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CAPÍTULO 1: Hay copas que las carga el diablo

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Nueva York, seis meses después.

La Gran Manzana no era el mejor sitio para vivir. No, no lo era.

Madelyn llevaba en la ciudad cerca de medio año, desde que dejó atrás Cape Cod y los preciosos paisajes que dieron forma a su pequeño mundo desde que nació.

Al menos disfrutaba cuando hacía deporte en Central Park. Correr era una manera de escapar de los malos pensamientos, aunque los recuerdos se empeñaban en acompañarla durante aquellos extenuantes recorridos.

Portaba los cascos en las orejas, pero no escuchaba la música. Atravesaba el parque a la carrera, echando de menos el aroma cargado de salitre de la costa donde dio sus primeros pasos. En Yarmouth fue una niña feliz, creció entre algodones y se convirtió en una jovencita adorable y admirada que un día se marchó a la universidad para regresar transformada en una mujer con aura de triunfadora.

Por entonces, su padre estaba muy orgulloso, porque Maddy hizo caso de sus consejos y estudió Economía y Finanzas, carrera que finalizó con unas calificaciones brillantes. No se esperaba menos de ella.

Recién titulada, se incorporó al negocio familiar. Los Ward eran, desde hacía dos generaciones, los inversores en bienes raíces de la zona más importantes, actividad que se resumía en comprar barato y vender caro, ya fueran propiedades de naturaleza residencial, comercial, industrial o terrenos. Fue idea de Madelyn la de adecentar las viviendas que adquirían a buen precio. Con una buena puesta a punto que resaltara su elegancia, aumentaban de valor. Y a fuerza de maquillar el aspecto ajado de aquellas bonitas edificaciones costeras, que antaño se usaban como casas de veraneo, le tomó el gusto a embellecer ambientes. Un día, habló con su padre y le expuso su propósito, que contó con su aplauso. Su hija mostraba una vez más su carácter emprendedor. Y así fue como la primogénita de los Ward fundó su pequeña empresa de organización de eventos de sociedad. Gracias a la ausencia de competidores en Cape Cod, a su tesón y a las recomendaciones de una clientela muy satisfecha, convirtieron su proyecto en un éxito.

Nadie dudaba del talento de Madelyn Ward, alumna brillante desde el jardín de infancia, atenta y voluntariosa, con una sonrisa incluso para el más huraño, jefa de las animadoras del instituto y reina del baile de graduación. Tal cúmulo de perfección, fruto de una férrea disciplina, acabó por estrangularla. Una aciaga mañana de enero, aparcó las reglas por las que se regía y se dejó llevar. Olvidó su escasa tolerancia al alcohol, se tomó cuatro mojitos con el estómago vacío y perdió la cabeza.

Fue una locura, eso se repitió a sí misma durante sus primeras semanas en Nueva York. Con el paso de los meses, había asumido que cometió una estupidez. Un error del que no se consideraba la única culpable. Curiosamente, el círculo social de Yarmouth en el que se movía fue muy indulgente a la hora de juzgar al otro. ¿Tal vez porque era hombre y a ellos sí se les permitía una indiscreción? La respuesta era esta: «Pues sí». Y a Maddy esa idea la sacaba de sus casillas. No recordaba ya cuántas veces había oído cotilleos entre las señoronas amigas de su madre. Ellos tienen sus necesidades; a ellas, si las tenían y no se contenían, se las tachaba de frescas y de pendones.

Y Maddy «fue» una de esas. Aquella mañana, víspera de la boda, ya fuera por el exceso de cócteles cubanos, por el estrés acumulado o por el cambio del ciclo lunar, le entraron ganas de gozar como una posesa y no se contuvo. Solo faltaban los últimos preparativos, apenas algún detalle de la decoración floral y acordar el color de los manteles. Era una celebración en la que había depositado todo su tesón y capacidad de sacrificio. Su hermana pequeña se casaba y quería que Kristie disfrutara de un día maravilloso e inolvidable.

Y lo fue. Maldita la hora en que pidió consejo al novio. Faltaba un día para el enlace, Maddy quería saber su opinión sobre las flores. También se casaba él, y sospechaba que, en sus esfuerzos por agradar a Kristie, el antiguo invernadero de la familia que utilizaban para las fiestas de su madre resultaría excesivamente femenino.

Con una llamada telefónica habría bastado, pero el ya casi marido de su hermana pequeña se presentó por sorpresa. Vio el bar ya dispuesto y, como una travesura, preparó un mojito para cada uno.

—Relájate, Maddy, todo está genial. Eres la mejor —le dijo.

Y tanto que se relajó. Él empezó a tontear de una manera descarada y ella, en vez de pararle los pies, le siguió el juego. Hacía años que Rob Carter había perdido el encanto a ojos de Maddy. Pero en aquel invernadero descubrió que su futuro cuñado, con el que estuvo ennoviada tres meses durante la secundaria, aún tenía la pericia juvenil de ponerla muy caliente. El alcohol no era excusa, pero relajaba bastante. A una copa siguió otra, un beso robado a otro, hasta convertirse en una lucha de lenguas y manos ansiosas por desabrochar botones y bajar cremalleras.

—Por los viejos tiempos, Maddy.

—Nnno.

No hubo convicción en aquella negativa. Lo dijo porque era lo que tenía que decir.

—Sí —insistió Rob.

—Pueden vernos.

—¿Quién? Aquí estamos solos tú y yo.

—No sé…

—Nadie lo sabrá. Nunca. Te lo juro.

—Vale.

Fue un polvo rápido. Vertiginoso. Una puñetera insensatez que culminó apenas había empezado con un grito ronco de Maddy.

Gemido de placer que fue solapado por un alarido espeluznante de Kristie y otros tantos de sus amigas, a las que había llevado para que admiraran en primicia la decoración, que se suponía que iba a ser una sorpresa.

Así fue como la niña buena de la familia fue sorprendida por la novia y sus damas de honor cabalgando encima del novio sobre la mesa destinada a exhibir el bufet de los postres del banquete nupcial.

Fue terrible. Ella con sus bragas en la mano mientras la pobre Kristie, desmadejada sobre un sofá Chester cual dama de las camelias, suplicaba que le acercaran un frasco de sales. En realidad lo que pidió fue un Martini doble y nadie se atrevió a poner en duda los efectos medicinales del vermú mezclado con ginebra. La boda se suspendió en ese mismo momento y el resto…, en fin, más le valía olvidar el resto.

Maddy aminoró el paso hasta que se detuvo para tomar un respiro. A lo lejos, los turistas rodeaban el memorial de John Lennon. Se sentó en un banco vacío para descansar antes de regresar a su apartamento.

Su futuro empezaba en aquella ciudad ruidosa y odiosa en la que acabó recalando por casualidad. O porque, a pesar de lo mucho que le desagradaba, el instinto le hizo tomar esa dirección en la autopista, sabiendo que allí se sentiría a salvo. Nueva York era la ciudad perfecta donde perderse. Un inmenso hormiguero en movimiento constante donde podría ser una hormiga anónima más.

Lo primero que hizo al llegar fue buscar un techo bajo el que vivir y vender el coche. Allí no le hacía falta, y para pagar una plaza de aparcamiento en Manhattan necesitaba dos sueldos. Lo segundo, encontrar trabajo. Tuvo suerte y lo logró al tercer intento, su currículum era escueto pero prometedor.

Era afortunada por haber conseguido un empleo en una de las empresas farmacéuticas más importantes del país. Su labor en el departamento financiero estaba bien valorada, aunque llevaba más de un mes en aquel puesto y aún no sabía para quién trabajaba. El director de Brooks Corporation estaba o de viaje de negocios o demasiado ocupado en la planta noble, la número veintiséis del rascacielos propiedad de la corporación, como para pasearse por cada departamento para conocer a los empleados recién contratados.

La tercera cosa que hizo Maddy fue desmantelar su empresa de organización de eventos, Un Día Inolvidable, y traspasar el local. Apenas le llevó tiempo, puesto que era la única socia capitalista y el resto de las gestiones las realizó por teléfono y correo electrónico, sin necesidad de desplazarse hasta Cape Cod. Con el dinero recuperado, sumado al que obtuvo al vender su Audi, se mantuvo durante los primeros meses. Las finanzas eran su especialidad, aún contaba con un tranquilizador fondo al que recurrir en caso de necesidad.

El apartamento donde vivía de alquiler, aunque no fuera un hogar de verdad, sí era un lugar importante para ella. Era el punto de partida simbólico donde había comenzado su nueva vida. A pesar de que los malos recuerdos no la dejaban tranquila. Sacó la libreta de la que nunca se separaba y el pequeño bolígrafo de publicidad de un hotel que siempre llevaba enganchado en el gusanillo del cuaderno. Pasó las páginas escritas. Allí lo apuntaba todo: ideas, pensamientos y normas. Desde los vasos de agua que debía beber al día hasta las diez sentadillas obligadas cada vez que salía del baño de hacer pis.

Una paloma se acercó a picotearle la zapatilla y se espantó cuando Maddy cambió de posición para escribir con la libreta apoyada sobre las rodillas.

Pasado: significa que ya pasó. Punto y final.

Tengo que aprender a no pensar en ello.

Por la vida de Madelyn Ward se había cruzado una cantidad innumerable de personas y personajes de todo tipo y condición. Ninguna como Shannon Blake. No se podía ser más arisca, desagradable ni prepotente.

La responsable de Recursos Humanos de Brooks Corporation era una arpía de manual. Aprovechaba la mínima flaqueza, cualquier despiste o fallo, a menudo intrascendente, para hacer valer su posición de superioridad ante los demás empleados. Era una directiva eficaz y muy válida, nadie lo ponía en duda. Por ello se aprovechaba de la confianza que los Brooks depositaban en ella. Tal vez no estaban al tanto de sus métodos, o disimulaba bien ante los miembros de la junta.

Maddy acababa de tener un encontronazo con ella. Y todo por la tipografía de un informe. No le gustó que innovara y se lo hizo saber a viva voz delante de todos sus compañeros del departamento de cuentas. Maddy habría encajado mejor la bronca que le cayó por utilizar la letra Garamond en vez de la obligada Courier si aquella mujer hubiera tenido el detalle de amonestarla en privado. Era obvio que, además de corregirla, su intención era humillarla. Nunca lo uno sin lo otro. Así actuaba Shannon, incluso los comentarios positivos salían de su boca tan cargados de acidez que parecían insultos. Era de esa clase de personas que desconocen que la ironía no siempre es graciosa.

—Ahora lo arreglas y lo vuelves a imprimir. Y esta vez, hazlo bien —repitió Maddy en voz alta, imitando su tono perdonavidas.

Por suerte, en el ascensor no podía oírla nadie. Mientras subía hasta la última planta, Maddy estudió cada rincón de la cabina. Pobre de ella si en aquel habitáculo había micrófonos.

Las puertas se abrieron y Maddy salió rezongando por lo bajo.

De bajo nada. A viva voz, con la tranquilidad de que nadie podría oírla en las escaleras que subían a la azotea.

—Bruja malasombra —barbotó—. Si tienes el día malo, te relajas, tía borde. Que precisamente hoy yo tampoco tengo el chimba para chumba chumba.

Ya sostenía la manilla del portón metálico cuando hizo una pausa para respirar hondo. Cosas de trabajar para otros. No estaba acostumbrada, porque en Un Día Inolvidable siempre había sido su propia jefa. Se sintió bastante ridícula oyéndose parlotear a la nada. Sacó la libreta del bolsillo y garabateó:

No hablo sola, pienso en voz alta.

Fue curioso. Aquella anotación tuvo más efecto liberador de la ira que verbalizar su pataleta durante su ascenso hasta lo más alto del rascacielos. Mucho más calmada, salió a la azotea con ganas de disfrutar de unos minutos robados de silencio y soledad. Por la rendija ya se colaba el aire fresco, qué delicia.

—Viento de las alturas, ven a mí —pronunció con gesto teatral cuando terminó de abrir… Y descubrió que no estaba sola.

Pero ¿qué hacía aquel idiota?

Lo vio en el momento en que se aclaró la vista tras un primer golpe de luz exterior que casi la cegó.

A Maddy se le cortó la digestión del desayuno. El tipo tenía medio cuerpo colgando por la barandilla y un pie en el aire. ¡Se iba a suicidar! En cualquier momento perdería el equilibrio, cinco segundos de caída libre y adiós a la vida.

—¡Quieto! ¡No lo hagas! —gritó taconeando hacia él como una loca.

Lo agarró del brazo y tiró hacia ella con toda su fuerza para impedir que se lanzara al vacío. Por poco no cayeron al suelo los dos.

El suicida desesperado recobró el equilibrio y le echó una mirada de las que callan al más valiente. A Maddy no.

—¡No te tires! La vida es un don maravilloso.

Todavía se le hacía raro tutear a desconocidos. Pero eran las normas de la empresa. Desde el más alto cargo hasta el personal de limpieza: a todo el mundo se le trataba de tú y por el nombre de pila. Tampoco era momento de andarse con formalidades.

Él continuaba observándola como si le hablara en un idioma desconocido. Maddy abrió la boca sin darse cuenta ante el escrutinio de aquellos ojos que denotaban tanta fuerza interior. La combinación de corbata y pelo largo era muy sexy. Qué pena que, con aquella buena planta y el gesto decidido a comerse el mundo, hubiera perdido las ganas de vivir.

—¿Quién eres tú y qué haces aquí arriba? —inquirió, confuso y serio.

Maddy lo agarró del brazo con aún más ahínco, no fuera a dar un salto por sorpresa. Con lo alto que era y la buena forma física en la que se encontraba, bien podía superar la baranda sin mucho esfuerzo.

—Mira, ya sé que hay momentos en que lo mandarías todo al cuerno —argumentó, tratando de sonar comprensiva—. ¡A mí me lo vas a contar! Pero morir no merece la pena. Todo tiene solución, ten paciencia. ¿Que el trabajo es un asco?

—¿Lo es? Tu trabajo, quiero decir. ¿Es un asco?

Maddy agitó la mano libre, como si sacudiera una mosca.

—No. Y sí. Depende del día. A veces ocurre, no hay nada peor que un mal jefe o un mal compañero. Pero, aunque no llevo mucho tiempo aquí, la gente es agradable y pagan bien. En serio, no merece la pena quitarse la vida por complicadas que se te hayan puesto las cosas.

—No sé qué clase de locuras dices. Se me han caído las gafas de sol, intento cogerlas de la cornisa. Y ahora que ya sabemos los dos que no voy a suicidarme, ¿qué tal si me sueltas de una vez?

Maddy apartó la mano al instante y dio un paso atrás. ¿Unas gafas? Aquello la sacó de sus casillas.

—¿Por tan poca cosa arriesgas tu vida? ¡Cómprate otras! —le espetó cruzada de brazos—. En serio te lo digo, guaperas: eres un auténtico imbécil. Arriesgarte a caer desde lo alto de un rascacielos por recuperar tus gafas de mierda…

Él le dio la espalda y volvió a intentarlo. Y Maddy se agarró a su brazo de nuevo, esta vez a dos manos.

—¡Que lo dejes! Si a ti no te importa acabar despachurrado allá abajo, piensa en los demás. ¡Que puedes aplastar a alguien!

Su sonrisa burlona la enfureció todavía más. Se libró de su agarre de un tirón y la hizo trastabillar. Maddy contratracó.

—No me mires así —advirtió fijándose en su pelo perfectamente peinado pero largo, a la altura de la mandíbula—. A mí no me impresionas con tu pinta de actor de novela turca y tu traje a medida. Si lo llevas para apocar a tu superior, te aseguro que es un truco que no funciona.

—¿Qué es eso de la novela turca? ¿Un libro?

—Mira, o bajas ahora mismo delante de mí o aviso al personal de seguridad. O mejor todavía, se lo voy a decir a la jefa de Recursos Humanos, que es simpática como una cobra, te lo aviso.

—¿En qué departamento trabajas?

—Y qué más te da. No te preocupes, que no tengo autoridad para despedirte. Aunque ganas no me faltan y, si pudiera, lo haría. Por darme un susto de muerte.

—Siento haberte asustado.

—No lo sientes.

Él esbozó una sonrisa breve.

—Este es el lugar más tranquilo del edificio. Subo para aclararme las ideas; bajaré cuando yo lo decida, si no te importa.

Maddy le sostuvo la mirada. Otro que necesitaba aire fresco, a eso mismo había subido ella cuando le fastidió su momento de soledad al darle semejante sofocón.

—Qué me va a importar. Ahí te quedas, allá tú y tus gafas de sol. Pero procura no matar a gente inocente en tu caída. ¡Tarado!

Dio media vuelta y se alejó trastabillando. Por culpa de la carrera para salvar a aquel tipo guapo sin cerebro, se le había saltado la tapeta del tacón derecho. Lo oteó por encima del hombro, ¿qué hacía observándola con tanta insistencia? ¿No había subido hasta allá arriba para meditar? Pues más de eso y menos mirar.

—¡Irresponsable! —le gritó con una mirada torva, antes de cerrar la puerta y perderlo de vista.

***

Qué buenos eran los sábados sin obligaciones ni citas.

En el fondo, y a pesar de su soledad, Maddy se sentía afortunada. Llevaba un rato sentada en el sofá de su madriguera. Así llamaba a su apartamento. El alquiler era carísimo, pero lo pagaba de buena gana, ya que lo consideraba una inversión en su bienestar. Y ella, gracias a sus ahorros y a su empleo, tenía la suerte de poder costeárselo y no verse obligada a compartir piso como la mayoría de millennials. La fortuna estuvo de su parte al encontrar alojamiento allí. Se trataba de uno de aquellos sobrios caserones pareados del siglo XIX, reconvertido y dividido en cuatro apartamentos de alquiler, dos por planta.

Su vecina de al lado, Selena, estaba divorciada y tenía una niña de seis años. A ella no le importaba el ruido que hacía al arrastrar sus juguetes por el parqué. Su presencia al otro lado del tabique era la nota de alegría vecinal. A los del piso superior apenas los veía. Uno era arquitecto y solo iba a dormir. El otro estudio lo ocupaba una pareja que trabajaba en algo relacionado con la literatura, según le dijo Selena. Lo cierto era que ni los oía.

Su nuevo hogar no iba sobrado de espacio. Cincuenta metros cuadrados muy bien distribuidos, pero lo mejor era que ella había estrenado la reforma. Un baño completo, una cocina justita pero suficiente, un dormitorio con un gran ventanal al jardín trasero que le permitía despertar cada mañana con la caricia del sol y una sala de estar con una chimenea que sería una delicia en invierno.

Se tocó el calcetín del pie derecho. Tenía una patata. Qué había sido de la Madelyn maniática de la perfección. Quién le habría dicho hace solo unos meses que estaría tan a gusto con los calcetines rotos.

Y qué pensarían sus padres si pudieran verla por un agujerito.

—¿De alquiler? —se escandalizaría su padre.

—Una Williams pasando penurias —se lamentaría su madre.

Ese era el apellido de soltera de Karen Ward. Para ella, que descendía de una de las dinastías más antiguas de Nueva Inglaterra y dio sus primeros ronquiditos en una cuna dorada con dosel de tisú francés, toda forma de vida que supusiera hipotecarse o no disponer de personal de servicio constituía una gran preocupación.

Y Kristie diría… No diría nada porque no se hablaban.

—Mi familia es un coñazo —aseveró en voz alta.

Alargó la mano para tomar su libreta de la mesa de centro, pero se lo pensó mejor. Se iba a desahogar más si lo gritaba al aire que si lo ponía por escrito.

Su apartamento era interior. Eso le daba la ventaja de disponer del patio trasero en exclusiva. Un jardín privado tan grande como el piso entero, con una casita para pájaros, setos de trepadoras que en primavera se llenabaN de flores y una tumbona donde gozaba del sol y de un placer que acababa de descubrir: perder el tiempo.

Se sentía a gusto allí. La soledad no era tan terrorífica. Cuando regresó de la universidad, su madre la convenció para que no se independizara. No tenía necesidad, con lo grande que era la casa. Y ella se dejó persuadir. Ahora reconocía que convivir en el hogar familiar, una vez conocida la independencia, era bastante insoportable.

Llevaba tiempo pensando en cambiar la distribución de los muebles. Si moviera el sofá, el próximo invierno podría contemplar la nieve tras los cristales. Tomó libreta y bolígrafo, y lo apuntó en la hoja de tareas pendientes. Tenía que volver a intentar hacer las paces con su hermana o la conciencia no la dejaría tranquila. Comprar calcetines, otra cosa que no debía olvidar.

El timbre de la puerta la sobresaltó. No esperaba a nadie.

Fue a abrir descalza. Caminar por casa sin zapatillas era un placer que en Yarmouth nunca se permitió.

—Hola, cielo.

Era Chloe, la hijita de su vecina. Llevaba un plato con un trozo de tarta en la mano.

—Mamá y yo hemos hecho un pastel de chocolate. Te traigo un poco para que lo pruebes.

Maddy lo pellizcó con los dedos.

—Mmm... Pero ¡qué bueno! Felicidades, Chloe. Os ha salido de diez.

Y no exageraba. Aquella delicia era una bomba calórica, pero los días de disciplina espartana para mantener la línea se habían acabado. Se despidió de la niña y no cerró la puerta hasta que se aseguró de que la pequeña entraba en su casa.

Dejó el plato en la mesita y cogió de nuevo su cuaderno para apuntar la tarea pendiente más importante de todas.

Mientras devoraba el pastel rechupeteándose los dedos, releyó lo escrito.

Cambiar de sitio el sofá.

Pedirle perdón a Kristie.

Comprar calcetines nuevos.

Quererme mucho.

Mimarse, darse caprichos como aquella locura de chocolate. Quererse más y mejor, eso era lo que tenía que hacer.

***

Lo mejor de Brooks Corporation era el ambiente de los aseos femeninos. En finanzas solo trabajaban hombres, excepto Maddy. Curiosamente, en el departamento comercial todas eran chicas. Quizá por sus dotes de convicción, la suavidad de su voz al teléfono o por puro azar. Cualquiera sabía. El caso era que las chicas de comercial eran las más divertidas de la corporación farmacéutica.

Maddy apretó el paso para avisarlas, se las oía cantar desde el pasillo.

—Un, dos, tres y cuatro. Mi vecina tiene un gato con las orejas de trapo y los ojos de cristal. Ja, ja, ja.

Cuando entró en los baños, varias de ellas grababan un vídeo para TikTok con ejercicios contra la flacidez de los brazos.

—Venga, Maddy, que veamos esas sentadillas —la animó Shelma.

Era una negra con ojos de pantera, orgullosa de su culazo y sus muslos poderosos, en vista de lo ajustada que llevaba la falda.

—Ay, qué locas —protestó—. Primero dejadme hacer pis.

Se había corrido la voz de su rutina entre las chicas de la empresa. Pis, diez sentadillas. Pis, diez flexiones con las palmas de las manos apoyadas en la pared. Fue tirar de la cadena del inodoro y vuelta a insistir. Aunque no le gustaba tener público, Maddy se lavó las manos y accedió para que todas ellas callaran de una vez.

—No quiero ni un móvil grabando —advirtió—. A ver si con la tontería me hago viral.

Las chicas le marcaron el ritmo con la canción del gato de trapo de la vecina. Hasta la sexta sentadilla nada más.

—¿A qué viene este escándalo?

La voz de la directora de Recursos Humanos irrumpió como un viento gélido que las dejó mudas.

—¿Problemas en las rodillas, Madelyn?

Ella se enderezó de un salto.

—Para nada.

—Haciendo el tonto, entonces.

—La tonta.

Su actitud desafiante era tan nueva en aquella empresa como la propia Maddy. El resto de las chicas bisbisearon como excusa asuntos urgentes que las requerían en sus respectivos puestos y se dispersaron como ratoncitas temerosas. Maddy se marchó con ellas.

Por el pasillo se despacharon a gusto; entre murmullos, por supuesto, no fuera a oírlas la agria de Shannon.

—Cada vez que el jefe está de viaje, ella se hace fuerte —comentó una rubia monísima.

Todas le dieron la razón.

—Es una amargada —opinó la más fan, la que estaba más enganchada a TikTok.

—No entiendo cómo hay mujeres que disfrutan machacando a las demás —opinó Maddy.

—En eso te equivocas, querida —la contradijo Shelma, la de los muslos como columnas—. A esa no se la puede acusar de sexista. No hace distinción entre hombres o mujeres. Shannon nos machaca a todos por igual.

No digas nunca jamás

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