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CAPÍTULO 2: La chica cadáver
ОглавлениеMaddy iba hacia su despacho ojeando un balance cuando vio cómo aquella rubita delgaducha tropezaba desde el otro extremo del pasillo. Corrió hacia ella, pero no lo suficientemente rápido como para evitar que resbalara por la pared y cayera sentada en el suelo.
Asustada, se arrodilló junto a la chica y la tumbó en el suelo, para que quedase completamente estirada.
—¡Ayuda, por favor! —gritó—. ¿Alguien puede traer algo para ponerle bajo la cabeza?
De los despachos cercanos salieron varios compañeros, que se arremolinaron al ver lo sucedido. Otros, con más tino, rogaron al resto que volvieran a sus puestos y dejaran espacio. La joven había sufrido un mareo, sin llegar a perder el conocimiento.
—Debe de ser una bajada de tensión. En la calle hace mucho calor.
—¿Alguien ha avisado al servicio médico?
Una empresa con tanto personal disponía de su propio equipo sanitario, formado por un médico y su enfermera.
Shannon Blake salía en ese momento del ascensor y se acercó a ver qué pasaba. Y tras ella, para sorpresa de Maddy, el suicida arrepentido a quien no había vuelto a ver desde el desagradable incidente.
—Estoy bien, solo me he mareado un poco —murmuró, apurada la rubia.
—No lo estás —la contradijo Maddy impidiendo que se incorporara—. Quédate así hasta que venga el médico.
—No hace falta, de verdad —insistió.
Maddy le retiró el flequillo de los ojos. Era muy joven y de piel muy clara; en ese momento, con los labios tan lívidos, exhibía una palidez de funeraria.
Shannon se acercó con los brazos cruzados. El guaperitas del susto de la azotea se agachó para tranquilizar a la chica. Se quitó la chaqueta y la dobló para colocársela a modo de almohada. Maddy apreció su gesto.
—Otra vez tú. Especialista en aparecer en momentos incómodos.
Él la miró de soslayo.
—Tú apareciste allí arriba, no yo —la corrigió ante la curiosa mirada del resto—. ¿Esta vez vas a decirme tu nombre?
—No.
Shannon interrumpió aquella charla insólitamente privada que ni entendía ni venía a cuento.
—Qué mala suerte. La pobre acababa de pasar la entrevista para la vacante en el archivo. Obviamente, si está enferma, no la vamos a contratar.
—Sí lo haremos —replicó Maddy airada.
—¿La empresa es tuya, Ward?
—¿Y tuya, Blake? —la desafió con idéntico tono.
—Ya está bien, señoras —intervino él—. Vale ya de apellidos, que esto no es un cuartel militar. ¿Cómo te llamas?
—Alma Jenkins.
—¿Seguro que no la necesitas? —preguntó tomando la americana que la chica le devolvía.
Ella negó en silencio. Él se levantó y se colgó la chaqueta del brazo.
—Shannon, no es justo que una persona válida sea rechazada por un mareo.
Ella no osó replicar, detalle que indignó a Maddy; y aún más cuando adujo estar de acuerdo con él, que seguía con el plan inicial de contratar a la chica porque era lo justo. La arpía cambiaba rápido de opinión.
El único varón de la reunión se marchó camino del ascensor.
—Alisha, acompáñala hasta la salida —exigió airada la directora de Recursos Humanos.
—No es necesario que me lo ordenes, Shannon —replicó ella—. Pensaba hacerlo. Venga, bonita —rogó; Maddy y ella la ayudaron a ponerse de pie—. El calor de hoy y los nervios por la entrevista de trabajo te han pasado factura. Vamos al cuarto de baño, refrescarte la cara te sentará bien. Y después, que te vea el médico.
Maddy observó la boca sellada de la jefa. Con Alisha, la mulata con el peinado afro más voluminoso del edificio, no se atrevía porque era una de las personas de confianza del director general.
Shannon las observó mientras entraban en los aseos. Maddy aprovechó que se habían quedado solas ella y aquella tirana.
—Dime una cosa, Shannon. ¿Vas a contratar a esa chica?
—Por supuesto.
—¿Ah, sí? Cuando yo me he pronunciado al respecto no te ha parecido una buena idea. En cambio, en cuanto un hombre ha abierto la boca, tú has estado de acuerdo con él. ¿Por qué su opinión vale más que la mía? No sé si has oído hablar de la sororidad.
Shannon la repasó de arriba abajo con una mirada burlona.
—La opinión de ese hombre vale más que la tuya porque él es Gabriel Brooks y tú no eres nadie.
***
Así que era él.
El tonto de las gafas de sol en la cornisa era Gabriel Brooks, el hombre al frente de todo aquello. Prefirió no pensar en lo mema que se sentía después de descubrir aquella novedad.
Estaba más preocupada por el bajón de tensión o lo que fuera que había acabado con la nueva del archivo por los suelos. Alma, recordó que se llamaba. Alisha la había acompañado al lavabo, así que Maddy se pasó por allí para interesarse por su estado. La encontró sola, dándose un poco de color en los labios. Aún estaba pálida, pero tenía mejor aspecto.
—¿Te encuentras mejor?
—Sí, gracias. Alisha me ha hecho beberme una Coca-Cola. Casi me ha obligado —dijo con una tímida sonrisa.
—Tiene carácter. —Rio Maddy.
—Es encantadora.
—También lo es, sí.
—Me ha dicho que es la ayudante del asistente del director general. Un cargo importante.
—Es la mano derecha de Frank —agregó Maddy—, que a su vez es la mano derecha del jefe máximo, al que acabas de conocer.
«Y yo también, mira por dónde».
—¿En serio? ¡Uf! Y acabo de hacer el ridículo delante de él.
Maddy la tranquilizó asegurándole que no había sido para tanto.
—Quédate con lo importante. Ya estás dentro, prueba superada.
—Ya lo creo. —Sonrió aliviada.
—Aquí todos nos llamamos por nuestro nombre —agregó Maddy—, ya te acostumbrarás. Si necesitas cualquier cosa, búscame en Finanzas.
—¿Tú también eres asistente?
—Economista, pero aún estoy en período de prueba, como tú.
Alma Jenkins guardó su neceser, parecía avergonzada.
—He hecho el ridículo delante de todo el mundo.
Maddy se acercó a ella, apoyó la cadera en el lavabo y se cruzó de brazos.
—A todos nos puede pasar. ¿Sabes lo que es meter la pata a lo grande? Subir a lo más alto del edificio, intentar salvar a un tipo para que no se tire al vacío, que resulte que no tenía ninguna intención de hacer tal cosa —recordó avergonzada— y enterarte hace un minuto de que ese falso suicida al que has insultado y gritado como una idiota rematada es el mismísimo Gabriel Brooks.
—Madre mía. ¿Y no te han despedido?
Maddy alzó las manos. Pues no, allí seguía. Algunos errores chuscos quedaban en anécdota que comentar en las fiestas de empresa.
—¿Has desayunado poco?
—Dos cafés con leche.
—Eso ha sido. Te ha faltado acompañarlos de algo sólido.
La chica se frotó los brazos, todavía estaba destemplada.
—¿Te ha visto el médico?
—Una enfermera. Ha dicho que me he mareado por culpa del calor y el estrés. Aunque no lo entiendo, aquí hace un frío atroz.
Maddy también creía que aquella manía patria de mantener en todas partes el aire acondicionado a tope era un derroche.
—El choque de temperatura, con la humedad que hace en la calle, el estómago vacío y los nervios. En cuanto comas algo, te encontrarás mucho mejor.
—En parte ha sido culpa mía, esta noche no he dormido —le confesó como si fuera un secreto—. No digas nada, por favor. Trabajo de canguro para una mujer, en la zona alta de Central Park. No quiero dejarlo y tampoco quiero que se enteren aquí. No sé si son muy partidarios del pluriempleo.
—Tranquila, nadie lo sabrá por mí.
—Suelo ir a cuidar de su hijo los viernes y sábados, pero ayer me llamó con urgencia. Debía asistir a una fiesta importante. Tiene una vida muy ocupada.
A Maddy le trajo recuerdos de Yarmouth. Durante cuatro años no solo organizó eventos sociales de carácter familiar. También trabajó para clubes deportivos, compañías financieras y galerías de arte. Algunos empresarios requerían sus servicios para organizar fiestas y recepciones nocturnas donde surgían negocios y contactos entre sonrisas falsas, chistes malos, copas y otras tentaciones que Maddy siempre había evitado. Tan organizada y metódica como era, se preguntaba cómo había podido aguantar aquel ambiente nocturno que era puro disparate.
—Además, está el conservatorio —añadió, todavía pálida, como si reflexionara en voz alta—. El violín me exige muchas horas.
Maddy se quedó impresionada. Y no por su capacidad para hacer tantas cosas. Admiraba el talento musical. Ella lo intentó con el ukelele y, después de meses intentándolo a fuerza de tutoriales de YouTube, solo aprendió la melodía de la alarma de los móviles Samsung.
Maddy insistió en acompañarla hasta la planta baja. De camino, pasó por su escritorio y le dio una barrita energética de cereales y chocolate de las que guardaba para situaciones desesperadas.
—Te vendrá bien algo de azúcar. Pero no comas solo esto.
—Prometido.
Antes de despedirse, Maddy le indicó a la chica la estación de metro más cercana. Por ignorancia, había llegado a la entrevista de trabajo bajando en una distinta que la había obligado a caminar varias manzanas.
—No sé si soy quién para dar consejos, Alma. Es genial esforzarse para lograr cosas en la vida. Pero no te exijas demasiado o te pasará factura.
—No volveré a desmayarme. —Sonrió.
Maddy no se refería a eso. Sabía por experiencia que los elogios son más agradables que las críticas. Y una acaba acostumbrándose a ellos. Se exige más para no defraudar, hasta que un día, sin avisar, el cuerpo o la mente dicen basta.
Miró al cielo: unos nubarrones amenazaban tormenta veraniega. Los halagos y felicitaciones del pasado desaparecieron, igual que se irían las nubes tras descargar el aguacero. Regresó al edificio contenta de haberse reencontrado a sí misma, a la Madelyn imperfecta. Tan normal y tan real.
***
No muy lejos de donde Alma dio con la boca del metro, Casper Brooks se preguntaba cómo podía haberlo hecho todo tan mal en la vida.
Todo no, tuvo que reconocer en un acto de justicia hacia sí mismo. Y también porque siempre había odiado el victimismo, y aquellos pensamientos derivaban hacia una bochornosa autocompasión.
Mientras disfrutaba del segundo café de la mañana, recordaba la frialdad que había reinado durante el desayuno con su nieto.
Como siempre, como cada día desde que trajo a Gabriel a vivir con él siendo un chaval. Su nieto ya era todo un hombre y continuaba mostrando la hosquedad de aquel adolescente lleno de rencor que jamás agachaba la mirada. Unos ojos dolidos que Casper supuso que, con el tiempo, dejarían de molestarlo hasta el punto de tener que rehuirlos con disimulo para que el hijo de su único hijo no se creciera ante él. Pero no fue así. Nada había cambiado con el paso de los años. Gabriel había madurado sin que mermara un ápice la hostilidad que sentía hacia él, su única familia.
Se llevó la taza a los labios y respiró hondo alzando la vista hacia las copas de los árboles. Se estaba bien en el parquecillo. Tantos años a cuestas, tantas equivocaciones. Ojalá pudiera retroceder en el calendario. Con la experiencia que le daban sus setenta y ocho años, estaba seguro de que no volvería a cometer los errores que tanto le pesaban. Era un hombre de éxito en lo profesional y un fracasado en lo personal, y así se sentía. No pudo evitar el dolor que le acribillaba el corazón al recordar cuánto sufrió su esposa a causa de su intransigencia cuando su hijo se perdió en la heroína y el crack hasta convertirse en una sombra trágica y siniestra del hombre que pudo haber sido.
Apretó los labios, porque se le humedecían los ojos. Maldita vejez. Lo enrabiaba el bochorno de convertirse en un machucho sentimental de los que lloran por cualquier cosa. Todos estaban muertos. Sus padres, Emma, su querido hijo Tyler, al que le dolía reconocer que también llegó a odiar. No le quedaba nadie. Solo su nieto, que lo despreciaba. Compartían casa, pero Gabriel, de eso estaba seguro, nunca había sentido que aquella enorme mansión fuese su hogar.
Casper Brooks estaba prácticamente retirado del negocio, desde que su nieto se hizo cargo. Para eso lo preparó, y Gabriel nunca le perdonaría que reparara en él solo cuando cayó en la cuenta de que algún día necesitaría a un sucesor que tomara las riendas de Brooks Corporation. Semijubilado, pocas veces se dejaba caer por el rascacielos que con tanto orgullo mandó levantar. A la farmacéutica ya solo acudía con motivo de la reunión anual del consejo de administración, en calidad de presidente honorífico.
Nunca había sido un hombre hogareño, ni siquiera cuando nació Tyler y sus risas infantiles llenaron la casa de alegría. Pero, a medida que cumplía años, le pesaba más la soledad y se le hacía insoportable permanecer en aquel caserón con más personal de servicio que moradores. Por eso sus mañanas se resumían en ver la vida pasar en Bryant Park. A una manzana de su mayor logro, con la vista puesta en la fachada de cristal. De tanto en tanto ojeaba los ventanales del despacho en que Gabriel ocupaba ahora su sillón. Con nostalgia, pero sin arrepentimiento de haberlo dejado al mando. Aunque también, para ser sincero, sin poder evitar la comezón de saber que el imperio que había levantado de la nada se le escapaba de las manos.
—Nadie es imprescindible —pronunció en voz baja.
Con disimulo, oteó a diestro y siniestro, no fueran a pensar las señoras de la mesa de al lado, que hacían un descanso en sus compras, ni el muchacho que tecleaba en el portátil en otra cercana que era un viejo senil de los que hablan solos.
El café se le había enfriado. Marcó un número de teléfono y pidió otro. Al cabo de un instante le traerían otra taza desde la cafetería de enfrente. Aunque se había convertido en un jubilado de los que matan el tiempo sentados al sol ante un velador de metal, se negaba a renunciar a su café en taza de loza, con platillo y cucharita de acero. La gente solía asombrarse al ver a un camarero cruzar la avenida, bandeja en mano, como si aquel caos de tráfico y bocinas fueran los Campos Elíseos de París.
Nadie es imprescindible, nada lo es en la vida, pero hay placeres a los que un hombre en su sano juicio no debía prescindir. Si algo tenía claro Casper Brooks era que nunca bebería café aguado y en vaso de usar y tirar. Eso jamás.
***
Además de la cafetería para empleados y el comedor para los descansos, en Brooks Corporation se instalaron varias salas informales donde el personal podía tomarse un respiro durante la jornada laboral. Esto fue en los tiempos del viejo presidente, porque se comentaba que al señor Brooks nunca le gustó ver vasos de cartón en las mesas de trabajo. Siempre repetía a todo aquel que quisiera escucharlo que no se disfrutaba un café sin hacer una pausa para saborearlo.
Todos las llamaban «las salitas de la cafetera». Esa mañana, Maddy salía de la ubicada en la décima planta, la de su departamento. Fue para tomar una infusión de menta, una delicia que descubrió durante sus primeros días en la empresa; en poco tiempo se fue aficionando a su sabor. Desde entonces, la cafeína la dejaba para las primeras horas de la mañana.
Iba a retocarse el pintalabios cuando oyó una voz que reconoció al instante y le puso el corazón a mil. Desde la puerta del baño de señoras, escudriñó con disimulo. Parados en el vestíbulo central de la planta, Frank Sapiro, el asistente personal del director general, conversaba con el propietario de esa voz que conocía tan bien. Borbotó una palabrota entre dientes y se ocultó en la entrada del aseo, preguntándose qué hacía allí Adam Stallman, el hombre de confianza de su padre. ¡En Nueva York! ¿Y por qué en Brooks Corporation?
Otra voz mucho más cercana anunciaba más problemas a la vista. Shannon charlaba por teléfono, así que no podría permanecer mucho rato oculta en los aseos o la abroncaría a la mínima. Se parapetó tras la puerta y asomó la nariz para espiar el pasillo: Frank y Adam permanecían de espaldas a ella. Maddy aprovechó y emprendió una carrerilla de puntillas para no taconear, con intención de esconderse en el baño masculino, bien lejos de Shannon.
En cuanto estuvo a salvo, se ocultó en uno de los cubículos y cerró con pestillo. Bajó la tapa y se sentó en la taza del váter. En silencio, rogó que no pasara en ese momento el servicio de limpieza que iba en continua ronda de repaso por todos los aseos del edificio. Calculó que con media hora en aquel escondrijo sería suficiente para que Adam se marchara de la planta diez.
Llevaba cinco minutos cuando oyó que la puerta se abría. Con los nervios, no recordó que podía ocurrir algo peor que la intempestiva visita de algún empleado de la limpieza. Sin respirar, aguzó el oído. Al siseo de la cremallera le siguió el chorrito. «Que no sea Adam, que no sea él…». Procurando no hacer ni el más mínimo ruido, se quitó los tacones, se encaramó sobre la taza del inodoro y asomó la cabeza por encima del panel de madera que hacía las veces de puerta. En la pared que quedaba a la izquierda, un tío aliviaba su necesidad en uno de los tres urinarios. Las piernas un poco abiertas y la pelvis hacia delante; podría ser cualquiera si no fuera por ese perfil que reconoció al instante y ese pelo que le llegaba al cuello de la camisa.
Maddy agachó la cabeza de golpe. Notó que las mejillas le ardían. No era una melindrosa y cosas más fuertes había visto, pero acababa de espiar a Gabriel Brooks haciendo algo que… ¡caray! Bajó del sanitario y se sentó de nuevo sobre la tapadera. Oyó varios pasos y el chorro del grifo. ¡Oh, no! El fluir del agua le provocaba unas ganas locas de hacer lo mismo. Apretó los muslos, no podía permitir que su propio chorrito la delatara. Por fin, el rumor cesó y se oyó el ronroneo del secamanos eléctrico.
En aquel momento tan ridículo, le gustó saber que Gabriel Brooks era de los que se las lavaba después de tocarse… lo que se acababa de tocar. «Stop», le dijo a su cerebro, al empezar a visualizar posibles formas y tamaños.
Bajó la mirada hasta sus pies, todavía desnudos, y se calzó los zapatos despacio y sin hacer ruido. Si entraban más hombres y por fuerza tenía que huir de los lavabos masculinos, mejor a taconazo limpio que descalza. Una tenía su orgullo.
Más pasos. Maddy prestó atención de nuevo. Pronto oiría la puerta, señal de que volvía a estar sola y podría respirar aliviada. Las pisadas se detuvieron. Contuvo el aliento. Él seguía allí, porque no había oído cómo cerraba.
Un golpeteo de nudillos sobre la portezuela de madera que la separaba del mundo hizo que se sobresaltara.
—¿Quién hay ahí?
Maddy dudó un segundo antes de abrir. No iba a pasar por el bochorno de conversar con él allí encerrada. Cuando lo hizo y quedó frente a él, el señor Brooks la observó durante un par de segundos que a ella le parecieron larguísimos.
—Madelyn Ward, Finanzas —dijo él.
—Usted… Tú, perdón, no hace falta que te presentes. Todos te conocen menos yo. Es lo que tiene ser la nueva.
—He viajado bastante estos últimos meses. A partir de ahora me verás con frecuencia.
—Estupendo —farfulló con ironía—. A todo esto, ¿cómo me has descubierto si no he hecho el más mínimo ruido?
Gabriel sonrió despacio y señaló vagamente hacia los lavabos.
—Tus pies y ese espejo. Hay mucho erotismo en el gesto sutil con el que una mujer se calza un zapato de tacón alto, ¿sabes?
Maddy le sostuvo la mirada.
—¿Me dejas salir?
Con gentileza, Gabriel se hizo a un lado y ella fue hasta al lavabo y se enjuagó las manos. No quería quedarse allí con él. Salir tampoco era una opción, no fuera a toparse con el hombre del que se escondía en el baño supuestamente equivocado. Detalle que, como era evidente, no había pasado desapercibido para quien tenía a su espalda.
—¿Vas a contarme qué haces en el baño de hombres?
—Y tú, ¿qué haces en los aseos de todos en vez de usar el tuyo privado?
—Solo yo estoy en condiciones de preguntar, porque estoy en el sitio correcto y tú no. No obstante, tú lo has dicho: son de todos.
Maddy lo encaró alzando la barbilla.
—¿Por qué no me dijiste quién eras cuando te sorprendí en la azotea?
—Casi no me dejaste hablar, acuérdate, y te largaste hecha una furia.
Maddy apretó los labios. Tenía razón en todo.
—No me lo recuerdes. Todavía debes reírte del ridículo que hice.
Gabriel negó con una mirada divertida.
—Fue un bonito detalle que quisieras salvarme la vida.
—Preferiría que ese estúpido incidente quedara entre nosotros.
—Te doy mi palabra. Aunque no creo que sirva de gran cosa, corren rumores de que cierta heroína trató de impedir la caída al vacío de un… —se detuvo para recordar— ¿inconsciente, me llamaste?
—Irresponsable —corrigió disimulando una sonrisa.
Cierto era también. El cotilleo que pululaba por los pasillos. Y no había más culpable que ella, por comentar lo sucedido a pleno pulmón en cuanto regresó a su escritorio.
—¿Recuperaste tus gafas de sol?
—Allí siguen, gracias a la enfurecida intervención de una persona más sensata que yo.
La sonrisa de Maddy pasó de vergonzosa a satisfecha.
—Si te hago una pregunta… —tanteó sacudiéndose las manos antes de usar el secador.
—Una más, quieres decir. Y ya van… —Fingió contar con los dedos—. He perdido la cuenta.
Maddy asumió que aquello era un sí.
—Antes he visto a Frank acompañado de un ejecutivo, lleva un traje gris claro —dijo fijándose en que él iba en mangas de camisa—. ¿Qué hace aquí, en Brooks Corporation?
—Hemos mantenido una reunión de negocios.
—Me consta que no se dedica a la industria química ni a nada relacionado con la medicina.
—Tiene que ver con diversificar. —Maddy retiró las manos del secador y el ruido cesó—. Pregunta por pregunta, ¿de qué lo conoces?
Maddy lo miró a través del espejo, mientras se arreglaba un mechón de pelo.
—Tiene que ver con olvidar.
Se despidió encogiendo los hombros y salió por fin de allí, con la incómoda sensación de sentir los pasos de Gabriel detrás de ella.
—¿Madelyn? —Ella cerró los ojos, allí tenía el encuentro que tanto había tratado de evitar—. No me lo puedo creer. Maddy, preciosa, ¿qué haces tú aquí?
Enderezó la barbilla y sonrió a Adam Stallman, que avanzaba hacia ella, sorprendido y encantado.
—Me lo has quitado de la boca.
—No me digas que trabajas aquí.
Maddy miró a Gabriel, que curiosamente se había plantificado a su lado como si la conversación fuera con él.
—Ya ves que sí.
—Hace tanto tiempo, Maddy —recordó cogiéndole las manos—. ¿Cómo te va?
—Bien, muy bien.
Solo ellos dos conocían el porqué de su interés, la pregunta era más que una mera fórmula de cortesía. Pese a desconocerlo, Gabriel Brooks contestó por ella.
—Y espero que cada día que pase, Maddy se sienta más a gusto. Aquí cuidamos de los nuestros, Stallman.
A ella no le pasó desapercibido el matiz de cercanía y distancia calculada. Ella era Maddy; en cambio, para dirigirse a Adam usaba su apellido. Notó en Gabriel cierto aire protector, ¿o era amenazador? De inmediato, Allan le soltó las manos. Qué interesante, aquello era una pelea de gallos en toda regla. Y en su honor. Una situación desconcertante y muy halagadora, para qué negarlo.
—No me cabe duda —respondió Allan; su sonrisa era más fría que un minuto antes.
Maddy empezaba a sentirse incómoda entre uno y otro. En aquel pasillo sobraba uno de los tres. El encuentro con Allan no fue tan embarazoso como supuso, en su mirada no había reproches. En el pasado habían compartido muy buenos momentos, trabajando codo con codo en la empresa de bienes raíces de los Ward. Le apetecía charlar con él, pero no delante de Gabriel.
—Ya me marchaba —comentó Adam—. Ha sido una suerte encontrarte justo antes de irme.
—¿Ya? No sé qué hora es —comentó azorada—, esta mañana he olvidado el reloj.
—Las doce y media —indicó Gabriel, sin dar tiempo a que Adam sacara el teléfono del bolsillo.
Ella lo miró con el ceño fruncido. No entendía por qué no se excusaba con discreción y regresaba a sus múltiples ocupaciones.
—Maddy, estoy seguro de que puedes dedicarme media hora, a tu jefe no le importará que te secuestre —propuso mirando a Gabriel—. ¿Comemos juntos?
—Algo rápido —aceptó ella—. Aquí cerca hacen unos bagels de escándalo.
Adam tendió la mano a Gabriel, que se la estrechó.
—Ya nos habíamos despedido, pero hasta pronto de nuevo, Brooks. Ha sido un placer.
—Seguiremos hablando. Infórmeme de cualquier novedad.
—Así lo haré, tendré al tanto a su asistente.
Maddy se sintió fuera de lugar, dijo adiós a Gabriel con una mirada. Si no la engañaba, la de él era la del gallo que se deja ganar porque quiere.
—Voy a por mi bolso, no tardo nada —le pidió a Adam antes de dejarlos solos.
Para ser sinceros, Adam era igual de alto que ella y de complexión mediana. En una hipotética pelea de aves, frente a Gabriel, que le sacaba una cabeza y un palmo de anchura de hombros, sería pollo contra halcón.
***
—Huir es de cobardes o de listos —rebatió Maddy.
Adam terminó de masticar en silencio. Había acertado con lo de los bagels, el suyo, de salmón y queso crema, estaba delicioso. Ella ya había terminado uno de rúcula y jamón braseado con mantequilla. A Adam le pareció que últimamente no ejercía tanto control sobre su dieta, y los dos o tres kilos que había ganado desde que no se veían le quedaban muy bien. Se notaba que la lejanía de Massachusetts le sentaba aún mejor que devorar un bollo salado sin remordimientos.
—No piensas volver —comprendió.
—Ya te he dicho que no. No me apetece aguantar malas caras, miradas reprobadoras ni frases hirientes a todas horas. Me equivoqué, ¿vale? Y no fui la única.
—Ya sabes cómo son las cosas. No digo que sea justo.
Maddy lo sabía y la indignaba que, en ciertos círculos conservadores, la mujer siempre cargara con la culpa. Ella no rompió ningún compromiso, Robert Carter tenía una pareja a la que debía lealtad, ella no. Obviamente, que la agraviada en cuestión fuera su propia hermana empeoraba el asunto. Pero en el fondo era injusto y tan antiguo como la humanidad. Eva, la pérfida tentadora que lleva al hombre inocente y puro a la perdición.
—¿Cómo está Kristie?
—¿Sigue sin hablarte? —Maddy dejó caer los hombros—. Sobrelleva el agravio con aire digno, yo creo que disfruta de su papel de víctima —opinó con media sonrisa.
—¿Y Rob?
—Al principio, como un perro apaleado, ahora disfruta también de su fama de crápula. Te sorprendería saber cuánto éxito tienen ese tipo de tíos entre algunas mujeres.
Maddy le lanzó una mirada dolida. Ella fue una de esas insensatas en sucumbir a su rollo de malote. Adam se apresuró a disculpar su falta de tacto.
—Algún día tu hermana te dará las gracias. Le hiciste un favor quitándole a ese sujeto de encima.
—Rob no es malo.
—Desleal. Toda mujer, y todo hombre, merece a su lado a una persona digna de confianza.
—Y yo he demostrado a los míos que no lo soy. Mejor lejos.
—Dales tiempo.
—Eso hago. Y, además, a distancia.
Adam se pasó la servilleta por los labios y le cogió la mano.
—Maddy, mira a tu alrededor. No dudo que te guste tu nuevo empleo. Pero ya no te hablo de ascender a puestos importantes: mantenerse en una empresa como esa es una lucha continua. Es un mundo despiadado.
—Ya me he dado cuenta.
—Te valoran hasta que llega otro detrás de ti que quiere tu escritorio, sabe más, lo hace mejor o se mueve con más astucia. En ese momento te conviertes en alguien prescindible.
—Sobreviviré.
Adam le apretó la mano.
—¿A qué precio? No estás acostumbrada. Cuando trabajábamos juntos, nunca hubo competencia entre nosotros. No podía haberla, porque tú eras la hija del dueño. Y emprendiste por tu cuenta, tu empresa de eventos la dirigías tú. Maddy, en Nueva York siempre serás un delfín nadando entre tiburones.
—Qué negro me lo pones. Soy fuerte, Adam, tú me conoces.
—Nueva York no es tu sitio, Maddy. A pesar de lo ocurrido, tu vida está en Cape Cod.
—Lo dudo.
—No sé, quizá en otro lugar menos agresivo y con menos competencia para retomar tu negocio; ¡pusiste tanto esfuerzo en levantarlo y convertirlo en un éxito! Alguna ciudad del Medio Oeste, Florida, Hawái…
Maddy rio.
—O la Antártida. ¿No se te ocurre algún lugar más lejano donde enviarme?
Adam se echó a reír también hasta que, de pronto, la expresión de Maddy pasó de la alegría a la preocupación.
—¿Cuándo sale tu vuelo?
—A las seis.
—Me ha gustado mucho comer contigo, Adam.
—Puedo cambiarlo para mañana… Así cenamos juntos.
Aunque Maddy sabía, porque se lo había dicho un rato antes, que su última relación amorosa fue decepcionante y no lo esperaba nadie en Yarmouth, o tal vez por eso, le quitó la idea de la cabeza. No había motivo para prolongar un agradable encuentro casual.
—No digas a mi familia que me has visto.
—Descuida.
—Gracias.
—Te echo de menos, Maddy. Formábamos un buen equipo.
Maddy deslizó despacio la mano para desembarazarse del agarre de Adam. Sí lo fueron, no podía olvidar la ilusión de su primer empleo serio, trabajando juntos y aprendiendo de él.
—Qué buenos tiempos aquellos —murmuró.
***
Como la de cualquier jubilado feliz, observar a los habitantes de Manhattan que pasaban ante sus ojos era la actividad más estimulante del día para Casper Brooks. Tan anodino pasatiempo ocupaba la existencia del que fue uno de los empresarios más importantes de la nación. Lo era, su nombre todavía figuraba en la cúspide del organigrama de Brooks Corporation. Una pamplina más, se decía en silencio recordando el día que salió por la puerta de su despacho consciente de que no habría vuelta atrás. Aquel parque venía a ser su club social, o su casino, o lo que fuera que otros ociosos de su generación empleasen para ocupar su tiempo. Aunque de social tenía bien poco, puesto que no solía conversar con nadie.
Pero algo le dijo que aquella mañana iba a ser distinta. Casper sintió un sorpresivo alborozo al fijarse en una jovencita que, frente a él, buscaba con la mirada una mesa libre donde sentarse. A esas horas solían estar todas ocupadas, y aquel día no era una excepción. Vio cómo se retiraba la melena con fastidio. En una mano portaba el consabido vaso alto desechable con una bebida humeante. Por la contrariedad con la que fruncía los labios, Casper supo que daría un segundo repaso visual a la caza de un hueco donde sentarse. ¿Por qué no? A veces un simple movimiento de la mano cambiaba el destino, que se lo contaran si no a los gladiadores de las películas de romanos. En cuanto la chica cruzó la mirada con la suya, él la invitó a acompañarlo señalándole con un ademán galante la silla libre que tenía al lado.
La sonrisa agradecida que ella le regaló suscitó en Casper tal ternura que se riñó mentalmente por flaquear como un viejo sentimental.
—¿Le importa que le haga compañía? —le preguntó antes de aceptar su invitación.
—Por favor. —Se apresuró a reiterar el ofrecimiento de sentarse a su lado.
Como un caballero de los de antes, se levantó y sujetó el respaldo de la silla con ambas manos para ayudarla a acomodarse.
Intercambiaron una sonrisa breve de cortesía. Fue ella quien rompió el incómodo silencio al quemarse los labios con un precipitado sorbo de café.
—¡Ay! Las veces que me digo que no hay prisa —le explicó, lamiéndose el labio dolorido—. Y no consigo dejar de ser tan atolondrada.
—Es cuestión de práctica. ¿Una pausa en el trabajo?
—Sí, en el de la mañana. Por las noches tengo otro empleo. Y además los ensayos…
—¿También es actriz? —curioseó sorprendido.
La vida de aquella chica era pura vorágine, nada que ver con la suya. Y del todo inusual que se lo contara sin conocerse de nada. Dedujo que tenía necesidad de desahogarse de tanto trajín.
Ella sacudió su melena pajiza y resopló para apartarse el flequillo.
—Ni se me ocurriría, soy demasiado tímida para hablar en público. Toco el violín. Acabé la carrera el curso pasado. Y ahora tengo que preparar las pruebas de acceso para obtener plaza en una orquesta.
—¿Aquí, en Nueva York?
—En cualquier orquesta, cuanto más prestigiosa, mejor. Aunque soy debutante, tampoco voy a ponerme tiquismiquis.
Se echó a reír muy bajito, como si le hiciera gracia la expresión. O quizá su situación, que a Casper, por lo que acababa de contar, le parecía agobiante y sacrificada. La jovencita que tenía delante era la viva prueba de la falsedad del mito impertinente que etiqueta a las rubias como mujeres de pocas luces.
—Si es su pausa para el almuerzo, debería comer algo. El cuerpo necesita combustible para andar todo el día de un lado para otro. Y el café no basta.
—He tomado un sándwich ahí arriba, antes de bajar. Traerlo de casa sale más económico. Pero el café lo prefiero fuera, necesito que me dé el aire un rato.
La chica acababa de señalar con la mano la torre Brooks. Casper se guardó mucho de revelarle que él era el hombre que había mandado construirla.
—¿Le gusta trabajar ahí? —curioseó señalando con la mano a su vez.
—Sí, aunque el archivo no es el lugar más bonito del edificio.
—Comprendo, un sitio oscuro y lleno de cajas.
—Cada día menos. Estamos digitalizándolo. Somos un equipo de tres personas escaneando. Pasamos a formato electrónico los expedientes antiguos para que ocupen menos espacio. Y el resto va a la destructora.
—¿Todo? —se escandalizó.
—No, por supuesto. Nuestro responsable examina cada documento y decide cuáles deben conservarse también en papel. Los más importantes.
—Suena complicado eso de digitalizar.
Ella sacudió la cabeza, divertida.
—Hasta un niño de diez años podría hacerlo.
—Yo no.
—Le aseguro que sí, preséntese a la próxima selección de personal y yo le enseño.
Casper sonrió por lo bajo. Sería divertido eso de presentarse como candidato.
—Por cierto, me llamo Alma.
—Casper —dijo; no se sintió tan culpable de obviar su apellido, ya que ella tampoco mencionó el suyo—. No creo que el pluriempleo sea lo más conveniente para desarrollar una carrera artística.
—Solo supone más esfuerzo.
—¿Por qué no pidió un préstamo estudiantil?
—¿Y devolverlo en cuotas hasta que cumpla los treinta y cinco? Ni hablar. Odio las deudas, en mi casa no he visto otra cosa —confesó; bajó la vista, tal vez arrepentida por haberse ido de la lengua—. Así que prefiero trabajar y ahorrar todo lo que puedo.
No estaba bien sonsacar, no era de caballeros espiar, que era justo lo que estaba a punto de hacer. Pero Casper apartó las dudas morales: no todos los días podía saber cómo iban las cosas en Brooks Corporation de primera mano.
—¿Pagan bien ahí?
—Qué indiscreto —lo riñó con sorpresa.
—Curiosidad —mintió a medias.
—Pagan fenomenal.
—Me alegro. Y supongo que también habrá un buen ambiente.
—No salgo mucho del archivo, pero sí. Incluso ocurren cosas divertidas. Una de las chicas subió hace poco a la azotea a despejarse un rato y se encontró a uno que estaba a punto de hacer un Tommen Baratheon.
—No lo conozco.
—¿No ha visto Juego de tronos? —cuestionó extrañada—. Debe de ser el único. Bueno, pues la chica agarró al tío para que no se lanzara al vacío, le dijo mil perrerías y resultó que era el director general, que estaba allí por otra chorrada, y que por supuesto no pensaba tirarse desde lo alto.
—No la habrá despedido ese Tommen Baratheon.
—Claro que no, el señor Brooks —explicó, y se corrigió—, Gabriel, quiere que lo tuteemos, se parece más a Tywin Lannister, por cómo manda y dirige, pero en el fondo es justo y buena persona, como lord Eddar Stark. Espero que no acabe como él, con la cabeza clavada en una picota —bromeó echándose a reír.
—¿Así ocurre en esa serie?
—Sí, tiene que verla. Es genial.
***
—¿No te vistes para la fiesta?
—No voy a ir —respondió Casper Brooks a su nieto—. Todo eso ahora te toca a ti.
—Fuiste tú quien instituyó esta celebración —le recordó.
Se ajustó el nudo de la corbata mirándose en uno de los espejos de la pequeña sala de estar y se colocó el pelo detrás de las orejas.
Acomodado en su sillón preferido, su abuelo manipulaba el mando a distancia del televisor.
—Hace años que no salgo después de cenar, prefiero quedarme viendo una serie.
Gabriel lo observó. Visto así, parecía un pensionista cualquiera que evitaba ser engullido por el aburrimiento mediante la tabla de salvación de la televisión por cable.
—¿Una de tus series de polis y forenses?
—Juego de tronos. ¿La has visto?
—Sí.
—¿Y qué tal es?
—Entretenida. Las primeras temporadas, las últimas pierden fuelle.
Su abuelo alzó la mirada hacia él.
—Así que cuando te encierras allí arriba, en tu estudio, haces otras cosas además de leer artículos de economía.
—Las horas de avión se hacen muy largas —matizó—. Esa serie tiene escenas fuertes, no aptas para estómagos sensibles.
Su abuelo lo soslayó, era viejo pero no impresionable. Tal vez creía que, debido a su edad, iba a morir de un patatús delante de la pantalla.
—Cerraré los ojos —convino con parsimonia. Y recordó los comentarios de Alma, su nueva y joven amiga—. Hay un personaje, eso creo, un tal Lannister, ¿te suena?
—Hay más de un Lannister.
—El que manda más.
—El padre.
—¿Te recuerda a alguien?
Esperaba que su nieto le confirmara, tal como suponía, que se trataba de un enésimo remedo fantasioso del rey Lear de Shakespeare. Pero no fue esa la respuesta que obtuvo.
—A ti —afirmó Gabriel con un matiz cruel—. Estrategia, gobierno y poder. Esa serie es una historia a tu medida.
La acidez del comentario caló en su abuelo, a pesar de lo acostumbrado que estaba.
—¿Nunca vas a dejar de reprocharme mis errores del pasado?
—Es la pura realidad. Estrategia, ¿qué otro interés desperté en ti?
—Que eras mi nieto.
—Te acordaste tarde de ese detalle. El día que enterraste a mi padre con honores en el panteón familiar. En cambio, mi madre, otra yonqui como él, a saber en qué agujero yace. Viniste a buscarme al Hogar Isaac Hooper cuando caíste en la cuenta de que estabas solo y necesitabas un sucesor al que adiestrar.
Casper Brooks selló los labios en un gesto que destilaba amargura. El chófer asomó con discreción para indicarle a Gabriel que el coche estaba preparado.
—Me marcho, buenas noches.
Ya salía por la puerta que daba al salón principal cuando oyó la voz de su abuelo.
—Gabriel, tú también te equivocarás algún día. Nadie nace perfecto.