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Día 17 de cuarentena

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Las noticias no son alentadoras, en Chile ya tenemos más de dos mil casos positivos de la COVID-19 un virus de la familia del coronavirus, que se originó en China y que tiene al mundo rendido a sus pies. Asusta la cantidad de muertos en Europa.

Juan Pablo pasa el día en su computadora estudiando en línea, la Escuela Naval no le da tregua, empieza sus clases a las ocho de la mañana y no para. La escuela le ha dado las herramientas para ser muy disciplinado y me gusta verlo así, tan maduro, entendiendo que aquí en casa debe estar, aprovechar los tiempos para estudiar, leer e informarse. Se ha convertido en un gran hombrecito, en un tremendo compañero de cuarentena y de vida.

Hoy hicimos videoconferencia con mis amigas Betsy y Cecilia, nos reímos de tonteras y escondemos nuestro temor en historias fantásticas, haciendo planes de lo que haremos cuando podamos salir a la calle y juntarnos, eso si es que salimos con vida de esto. Betsy ha sido mi amiga por muchos años, se ha convertido en un gran apoyo y gracias a ella he podido superar y aprender en este tiempo difícil de mi vida. En tanto Cecilia, pertenece al grupo selecto de Cecilias que he conocido en mi vida, con ella y su hermosa familia fui creando un lindo lazo de amistad que ha perdurado en el tiempo.

No puedo ver noticias, más bien cambio de canal, afortunadamente, me gusta escribir y también leer, se me pasa el día entre la cocina, alguna película en la tarde, un libro y mi computadora. Con todo, cuesta abstraerse, sobre todo de las redes sociales en donde llega tanta información.

Hoy se me ocurrió ver unos videos de lo que sucede ahora mismo en Ecuador, cadáveres en las calles, gente muriendo porque el presidente de ese país no tomó medidas a tiempo, es horrible, el solo hecho de pensar en que podría estar allí con mis hijos, me aprieta el corazón, esa es otra historia de mi vida:

Los doscientos cincuenta y dos escalones eran una tortura, muchas veces volvíamos a casa de las compras y mamá nos decía con cara de culpable que se le había olvidado anotar algo más, ahí el más valiente volvía a bajar o el que quería más postre o el que definitivamente tenía algo entretenido que hacer en el camino.

Tiempo después, adiestramos al King, le poníamos una bolsita con una nota y el perrito bajaba solo al negocio, en donde obviamente lo conocían, volvía orgulloso y cansado con alguna de esas cosas pequeñas que no eran de gran peso para él. Defendía la bolsa con sus diminutos colmillos como el más preciado tesoro y se ganó con esto un puesto importante en la familia. Mi padrastro le construyó una pequeña cama y durmió siempre en nuestra pieza, con colchón, sábanas, frazada y almohada.

El King también nos acompañaba a buscar a mi padrastro a los bares de Valparaíso. En realidad, era extraña esta situación, pero se daba normalmente para nosotros, porque cada vez que este hombre llegaba ebrio a casa, mi madre lo retaba mucho y lo trataba mal, nosotros no entendíamos el trasfondo del asunto, solo nos daba pena el pobre cristiano. Entonces, para evitar que siguiera tomando y gastándose el dinero, salíamos a buscarlo.

El plan era simple, en los bares soltábamos al perrito, si este salía, significaba que mi padrastro no estaba allí. No era muy grande el radio de bares en donde él se movía, de tal forma que la búsqueda era rápida.

El perrito se quedaba adentro cuando lo encontraba y ahí, entonces, entrábamos nosotros, generalmente mi hermano y yo.

Mi padrastro se ponía muy contento cuando nos veía y afortunadamente, a pesar de su estado de embriaguez, entendía que «no era lugar para los niños», rápidamente se despedía de sus correligionarios, tomaba al perro y salíamos. El regreso a casa era digno de novela, nos llevaba siempre marchando, él adelante, el perro detrás, yo y mi hermano a lo último de la fila, cuidándome. Siempre era la misma canción: «Sin vacilar marchar, soldado de Jesús» y luego la ansiada parada en la pastelería del barrio en donde terminaba de gastarse la plata, yo tendría unos diez años.

La escasez de dinero hacía nuestra vida difícil, pero mi madre se las ingeniaba para que nada nos faltase. Mi padrastro no ayudaba mucho a aliviar esa carga y mi pobre madre trabajaba sin parar, enamorada de este hombre que poco hacía por ella.

Varias Navidades estuvimos con la angustia de no tener una cena o un árbol de Navidad, pero él, la mayoría de las veces ebrio, se las ingeniaba para llegar con lo que se necesitaba. Cayó de la escalera muchas veces con una torta en la mano o un arbolito que terminaba «destartalado». Al final siempre nos salvamos y tuvimos una Navidad.

Mi madre se encargaba de los regalos, eran maravillosos, cómo olvidar las muñecas de trapo que ella misma confeccionaba o la cajita de zapatos forrada con papel de regalo, llena de ropita para las muñecas, todo confeccionado por ella. ¡Cuántas noches se habrá quedado tejiendo y cosiendo para que tuviésemos nuestros regalos!, nunca lo olvidé, y alguna vez de adulta he pensado que allí con solo eso y con el tarro de leche condensada hecho manjar para mi cumpleaños, era tan feliz y no lo sabía.

En la época de mi niñez, fue importante también mi abuela materna, en su casa, situada en un cerro de Viña del Mar, que en aquel entonces era campo, pasábamos domingos hermosos y algunas Navidades con un árbol de Navidad gigante lleno de regalos para los once nietos que conformamos la familia. Tuvimos hermosos días en familia, con primos y primas con quienes nos mantenemos unidos hasta el día de hoy. Cuando mi abuelita murió, esa casa fue prácticamente desvalijada por la familia. Para entonces yo estaba viviendo mi vida, ya tenía veinticinco años, solo me tocó acompañar a mi madre a recoger del suelo las cosas más preciadas de mi abuela, aquellas sin importancia y de uso personal como sus ondulines del pelo y los palillos con los que tejía. Una lección de vida que engrandecería a mi madre ante mis ojos.

El retorno a la casa materna, si bien me hacía muy feliz, también me producía una tremenda angustia por no poder ver a mi padre y, especialmente, a Marcela, mi hermanita pequeña. En algún momento se nos dio la posibilidad de escoger con quién queríamos vivir y yo, sin dudarlo, escogí a mi padre. Eso fue una puñalada por la espalda a mi madre, pues con uno de sus hijos que se fuera, le bajaban a ella la mensualidad asignada por el Juzgado de Menores. Tenía unos doce años cuando se me dio la posibilidad de tomar tamaña decisión. Fui prácticamente expulsada de la casa materna, degradada y humillada frente a mis hermanos y mi padrastro. Solo recuerdo los ojos azules de mi madre llenos de lágrimas de rabia y dolor, fue horrible. Al descender los doscientos cincuenta y dos escalones estaba mi padre esperándome en su auto.

La vida que me esperaba con él era distinta, mi abuelita paterna ya había fallecido, así es que ocupé su pieza y quedé instalada cómodamente con mi ropa nueva, mi hermanita, mi padre y su cariño y Teresa, con quien me entendía bastante bien.

La pequeñita alegraba mis días. La vi crecer, conmigo dio sus primeros pasos, no nos separamos ni un momento, fueron buenos tiempos. Eso sin contar que nuevamente tenía el amor de mi padre para abrazarlo y compartir mi vida con él cuantas veces quisiera. Para entonces Teresa esperaba a su segunda hija.

Vino la época de la Unidad Popular, Allende presidente, mi paso de niña a mujer, mis primeras incursiones en los besos y los cosquilleos en el estómago al ver al joven que me gustaba. Fue un tiempo en el que extrañé mucho a mi madre, me hizo falta, pero nada se podía hacer.

Teníamos un grupo de amigos en el barrio, nos dejaban salir en las tardes un rato y era el tiempo mejor aprovechado, todo sucedía en ese par de horas. Luego vinieron las filas para comprar todo lo necesario, la escasez de alimentos obligaba a ponerse en cuanta fila uno encontraba en el camino, era la época del boicot internacional contra nuestro país. Había que levantarse muy temprano, para hacer la fila antes del alba y comprar el pan. Me encargué durante mucho tiempo de eso, porque mi madrastra estaba embarazada y, además, era entretenido encontrarme con mis amigos en esas filas de horas.

Unos días antes del golpe de Estado, mi madrastra decidió dejarme descansar y hacer ella la compra del pan al alba. Ese simple hecho cambiaría mi vida para siempre.

Sentí la puerta de calle cuando ella salió, todavía estaba muy oscuro, me acomodé entre mis tibias sábanas para seguir durmiendo. Poco rato después mi padre entró a mi pieza, lo sentí y me puse feliz cuando se acostó a mi lado. Confiada y segura me acurruqué junto a él. Sus manos comenzaron a tocarme y en algún momento que no logro recordar con lucidez, me encontré luchando con un monstruo, con mi llanto y mis gritos ahogados en esa mano que tapaba mi boca, luego dolor y más dolor, físico y del alma…, había sido violada por mi propio padre. Tenía catorce años.

Con su hecho consumado, se escabulló en lo que quedaba de la noche, como el peor de los ladrones, quedé desolada, igual como años antes, seguramente, había quedado mi madre.

Ese día no me levanté, permanecí «enferma» todo el día, no podía, no tenía fuerzas. ¿Qué hacer?, ¿adónde ir?, ¿con quién hablar?, finalmente me lo había ganado, mi madre me castigaría por desleal y traidora. Nadie me creería semejante barbaridad, y además ya estaba grande para darle tantos besos a mi padre, yo había propiciado ese mal desenlace, todo mal, no pensaba bien, no coordinaba, era demasiado espantoso.

Marcelita entraba, por algunos minutos, a mi pieza, me miraba y me secaba las lágrimas que escondida y callada salían de mis ojos: «¿Cómo protegerla?». Teresa me llevaba sopitas calientes para aliviar mi «dolor de estómago» y mi padre un par de veces asomó la cabeza para saber cómo me sentía. Era una pesadilla, la más cruel y horrible pesadilla de la que nunca desperté.

Dos días después de ese «asunto de familia» como lo llamó un psiquiatra que años después tuve que visitar, vino el Golpe Militar en Chile y, entonces, tuve que quedarme conviviendo con mi verdugo por mucho tiempo. Nada se podía hacer, él no volvió a tocarme, yo no lo miraba, ni me acercaba, pero nos topamos muchas veces en la cocina, la parte más segura del departamento, escondidos de las balaceras que se armaban en la calle y también cuando le quitaba a mi hermanita de los brazos y lo miraba con ojos de odio: «No la toques», nunca le hizo nada, ni a ella ni al resto de mis hermanos. Al menos eso es lo que sé.

Un mes después del Golpe Militar, y de aquel «asunto de familia», Teresa comenzó con el trabajo de parto. La llevaron al hospital y afortunadamente la Nana se vino a casa a cuidar a mi hermanita, así es que nunca estuve sola.

Así llegó al mundo Carolina, la más pequeña de la familia, una hermosa niña de grandes ojos, que definitivamente me robó el corazón.

Mis días con ellos estaban contados, estaba decidida a volver con mi madre, pedirle perdón de rodillas si era necesario, solo quería escapar, pero tuve que quedarme un buen par de meses.

La bebé lloraba de noche, yo en mi pieza la sentía y me levantaba a verla, la sacaba de su cuna y la acurrucaba conmigo. Ella se acostumbró a mis brazos, a mi olor, al olor de mi bata de levantar, se quedaba calladita y se dormía. Ese hecho de amor tan simple, me amarró muchos meses en la casa paterna, pero hubo un día en que ya no aguanté más, y con dolor tuve que dejar a mis pequeñas.

Salí temprano rumbo al liceo en donde ya cursaba segundo año de enseñanza media. La noche anterior había preparado a escondidas un pequeño bolso con lo básico. No fui a clases, daba lo mismo, el año ya estaba perdido. Deambulé gran parte de la mañana por las calles, sabía lo que tenía que hacer, solo comenzar a subir los doscientos cincuenta y dos escalones y abrazar a mi madre, pedirle perdón y quedarme ahí acurrucada, ¡qué situación más difícil!

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