí en silencio haber sido yo la primera en llevarlo a casa. Todo perfectamente en su lugar, la vajilla, el servicio, y el mayordomo haciendo lo suyo.
Los niños eran encantadores, Patricio Jr., y Karen deben haber tenido ocho y seis años respectivamente. Con sus padres divorciados tanto tiempo, yo no era una enemiga para ellos y la naturalidad con la que me recibieron a mí y a mi hijo fue maravillosa, se peleaban para estar con el bebé y finalmente el mejor lugar, fue acostar al niño en la cama grande y dejarlos a ellos uno a cada lado para que no se pelearan. Con ellos viví tiempos lindos, eran niños cariñosos, Patricio los amaba.
Pasamos un día maravilloso, Patricio asiduo a la música tenía muchos casetes grabados por él. Cantamos, bailamos, nos reímos mucho, era como si a ellos los conociera la vida entera, me di cuenta de que no bailaba ni me reía ni me divertía tanto en años. Nuestro tiempo juntos comenzó a ser asiduo, todos los días después del trabajo o a la hora del almuerzo y los fines de semana siempre juntos con sus hijos y el mío.
Para esas alturas mi madre en un descuido, ya le había pedido su libreta de matrimonio y Patricio se la había mostrado con la correspondiente acta de divorcio al reverso. Todo en orden, salvo por mi madre que se enojaba porque me llevaba a Rodrigo los domingos y le ponía pañales desechables, los cuales le producían alergia al pequeño, trabajo perdido porque mi tiempo, no daba para lavar pañales, estaba demasiado preocupada viviendo esta nueva etapa que comenzaba, disfrutando a los niños y lo hermoso de la vida.
En ese tiempo, bautizamos a Rodrigo, años antes habíamos hecho un pacto con Mariana, la primera en tener un hijo se lo daba a la otra para ser la madrina. Eduardo un muy amigo de Alfredo y eterno enamorado de Mariana, me había pedido ser el padrino. En realidad, a pesar de todo lo que ocurrió, él nunca se alejó de nosotros, estuvo siempre presente ayudándonos en lo que pudimos necesitar y sobre todo apoyándome en los meses negros que vinieron después de mi separación con Alfredo y, también en mis meses de cama cuidando mi embarazo.
El escenario había cambiado bastante, pero no pude negarme. Eduardo había demostrado su cariño por el niño, no tuve corazón para cambiar los planes. Contra todo evento y caras largas de mis hermanos, se efectuó así el bautismo. Podría haber esperado, pero para esas alturas, Mariana preparaba su viaje a Suecia y era necesario apurar la ceremonia.
Obviamente Alfredo se enteró por su amigo, habló con mi madre y ella intercedió para que pudiera ir a la iglesia. Si hubiese tenido el carácter que tengo hoy, otra hubiese sido mi historia, pero no pude y accedí a su petición, tal vez porque quería verlo, tal vez porque quería que me viese feliz o simplemente porque no tuve carácter, no lo sé.
Pero ahí aparece en la foto del bautismo, Rodrigo en mis brazos con un traje precioso que le regaló su madrina, Alfredo a un lado, Mariana y Eduardo.
Esa era la primera vez que Alfredo veía a su hijo después del nacimiento, y pasarían doce años para que lo viera nuevamente.
Llegó septiembre, justo un año después del macabro encuentro de mi madre con Alfredo, no era tanto tiempo, pero ¡habían pasado tantas cosas! Pareciera ser que la vida corría tan aprisa, no daba tregua. Patricio me invitó a su casa nuevamente, pero esta vez estaba decidido a besarme y a pedirme que tuviésemos una relación formal. Así se dieron las cosas. En un momento que el bebé dormía y los niños veían la televisión en el dormitorio, sentados en el living, me abrazó y me dio el beso más dulce que me dieron en la vida, sin pasión y con toda la ternura y el miedo del mundo a mi respuesta, me dijo que quería tener conmigo una relación seria.
Lo abracé y correspondí su beso, se daba comienzo a un hermoso enlace.