Читать книгу Leche condensada - Nury Rojas Villarreal - Страница 7

Año 2020: comenzó la cuarentena

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Llevamos quince días encerrados con Juan Pablo, no sé hasta cuándo durará esto. Estamos enfrentados a una pandemia, todos en sus casas, no se puede salir a la calle, estoy asustada; lejos de mis otros hijos y nietos, rogando para que nadie se enferme y que esto pase pronto.

Me entretiene leer, escribir y disfrutar a mi hijo menor que está conmigo, es un tiempo de introspección, de soledad, de detenerse y ordenar, lo exterior y lo interior, a mis 61 años… Hoy me pienso, me veo, me arrepiento, me río y trato de vivir en paz. Recuerdo y escribo:

El matrimonio de mis padres duró poco, él un hombre veinte años mayor que ella, mujeriego, alto, buen mozo; ella una pequeña soñadora de quince años, de bellos ojos celestes, que solo quería salir de su casa, olvidar la infancia escondida en algún cerro de Valparaíso. Raptada por mi abuelo para hostigar a mi abuela, luego interna desde muy pequeña en un colegio de monjas y una preadolescencia con su madre y sus tres hermanos, escapándose para una tarde de playa con amigos o un baile a escondidas, lo que, generalmente, le costaba una paliza al volver a casa. Contaba que se sintió atraída por ese moreno buen mozo, pero su madre ya había escogido un pretendiente para ella.

El día en que el pretendiente fue citado para que mi madre lo conociera, ella se encerró en la pieza, firme a los barrotes de su cama y ni Cristo pudo sacarla de allí. El novio tuvo que irse y ella no pudo levantarse en días, después de recibir la mayor golpiza de su vida. Tal vez, era el novio ideal, porque claramente el que ella escogió por amor, no fue el hombre de su vida.

Mi padre la sedujo y, en poco tiempo, como todo un caballero, fue a pedir su mano. Con el noviazgo en marcha, los permisos cedieron y en un descuido, mi padre la invitó a su casa para presentarla a su familia. Para sorpresa de ella, la casa estaba vacía, una mesa con un par de copas, unas flores marchitas en un florero «entierrado» y la cama prolijamente ordenada. Esta situación que fue creada a exprofeso por él, no era más que un macabro plan para aprovecharse de ella y violarla sin piedad, dejándola en la más grande desolación. El miedo la invadió y no pudo más que quedarse callada y aceptar todo lo que vino, la boda era inminente.

Mi abuela materna, pobre, pero pomposa, organizó el más lindo de los casamientos, partiendo por el ramo de novia de mi madre, que fueron unos copihues blancos, encargados a sus amigas mapuches Millaray y LLanquiray, especialmente, para ella.

En esa foto se ve tan feliz ella, tan niña, aceptando la vida, así como venía, tan pequeña, asustada y frágil, pero con esa coraza que la caracterizó y la acompañó la vida entera.

Su primer hijo lo parió con dolor, con el mismo dolor con el que había sido despojada de lo más preciado que tenía. Contaba que sufrió días en un hospital, sola, escuchando los retos de las enfermeras que le decían: «Todas gritan, pero cuando los hacen son bien felices», una ironía que no tuvo fuerzas para responder. Finalmente, nació su primogénito, decía que era el bebé más hermoso que había visto en su vida, convirtiéndose en flamante madre, a los dieciséis años.

Mi padre fue un buen proveedor, nada faltaba en el hogar. Solo él que desaparecía con una y otra mujer, mientras ella perdía la paciencia con su pequeño retoño, y sufría por el hombre que, finalmente, había comenzado a amar. Contaba que sus días pasaban en un encierro espantoso y triste, y que, cuando mi padre, rara vez llegaba temprano, ella lo atendía y le hacía cariño para ganar su atención, pero él se encargaba de hacerla a un lado y dejarle bien en claro que «venía satisfecho», además de recordarle que era joven y bella, y podía tener todos los hombres que quisiera.

Seguro en algún momento logró acaparar su atención y yo fui concebida. Entonces, ella tenía dieciocho, más grande y madura, se preocupó de ser atendida por un buen médico. El mismo que años más tarde atendió mis dos primeros partos.

Decidida hizo el curso para no pasar por la experiencia de parir con dolor, además de exigir a mi padre las mínimas garantías de confort y seguridad en una clínica. Así llegué a este mundo, con el cordón umbilical enrollado al cuello, «gorda y fea» (según me contaron), pero con una madre ahí pendiente y enamorada de su hija. La vida no le cambió mucho, ahora los quehaceres aumentaban, con dos hijos y mi abuelita paterna, que por esos días también estaba instalada en casa.

Para mi madre, todo era igual, el hombre que tenía por esposo, solo satisfacía lo económico, nada faltaba en casa, pero él seguía sin estar. Contaba mi madre que, para él, su mayor preocupación era yo, toda su atención era para la niña de sus ojos, y que, en vano ella me enseñaba normas de conducta, pues él rápidamente se encargaba de transgredirlas. Así crecí, viendo por los ojos de mi padre, respirando su aire y amándolo sin límite.

Por esos días, mi madre me escribió un bello poema, hago mención de esto porque en él, vuelca la pena de tener una hija que ama a su padre, pero a la vez, casi mágicamente ve mi futuro junto a ella:

«A mi amada hija Nury:

No llores querida mía, aquí está tu madre para que rías. Qué linda niña que he tenido, que amante niña es de su padre.

Mas no me enojo, pues yo en la vida, seré tu esclava, seré tu amiga. Si en el camino lleno de espinas, que los divinos llaman vida, algo te apena o algo te gusta, no olvides niña que tienes madre, no olvides niña que alguien te ama y que ese alguien se llama madre».

(2 de febrero de 1960)

He conservado este escrito, como mi mayor tesoro, enmarcado ahí siempre en mi velador. El paso de los años lo ha ido borrando, pero permanece intacto en mi memoria.

Dos años más tarde, mi madre en un último, equivocado y desesperado esfuerzo por salvar el matrimonio, se abrió a la posibilidad de tener un tercer hijo y así, en tiempos de desamor, es concebida mi hermana menor.

Ahora la situación era más terrible, porque este hombre, sin escrúpulos, llegaba a casa con una infección venérea que ponía en riesgo la vida de la madre y su hija. Ella lo detestó por eso.

Nueve meses después, nació sana y salva la pequeña de los risos de oro, pero el matrimonio ya había sucumbido.

Nadie entendió los motivos que tuvo mi madre para dejar todo atrás. Un hogar cómodo, estable, sin necesidades económicas y tener el valor de seguir sola adelante. En tiempos en que ser divorciada era casi un pecado y una marca en la frente para enfrentar con vergüenza la vida, pero ella fiel a su carácter y a sus valores, lo hizo y de pasada tuvo que enfrentarse con sus padres y hermanos quienes la criticaron y la dejaron sola.

Su divorcio la dejó en la calle, mi padre en tiempos de machismo y ayudado por sus empleadores, se las ingenió para dejarla sin dinero. Estuvimos un tiempo viviendo en la casa familiar, mi padre nos visitaba los fines de semana y mi madre contaba que, después de esas visitas, yo me colgaba del cuello de mi padre y lloraba sin consuelo cuando él se marchaba. Ella ahogaba mi llanto, se enojaba conmigo, me castigaba y comencé a quedar muda, no hablaba, eso me trajo problemas en la vida. Una tartamudez que recién de adulta he podido superar en parte.

Sola y sin dinero, tuvo que aceptar que mi padre nos llevara a los tres a vivir con él y conformarse con ir a vernos a la escuela, casi a escondidas, coludida con la mejor profesora básica que tuve, la Sra. Rosa Campaña.

Recuerdo ese primer cumpleaños lejos de ella, la profesora me autorizó a salir de la clase y me envió a la oficina de la directora, cuando iba en camino encontré a mi madre en el patio de la escuela, me esperaba con regalos y el más rico de los abrazos, me llevaba una sillita para mi muñeca, un tarro de leche condensada hecho manjar y los dulces más deliciosos que comí en mi vida, qué emoción más grande verla allí, nunca en mi vida olvidaré eso.

La escuela básica a la que asistía me permitió cultivar desde pequeña, amistades que he mantenido hasta el día de hoy. Juanita y Ximena fueron mis amigas inseparables y de ellas, siendo tan pequeñas, recibí apoyo y ayuda con mi tartamudez y mis penas de niña, juntas viviríamos muchas historias.

Mi madre contaba que el día más triste de su vida fue cuando nos arrancaron de su lado, tres hijos de ocho, seis y cuatro años. Ahora que soy madre, puedo dimensionar la injusticia, su pena infinita y su corazón dañado. Contaba que escondió los pocos juguetes que quedaron y que, de vez en cuando, se topaba con uno que no entró en la caja y que casi de castigo lo dejó a la vista, para torturarse y no olvidar la mala persona con la que se había casado.

Mi padre enamorado de su última conquista, se casó con ella en cuanto pudo hacerlo, y allí en un departamento con madrastra y abuelita paterna se formaba un espacio para nosotros, lejos de la mamá, en una nueva vida que nos marcaría para siempre. Teresa era muy joven y bella, sufrió lo indecible con nosotros y su suegra, le hicimos la vida imposible, pero la pobre enamorada, aguantó con estoicismo y años después, tuvo su desquite cuando trajo al mundo a su primera hija.

Lo mejor de esta nueva familia, fue conocer a la madre de mi madrastra. La Nana, una mujer encantadora que nos cuidó como sus nietos, amó a mi hermana menor, tan chiquita hermosa y desvalida. Nos llevaba a su casa seguramente para alivianar el trabajo de su hija, y allí nos mimaba como si fuésemos sus nietos, siempre tenía un dulce en los bolsillos, un cariño y un gesto de ternura, fue una mujer excepcional, lo mejor de aquella época. Nunca la perdí de vista, la hice partícipe de mi vida de adulta, y tuve la dicha y la pena a la vez, de despedirme de ella cuando años después, en su lecho de muerte, el cáncer la consumió. Le pude decir cuánto la quería y le di las gracias por todo. Fue un ángel en la tierra.

La llegada de Marcelita lo cambió todo, me enamoré de esa niña hermosa y se fue creando entre ella y yo un lazo mágico que ha perdurado con los años. La vida nos cambió por completo, mi padre se volvió loco con su hija y pronto pasamos a estorbar en el hogar, así es que decidió enviarnos de vuelta con mi madre y asignar para ella una cantidad de dinero.

Así entonces, volvíamos con maletas a la casa materna, ahora podíamos abrazarla sin temor a que nos vieran y comenzábamos otra etapa con ella.

Para entonces, mi madre había conocido al que sería su compañero por muchos años, con él había alquilado una casa en un cerro de Valparaíso y allí terminamos viviendo los cinco, más nuestra primera mascota, un perrito al que llamamos King.

La casa era antigua y estaba situada de tal forma que, para acceder a ella, había que subir doscientos cincuenta y dos escalones, los contamos mil veces, pasamos allí nuestra niñez y parte de la adolescencia, en una casa que tenía una vista privilegiada a la bahía. Mi madre siempre limpia y ordenada, se encargó de tener nuestra pobreza tapada con el brillo de un piso encerado y una cocina con ollas relucientes. Mi padre le daba el mínimo de dinero y con eso, más el trabajo de su compañero y sus costuras eternas, se «paraba la olla» y teníamos lo básico. Así fuimos creciendo, con una madre muy absorta en su trabajo de costura y lavado de ropa, y un padrastro alcohólico al que, extrañamente, aprendimos a querer, tal vez por su simpatía y humildad, o simplemente porque mi madre lo amaba.

Leche condensada

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