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Siguen pasando los días de encierro

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Han pasado ya veinticinco días de encierro, los infectados y muertos aumentan y nosotros aquí cumpliendo la cuarentena. Dicen que aquí en Chile, todavía esto no empieza, me asusta, aunque he estado tranquila sin salir de casa y entendiendo que este es un tiempo de estar, mi tiempo de escribir, de meditar en las mañanas, de aprender.

Hoy llamé a Rodrigo, y nos vimos por videollamada, lo extraño mucho, es mi hijo mayor, ha tenido una vida dura como la mía, para él nada ha sido fácil, se ha equivocado muchas veces y ahora poco acepta mis consejos, me dice que es un «hombre grande que sabe lo que hace» como si no supiera yo, que uno nunca termina de aprender. Se acompaña con Scarlet en esta cuarentena obligada, una muchacha muy joven por la que dejó todo. Nadie entendió la locura de dejarlo todo e irse con ella a un departamento en donde solo caben los dos y su amor, pero así no más fue.

Me quedé enfrentada a mis nueras, Carla y Pamela, que son primas entre sí y a toda la familia, con mi mejor cara y así sin más, pasé a ser la suegra del año, tuve que aprender a escuchar las quejas y lo terrible que había resultado esto para la familia y, especialmente, para Carla, su mujer. Ser empática no me costó nada, entendí su dolor y la contuve todas las veces que me llamó por teléfono llorando, pero el matrimonio es un asunto de dos. Rodrigo es mi hijo y lo amo por sobre todas las cosas, yo no voy a juzgarlo, no estoy para eso, solo quiero que sea feliz, que Carla encuentre paz en su corazón y también sea feliz en la vida. Estando ellos bien, podrán darle estabilidad y amor del bueno a Alonsito mi nieto, que es la única víctima de todo esto. Con gran pena en mi corazón he tenido que abrir mi mente para entender a mi hijo y ser justa con Carla:

La escalera que nos llevaba a casa tenía un descanso obligatorio, allí vivían mis amigos, Severina y Luis, en una casa tan pobre y limpia como la de mi madre. En ellos había encontrado alguna vez refugio a penas y muchos días de risa y sana convivencia. Se convertía ahora en el lugar preciso para pasar, antes de continuar mi camino. Podría dedicar páginas para ellos, pero esta vez solo diré que han sido hasta hoy mis amigos queridos, soy la madrina de su hijo. Severina me prestó su hombro mil veces y ella junto a su familia han sido siempre muy importantes en mi vida.

Mi cara de cansada y su cara de asombro al verme, no daban paso a palabras, nos fundimos en el más cálido de los abrazos y me di cuenta de que hasta ese minuto nadie, después del «asunto de familia», me había abrazado. Por primera vez, me sentí contenida y lloré a mares…, Seve gritaba: «Volvió la Nury, traigan agüita» y yo la apretaba y lloraba sin parar. Para ella, solo volvía para estar con mi madre, nunca supo la historia completa, fue mi secreto por muchos años, tampoco lo importante de ese abrazo y la marca que eso dejaría en mi vida.

La puerta de calle tenía una mano de hierro que se golpeaba contra la madera y producía el toc-toc que avisaba que alguien venía, también tenía un cordel atado al picaporte, que se tiraba y la puerta podía abrirse. No había ladrones que subieran doscientos cincuenta y dos escalones a una casa pobre. Preferí tocar la puerta, ya había escuchado la música y al King ladrando, sabía que mi madre a esa hora estaba sola, mis hermanos en clases y mi padrastro trabajando o en algún bar.

La cara de asombro de mi madre no fue distinta a la de Seve, pero no hubo abrazo, solo preguntas y más preguntas, volví a llorar, le pedí perdón y ella entendiendo que me había equivocado, aceptó que volviera a casa, con la condición de que tenía que trabajar en el día y estudiar en un establecimiento nocturno, porque las cosas en casa estaban peores. Así comenzaba otra etapa de mi vida.

Entiendo que mi madre llamó por teléfono a mi padre a su trabajo, y así entonces acordaron que él llevaría mis cosas al día siguiente. No se hicieron preguntas, no se cuestionó nada. Mi madre que nunca supo los verdaderos motivos de mi regreso, al parecer culpó a mi madrastra, no tenía ni una importancia, lo importante es que yo estaba de vuelta, lejos de mi padre.

Creo que, por esa época, también empezaron los conflictos con Mónica, mi hermana menor, llegué a invadir el poco espacio que ella tenía, y, además, seguramente no fui una hermana entretenida, más bien callada, introvertida y lejana. Nunca hablamos de nuestras cosas, ella también tenía su historia que contar, pero ni la una ni la otra se interesó en aquello. Seguimos viviendo, así como la vida se nos fue presentando. Se abría paso a una relación de hermanas confrontadas casi la vida entera, distintas, como dos extrañas.

En cambio, Ricardo mi hermano fue más acogedor, tampoco preguntó mucho, pero me recibió con alegría. A él le habían asignado un dormitorio, en lo que era el lavadero techado de la casa, ese lugar tenía una puerta chica que daba a la escalera.

Por allí se escabullía, salía a escondidas a conocer la vida nocturna de Valparaíso, situación que nos convirtió en cómplices de inmediato, porque por fin, tendría a alguien que le abriera la puerta en la madrugada. Ese hecho comenzó a crear entre nosotros un tremendo lazo de secretos y complicidad, que duraría la vida entera. Por aquel entonces, cuando llegaba de madrugada nos quedábamos conversando hasta muy tarde y me entretenía con sus historias de cabaret; de mujeres que bailaban con trajes brillantes y grandes plumas en la cabeza. Así conoció él a la que sería su primer amor y así también, a la que fue más tarde su esposa y madre de sus hijos. Mi hermano para mí, ha sido tremendamente importante y nos queremos mucho.

La vida se había presentado así para nosotros, cada uno cargaba en la mochila sus propias vivencias, todos teníamos algo que nos motivaba a reír o llorar, como todas las familias, solo que en esta, cada uno lo hacía en soledad. No fuimos capaces de unirnos, ni tampoco mi madre nos enseñó, ella estaba demasiado absorta en sus problemas, en las costuras y lavados de ropa, no veía más allá de eso. La infancia que ella había tratado de hacer bella, había sido corta, ya no podía luchar con una realidad que era inminente.

Mi padre ya era historia, la vida es así, bloqueé mi mente y saqué de mi corazón ese tremendo amor que alguna vez había sentido por él, mi dolor se había desvanecido en ese abrazo con mi amiga Seve, tan sentido, importante y único.

Carolina, llevaba muchos días llorando de noche, ni su madre ni nadie podía consolarla, entonces, mi madrastra se animó a ir a buscarme. No recuerdo muy bien en qué circunstancias se produjo ese encuentro, pero ahí estaba ella a los pies de la escalera con Marcelita en brazos. La pequeña se agarró de mi cuello y no me soltaba, y Teresa solo me pedía que volviera porque la bebé me extrañaba.

Le expliqué que mi decisión no tenía vuelta atrás, que tenía que trabajar para ayudar a mi madre. No sé si ella se daría cuenta de lo que pasaba, nunca lo hablamos, ni tampoco cuestionó con rabia mi determinación de no volver, solo me pidió mi bata para que la pequeña Carolina pudiese sentir mi olor… Así fue, le di mi bata y mi pequeñita pudo dormir.

Nunca perdí contacto con ellas. Después del episodio de la bata, mi madre aceptó a su rival y a las niñas y, en más de una oportunidad, la mayor entró tímidamente a nuestra casa y pasó algún cumpleaños con nosotros.

Cuando estuvieron más grandecitas les enviaba cartas y ellas esperaban al cartero con ansias y cuando entré a trabajar destiné siempre una parte pequeña de mi sueldo para sacarlas a pasear un domingo, siempre con la escondida intención de hacerme su cómplice de secretos y cariño incondicional, para que nunca se sintieran solas y confiaran en mí. Eran unos domingos maravillosos, las tres solas en nuestra burbuja de amor, nunca olvidaron eso.

Todas esas cartas me fueron devueltas hace muy poco, en mi cumpleaños número sesenta, amarradas a una cinta rosada en una cajita. Habían sido guardadas como un gran tesoro.

Mi padrastro tenía los días contados en casa, mi madre en el cumpleaños de una de sus amigas, había conocido al que sería su nuevo compañero por muchos años más.

Claramente, la relación se había desgastado y la separación con mi padrastro, se debía única y exclusivamente a su condición de alcohólico, él no dejaba de beber ni tenía el menor interés en hacerlo, pero en sus épocas sobrias habían formado una linda pareja.

Juntos ganaron muchos campeonatos de cueca, llegando a ser campeones nacionales. Esos habían sido lindos días. Llegaba el 18 de septiembre y ella sacaba su prolijamente guardado y cuidado vestido de «china» y la fiesta comenzaba. La acompañamos siempre hasta tarde en alguna ramada de Valparaíso o Viña del Mar, y ella bailaba como una diosa, una y otra vez, hasta que el jurado, finalmente, les otorgaba siempre el primer lugar, así llegaron a ser los campeones nacionales. Ella jamás dejó de bailar y nosotros también aprendimos de tanto mirarla. Años más tarde en su lecho de enferma en el hospital, me pedía que yo le bailara, y en su funeral hubo que cumplir su último deseo, bailar cueca. Pero ninguno de nosotros fue capaz de hacerlo, Rosita la esposa de mi primo Erik, le regaló ese póstumo deseo y fue muy hermoso, porque además llevó un huaso que bailó alrededor del féretro.

No recuerdo el día en que mi padrastro abandonó la casa, seguramente fue sin lágrimas ni violencia porque simplemente desapareció de nuestras vidas y solo puedo recordarlo con el: «Sin vacilar marchar, soldado de Jesús» y sonreír por su paso en nuestra vida. Años después, supimos que se casó, que tuvo una hija y que nunca más volvió a tomar, no volvimos a verlo.

Don Gilberto llegó dando instrucciones, criticando todo a su paso, el pobre King salía arrancando cuando lo veía, el odio fue mutuo desde un principio, el perro seguramente extrañaba a su amo y a mi nuevo padrastro no le gustaban los «animalitos en casa».

En poco tiempo la despensa estaba con todo lo necesario, y mi madre se veía bastante más tranquila, sus días de costura en esa pieza estrecha y lúgubre quedaron atrás, y ya no la vi en sus afanes de lavandería. Apareció una lavadora y una cocina nueva, y muy de vez en cuando había que sentarse a la mesa con él, en unas cenas familiares que eran verdaderos interrogatorios. Él no vivía con nosotros, era un hombre casado, cuya esposa lo «autorizaba» a salir y a tener otra mujer, una historia rara a decir verdad, que con el tiempo fui conociendo.

De ahí en adelante, las cosas fueron cambiando paulatinamente. Los fines de semana ella se arreglaba, ahora linda con su ropa nueva y él la pasaba a buscar, y salían a bailar tango, con el tiempo también incursionaron en la cueca, pero con él no ganó ni un campeonato.

Fuimos conociendo detalles de su vida, tenía cuatro hijos, y los cuatro sabían de la existencia de mi madre, con uno de ellos cultivé una linda amistad hasta el día de hoy. Ellos contaban que su madre le preparaba la ropa a su marido para que saliera el día sábado con mi mamá. Cuando la conocí muchos años después, supe que eso era cierto, ella era una mujer especial, una gran persona.

Mi primer trabajo como flamante secretaria y asistente de un dentista fue por cuatro años. Antes de eso, cuando volví a la casa de mi madre, trabajé en la cocina de un restaurante y luego en otro de cajera. En ambos tuve que dejar de trabajar porque los dueños se sobrepasaron conmigo. Para esas alturas ya nada me asustaba. Siendo muy niña había tenido que lidiar con un tío pedófilo y con otras situaciones que podrían ser material para otra escritura. Definitivamente, estaba preparada para batallar con todo aquello, había aprendido a defenderme y a curar sola mis heridas.

Empecé a estudiar en el liceo nocturno, casi al mismo tiempo que a trabajar con el dentista. Aquí se tejería otra etapa en mi vida, para entonces yo tenía quince años.

El doctor llegaba a la consulta todos los días a las diez de la mañana, a esa hora yo tenía el aseo hecho, los instrumentos esterilizados y la cafetera lista para su café. Los pacientes eran eternos, seguían su tratamiento año tras año, y los que se iban uniendo igual. En los ratos que él no estaba, yo tomaba mis cuadernos o libros y aprovechaba de buena manera los pocos momentos libres que tenía. Los amigos del dentista frecuentaban el lugar y lo aprovechaban casi como punto de encuentro, algunos masones, y otros tantos, carabineros. Toda esa camaradería hacía que el doctor atendiera prácticamente en las mañanas. Yo igual cumplía mi horario, estudiaba y luego a las siete de la tarde tenía las clases.

Al principio todo transcurría tranquilo, trabajar y estudiar era para valientes y yo lo era, recibía mi sueldo que no era mucho y casi en su totalidad se lo daba a mi madre.

Los sillones «destartalados» que habían pasado años cubiertos con una frazada escocesa, los cambié en esa primera Navidad. Ella emocionada recibió a los pobres hombres de la mueblería que, sudados enteros, subieron los doscientos cincuenta y dos escalones con el juego de sillones, color café, en la espalda. Yo ya había firmado el primer crédito de mi vida, doce eternas cuotas. Le compré ropa y zapatos nuevos, ante sus ojos comencé a ser importante, las traiciones quedaron en el olvido y, poco a poco, me fui ganando un espacio.

Las cosas en casa estaban más tranquilas, salvo por mi hermano que para esas alturas ya había sido descubierto por mi madre en sus andanzas nocturnas y la hoguera ardía, pero sin buenos resultados, porque mi hermano ya se había emancipado, solo quería vivir sus amoríos sin entender razones y mi madre en vano «rayaba la cancha» una y otra vez.

El dentista resultó ser un irresponsable y abandonaba a los pacientes en las tardes, por ese motivo eran tan largos y eternos los tratamientos, pero con su simpatía los envolvía y lo perdonaban mil veces. Aprendí a mentir descaradamente para cubrirle la espalda y, finalmente, me especialicé en «limpieza dental y destartraje», así terminé muchas veces haciendo ese trabajo con su consentimiento. Toda una irresponsabilidad que con los años he podido sopesar, pero en aquel entonces lo importante era mantener el trabajo contra viento y marea.

Seve tuvo a su hijo menor y me pidieron ser la madrina, fue mi primer ahijado. En la vida tuve seis: Harold, Paolita, Patricio, Yanara, Ramiro y Ricardo Jr., este último mi sobrino.

A veces, en la noche después de clases pasaba a ver a mis amigos, hacíamos unas reuniones muy entretenidas en donde cantábamos y organizábamos juegos como niños, eran lindos tiempos. Mi amistad con Seve y Luis ya se había consolidado para toda la vida.

Un triste día desapareció el King. Lo buscamos día y noche durante semanas, pusimos avisos por todos lados y hasta ofrecimos una recompensa que no teníamos, todo por él, pero nunca más lo vimos. Nuestro mayor sospechoso fue don Gilberto, pero nos juró casi con la mano en la Biblia que él no había sido, no obstante, los dardos apuntaban a él, porque cada vez que llegaba a casa le pegaba al pobre perrito con el periódico. Una vez lo había encontrado en la cama de mi mamá y había querido pegarle, pero el perrito lo mordió cuando se vio en peligro y terminó por ganarse un enemigo en potencia. Definitivamente, el odio era mutuo.

Fue nuestro primer duelo como familia, lo lloramos como a un hijo y lo más terrible fue no haber sabido nunca cuál había sido su destino. De haber podido enterrarlo, hubiese sido menos doloroso para todos. Así quedaba cerrada la historia del perrito, blanco y negro, llamado King, y su cunita, sus ropas de invierno y sus compras para ayudar a la familia. Nos dejó un espacio eterno de testamento, sus recuerdos y su paso lleno de ternura por nuestras vidas.

En conclusión, es como si la vida estuviese escrita, todo sucede por algo o será que uno le busca justificación a todo, como para tratar de entender o será que es un continuo aprendizaje y es necesario pasar por todas las pruebas posibles, para crecer y evolucionar…, ¡qué sabe uno! Lo cierto del caso es que, en mi primer día de clases por un error administrativo, quedé en un curso donde había mujeres mayores, casadas, separadas, con hijos.

Ese era mi lugar, para entender que yo no era la única víctima en la vida, que había otras mujeres con historias mucho peores que la mía, como la de Carmen que tenía siete hijos, todos pequeños y solo quería terminar su enseñanza media para poder trabajar, independizarse y dejar de ser golpeada por su esposo; Anita que había sido prisionera política, torturada, violada y sometida a vejámenes espantosos; Mónica que había sido castigada por ser madre soltera y obligada a estudiar de noche y cuidar a su hijo en el día, sin posibilidad de nada más en la vida y Mariana que había sido expulsada de la casa materna por estar embarazada, y obligada a vivir con sus suegros y el padre de la criatura, un espécimen de hombre que la golpeaba y torturaba. Ese era parte de mi curso, muchas otras, todas con historias símiles, lo mío no era nada.

Cuando se dieron cuenta del error quisieron cambiarme al curso donde se encontraban las de quince, pero me rehusé, ese era mi lugar.

El primer día me senté al lado de Mariana, una mujer introvertida, callada y solitaria, al menos esa fue mi impresión. Pero no era nada de eso, era solo una mujer asustada con ganas de triunfar, sacar adelante sus estudios, seguir en la universidad y ser más que el padre de su hija, para, algún día, no tener que depender de él.

En esos tres años terminé de crecer, la vida me introdujo en un mundo de adultos al cual yo no pertenecía, me estaba saltando la mejor época de la vida, pero ya no había vuelta atrás.

El doctor me invitó un par de veces a algún almuerzo con sus amigos y otras tantas trató de cruzar la línea prohibida, me costó defenderme, pero pude lograrlo y conservar el trabajo.

Me producía dolor de estómago cada vez que me quedaba sola con él. En todas, pude salir airosa. Definitivamente, había aprendido a defenderme, usando mi mejor sonrisa y mis encantos, los cuales descubrí que me servían de mucho con el sexo opuesto. No había otra forma de defenderse, mejor con humildad y sonrisas. Podría también, haber roto un florero en su cabeza, pero eso significaba quedarme sin trabajo o terminar detenida, no era para nada fácil, eran tiempos sin justicia para las mujeres.

Finalmente, con todo, resultaba entretenido ese mundo, muchas veces después de clases íbamos al casino de carabineros y escuchábamos al capitán tocar el piano en algún cumpleaños o celebración. Creo que después de un tiempo, el doctor aprendió a conocerme, quererme y respetarme, y también entendió que, para esas alturas, era yo la única persona en la que él podía confiar y la única que pudo, tres años más tarde, mentir por él para que pudiera salir del país, después de estafar a la mayoría de sus amigos y cerrar la puerta del consultorio para siempre.

Con Mariana, especialmente, cultivamos una hermosa amistad, vivimos períodos inolvidables juntas. Ella era una excelente estudiante, muy inteligente, me ayudaba con las matemáticas y leía los libros por las dos, después me los contaba y yo podía dar las pruebas y sacar buenas notas, gracias a la facilidad de comprensión lectora y redacción que siempre tuve.

Su vida era dura, me encariñé con su hijita que tenía la misma edad de mi hermanita pequeña, cada vez que podía la ayudaba con ella y muchas veces tuvimos que ir a clases con la pequeña. A veces la pasaba a buscar después de mi trabajo para irnos a clases, ella abría la puerta con miedo y me decía casi susurrando que no podía ir. Me cerraba la puerta en la nariz para que el padre de su hija no me viera. Muchas veces pude ver, con impotencia y pena, sus ojos morados y su cara golpeada. Todo aquello sucedía a vista y paciencia de sus suegros, nadie la defendía.

Muchas veces me llevé a la niña a casa, mi madre alegaba, que «por qué, me hacía cargo de niños que no eran míos, que mi amiga era una suelta, que no se hacía cargo de su hija, que para qué tienen hijos si nos los cuidan» y bla, bla, bla… Yo que, bajo juramento, le había prometido a Mariana que no diría una palabra de lo que le pasaba, tenía que aguantar callada y buscar siempre un pretexto, el que seguramente mi madre nunca creyó.

Un día no aguantó más, y decidida fue a ver a sus padres, afortunadamente fue acogida y pudo volver a la casa paterna con su hijita, ya habían pasado dos años de liceo, de golpes y de mala vida. Ahí vino el tiempo en que teníamos que escondernos del padre de su hija, salir para ir a clases y cambiar siempre los caminos de ida y vuelta con susto y el estómago apretado. Más de alguna vez nos encontró, pero hacíamos verdaderas fortalezas de guerra para defenderla y el cobarde no se atrevía a hacer nada.

Los padres de Mariana vivían en el centro de la ciudad y tenían una residencia, era una casona antigua con muchas piezas. La tía Carmen, madre de Mariana, era una mujer encantadora y muy trabajadora, me acogió con cariño desde un principio. La casa era entretenida, mucha gente entraba y salía todo el día, allí también había historia. Cada pieza era un mundo, estudiantes, matrimonios jóvenes, mujeres solas y entre todo, un matrimonio encantador, Jaime y Wilma, una pareja que se amaba contra todo evento, los dos de vidas sufridas y trabajadores. Ella limpia y ordenada como mi madre, todo brillaba en esa pieza; nos conocimos y nos quisimos mucho, con los años cultivamos una linda amistad que ha perdurado en el tiempo.

Los años pasaron entre los estudios, el trabajo, las amigas, los paseos dominicales con mis hermanitas y uno que otro amorío que a nada llevaba. El pasado iba quedando atrás, con la indolencia que eso significa, no quedaba tiempo para sufrir ni para recordar, la vida continuaba y no daba tregua. En casa me había ganado un espacio, el hecho de aportar económicamente y permanecer poco, me permitía vivir en paz. Mi hermano estaba trabajando, ya se había ido de casa y mi hermana estudiaba y vivía en lo que se puede llamar una vida normal de adolescente.

Llegó el final de los cuatro años de educación media, todas lindas con nuestros vestidos preciosos para la ocasión. Cuando entré al teatro en donde se efectuó la ceremonia, pude divisar en mi puesto, un hermoso ramo de flores, el primero que recibía en mi vida, la tarjeta decía: «Felicidades y felicitaciones por este gran paso», era del dentista y sus amigos masones y carabineros, firmada al reverso por todos ellos, siete en total. Un gesto hermoso tan simple y de tanta importancia para mí. Seguro nunca supieron que fue esa la única muestra de apoyo y cariño que recibí en un día tan especial e importante.

Uno de ellos me había prometido que cuando terminase mis estudios, me llevaría a trabajar con él a su agencia naviera y me pagaría un curso de secretariado. La universidad estaba vetada para mí. Al año siguiente después de cerrar la puerta del consultorio y de terminar mis estudios, fui a verlo y cumplió su promesa.

Mariana ingresó a la universidad, sus padres la apoyaron, había logrado cruzar la línea. Años después se graduó, se fue con su hijita a Suecia, allí se especializó, hizo cursos y cuando regresó victoriosa muchos años después, ya era más que el padre de su hija. Había logrado su objetivo, pero no pudo darse el gusto de mirar sin miedo a su verdugo a la cara, porque él había asesinado a la que era su esposa, y estaba preso en una cárcel del sur de Chile. Ese hecho me marcó la vida y me hizo pensar en que esa suerte pudo haber corrido mi amiga sin nadie que la defendiera, afortunadamente, había escapado a tiempo.

La vida para mí no cambió mucho, trabajaba en el día en la agencia naviera y por la noche asistía a mi curso de Secretariado Ejecutivo, que duró dos años. Con un sueldo un poco mejor, le propuse a mi madre cambiarnos de casa y una vez que mi hermana terminó sus estudios, dejamos la casa de los doscientos cincuenta y dos escalones para irnos a vivir a Viña del Mar. Allí adquirí más responsabilidades económicas, y pasé definitivamente a ser un soporte importante para la familia, en ese momento tenía recién 19 años. Mi madre seguía su relación con Gilberto. Todo parecía estar en orden, Gilberto la amaba y la valoraba, y ella aprendió a callar y a respetar sus espacios. Con los años llegó a amarlo muchísimo.

En la oficina trabajaban dos gerentes, algunos empleados operativos, un contador, personal de un buque del cual ellos eran los dueños y yo, la secretaria general. Tuve la oportunidad de aprender muchísimo, estudiaba y hacía las prácticas al mismo tiempo. Pero nada era gratis, también tuve que defenderme durante años de los acosos sexuales de los que fui víctima, pero en eso ya era experta, en la selva había aprendido. Afortunadamente, tampoco perdí mi trabajo y también allí, años más tarde, me tocó cerrar la puerta cuando la compañía se declaró en quiebra al hundirse el único buque que tenían.

Trabajé hasta el final en la liquidación de los seguros de la nave y aprendí todo lo que tenía que aprender, cada experiencia era enriquecedora y cada una me permitía tener nuevas ofertas laborales. Esta no fue la excepción, años más tarde esos conocimientos me sirvieron para entrar en una gran compañía naviera. Todo estaba escrito.

En esta época conocí a mi primer amor, él trabajaba también en el ámbito naviero, nos conocimos un día en el que él participó de una reunión en la oficina para ver algunos detalles de la carga del buque. No fue amor a primera vista, al menos no por mi lado, pero él pronto comenzó a llamarme para preguntarme por uno y otro documento, después supe que nada de aquello era necesario, solo se quería acercar a mí. Alfredo era quince años mayor que yo, bastante bien parecido, aunque mis amigas dijeran lo contrario.

Aparecía en la oficina en los momentos más inesperados y me pedía cualquier documento que justificara su visita, así comenzamos a conocernos. Un día me invitó a almorzar y ahí estaba yo, en el mejor restaurante de Valparaíso jugando a ser cándida y coqueteando con el hombre que robaría mi corazón. Para entonces ya vivía en Viña del Mar y el hecho de salir tarde de mis clases de secretariado me complicaba a veces el regreso. Alfredo comenzó a facilitarme la vida, me esperaba por las noches y a veces hasta iba a buscarme en las mañanas. Así comenzaba un amor grande.

Estuvimos juntos cuatro años, nadie podía separarnos, íbamos y veníamos felices por la vida, Alfredo no daba espacio ni a soledad ni a recuerdos malos y mi madre lo adoró desde el principio. Mi vida parecía haber tomado rumbo, todo estaba en perfecto lugar y por fin sentía que los astros se habían alineado, fue un período de mucha felicidad y estabilidad para mí.

Siempre me decía que quería casarse conmigo, y quería tener un hijo, en esos encuentros de amor me lo pidió tanto que, un día decididos, dejamos de cuidarnos para poder quedar embarazada. Podría recordar el día, la hora y todos los detalles del día en que mi Rodrigo fue concebido, lo supe desde un principio y fui la mujer más feliz del mundo cuando el médico confirmó mi embarazo. Estaba en mi justo derecho, tenía estabilidad económica y laboral, y además con 21 años, ya era toda una mujer.

Mi madre puso el «grito en el cielo» yo no estaba casada y no la convencía la idea para nada, quiso que me sometiera a un aborto, me rogó para que la acompañara a un médico a ver qué opinaba el doctor, yo lloraba de impotencia: «¡Cómo iba a permitir semejante barbaridad!», pero seguí sus instrucciones hasta el final solo porque no quería discutir ni alejarme de ella, solo quería que ella reaccionara, porque en definitiva yo a mi hijo lo traería al mundo sí o sí.

Nos levantamos temprano, las dos calladas, tomamos el bus en dirección a la consulta de aquel doctor que alguien le había recomendado. Nos bajamos en la parada y caminamos muchas cuadras siempre en silencio. Casi por magia entró en un negocio en donde vendían ropa de bebé, yo asombrada la seguí y casi muero de impresión cuando ella le dijo a la vendedora: «Quiero que me muestre el traje más lindo que tenga para recién nacido, porque voy a ser abuela y quiero comprarlo ahora mismo».

Así, tal cual, nunca olvidé sus palabras, entonces, la abracé y lloramos juntas y, por primera vez en mi vida, en conciencia, sentí su olor, la textura de su piel, sus lágrimas se fundieron con las mías y sentí sus manos acariciando mi cara y mi pelo, ¡cuánto hubiese dado por recibir ese abrazo años antes! Ahí entonces seguro, Rodrigo se acurrucó tranquilo a esperar los restantes ocho meses y yo fui la mujer más feliz del mundo.

Lo que había pasado es que mi madre el día antes había ido a visitar a la tía María Isabel, y la tía que ya tenía experiencia, porque mi prima poco tiempo atrás había sido madre soltera, le dio los mejores consejos del mundo. Además, la alentó a ponerse la coraza que años antes tanto había usado, para enfrentar ahora a la familia, que seguro hablaría hasta por los codos.

Amé más a mi tía por esto, linda y sabia ella, me había salvado de un drama más en la vida, sin saberlo había sacado espinas y había dejado el camino libre y limpio para mí. También propició ese abrazo con mi madre, que tanto había necesitado en años.

A ella, mi tía María Isabel, que falleció años después víctima del cáncer, dedico este capítulo de mi vida y la maravilla de haber sido madre por primera vez.

Leche condensada

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