Читать книгу Las revelaciones del fuego y del agua - Omraam Mikhaël Aïvanhov - Страница 4
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EL AGUA Y EL FUEGO, PRINCIPIOS DE LA CREACIÓN
El libro del Génesis comienza por el relato de la creación del mundo. Pero antes de describir cómo han aparecido todos los elementos del universo: el sol, la luna, las estrellas, la vegetación, los animales, el hombre... Moisés escribe una frase cuyo significado y profundidad sólo pueden comprender los Iniciados: “Y el espíritu de Dios se movía por encima de las aguas...”1 ¿Por qué por encima de las aguas? Porque el agua representa la materia cósmica original que el espíritu de Dios, el fuego primordial, ha penetrado para fertilizarla. Contrariamente a lo que se cree en general, no es la tierra en tanto que elemento quien expresa y manifiesta mejor las propiedades y las cualidades de la materia, es el agua. Estas cualidades son la receptividad, la adaptabilidad, la maleabilidad.
El agua es pues el símbolo de la materia primera que ha recibido los gérmenes fertilizadores del espíritu, ella es la matriz de la vida. La vida ha salido del agua gracias al principio del fuego que ha puesto esta materia en movimiento. Sin la acción del fuego, ninguna vida es posible. Por sí misma el agua, la materia, no posee vida, el fuego es quien se la infunde. La vida sobre la tierra ha nacido también de la acción del fuego sobre el agua. Llevados por los rayos del sol, los primeros gérmenes de vida han descendido sobre la tierra, han viajado hasta alcanzar el agua de los océanos que los ha acogido como una madre llena de amor y los ha hecho crecer gracias a la luz y al calor solar.
Cuando se ha comprendido que el agua es el símbolo de la materia universal a partir de la cual el universo ha sido creado, es más fácil interpretar los versículos siguientes del Libro del Génesis, donde Moisés describe cómo Dios separó las aguas de abajo de las aguas de arriba: “Dios dijo: que haya una superficie entre las aguas y que ella separe las aguas de entre las aguas. Y Dios hizo la superficie y separó las aguas que estaban debajo de la superficie de las que estaban por encima. Y a esto fue lo que Dios llamó la superficie del cielo...” Estas aguas de arriba, que la Ciencia iniciática llama también “luz astral”, “agente mágico”, representan el océano primordial en el cual todas las criaturas están sumergidas y donde ellas encuentran su alimento. Por otra parte, podría decirse que también recuerdan esas aguas primordiales del niño que está todavía en el vientre de su madre sumergido en un ambiente líquido. Vivimos en la inmensidad cósmica exactamente como los peces en el mar, pero a menudo, las impurezas que obstruyen nuestras aperturas interiores, impiden que seamos alimentados y vivificados por esta agua que nos envuelve por todas partes.
El agua y el fuego representan pues los dos principios de la creación. Su actividad en el universo está simbolizada por la cruz, figura de una gran riqueza de sentido, que encontramos en todas las civilizaciones. La línea horizontal representa la actividad del principio femenino, el agua, que tiene siempre tendencia a extenderse, a repartirse en la superficie del suelo ocupando el mayor espacio posible, buscando incluso intersticios para infiltrarse bajo la tierra y desaparecer. La línea vertical representa el principio masculino, el fuego, que, por el contrario, tiende a concentrarse y lanzarse hacia las alturas. El agua está pues ligada a la profundidad, a la superficie y el fuego a la altura. Estas dos direcciones inversas, horizontales y verticales, sintetizadas por la cruz, son las que mejor representan la actividad de los dos principios masculino y femenino en la creación y en las criaturas. El universo está lleno de este símbolo.
La mayoría de cristianos sólo ven en la cruz un recuerdo de la muerte de Jesús, sin darse cuenta que limitando así su significado, lo empobrecen.2 No se puede negar que la muerte de Jesús en la cruz haya sido un acontecimiento considerable en la historia de la humanidad. Pero en tanto que símbolo, la cruz sobrepasa en mucho este acontecimiento, y aquél que se esfuerza en profundizarlo a la luz de la enseñanza de los dos principios masculino y femenino, el agua y el fuego, entra en contacto con los más grandes misterios de la creación. Yo, en todo caso, puedo deciros que nada ha contado más en mi vida que el agua y el fuego, y hasta las imágenes de mi infancia que más me han marcado están ligadas al agua y al fuego.
Nací en un pueblo de Macedonia, al pie de la Baba Planina (lo que significa “la montaña de la abuela”) cuya cima es el monte Pélister. Me quedan recuerdos de los años pasados en ese pueblo, y recuerdo particularmente el descubrimiento que hice cuando tenía cuatro o cinco años, de un lugar muy cercano a la casa, en donde había un hilo de agua que brotaba de la tierra. Estaba tan impresionado por esta agua que salía, transparente, límpida, que me quedaba horas enteras contemplándola. Esta imagen se imprimió muy profundamente en mí, y aún ahora suelo revivir las sensaciones de admiración que sentía ante esa pequeña fuente. Varias veces me pregunté: siendo tan joven, ¿qué veía yo en esa agua?... Y no solamente en el agua, sino también en el fuego, porque estaba tan fascinado por el fuego como por el agua. Sólo que el fuego era más peligroso, pues para verlo a menudo lo prendía, ¡y no era aconsejable dejar cajas de fósforos a mi alcance!
Sí, ¿por qué el agua y el fuego?... Porque en la naturaleza son la expresión más bella, más poderosa, más significativa de los dos grandes principios cósmicos, masculino y femenino, sobre los cuales yo tuve que trabajar después durante toda mi vida. Por otra parte, si se estudiara en detalle la vida de ciertos seres, se constataría que sus preocupaciones, los temas que deberían trabajar más tarde, estaban ya indicados en ciertas impresiones, experiencias o comportamientos de la infancia.
Pensáis: “¡Pero nunca hemos oído decir que el agua y el fuego fueran tan importantes!” Pues bien, es porque no habéis leído atentamente los Evangelios, y particularmente el Evangelio de san Juan en donde es relatada la conversación de Jesús con Nicodemo. Nicodemo era doctor de Israel, y una noche vino a buscar a Jesús para conversar con él. Y es a él a quien Jesús dio esta respuesta sobre la cual tantos teólogos se han interrogado: “En verdad, en verdad, te digo: Si un hombre no nace del agua y del espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios...” Este versículo presenta correspondencias con el del Libro del Génesis del que os acabo de hablar: “Y el espíritu de Dios se movía por encima de las aguas...” Y en ambos casos se evoca el mismo fenómeno, el nacimiento: el nacimiento del universo y el nacimiento espiritual del hombre en los cuales se encuentran los mismos elementos: el fuego (el espíritu) y el agua (la materia). Así como el universo ha nacido del fuego y del agua, para entrar en ese estado de conciencia superior llamado el Reino de Dios, el hombre debe nacer él también del fuego y del agua, porque transportados al plano espiritual, el fuego es la sabiduría, y el agua es el amor. A través de esas pocas palabras de respuesta a Nicodemo, Jesús mostró que él también poseía esta ciencia del agua y del fuego que es la ciencia de los dos grandes principios cósmicos masculino y femenino.
El agua y el fuego, lo hemos visto ya, se oponen por su orientación: el fuego sube y subiendo se concentra, todas sus llamas convergen en un punto; mientras que el agua desciende y descendiendo, ella, por el contrario, tiende a extenderse. Por lo tanto, cuando se observa bien el movimiento de uno y otro, nos damos cuenta que en realidad existe entre ellos una cierta similitud. ¿Habéis remarcado cómo la caída de una cascada o de un torrente se parece a un fuego invertido? Y un fuego que arde se asemeja a una cascada que remontaría hacia la fuente.
Hace algunos años, una hermana me ofreció una película que ella había hecho sobre las cascadas, y cuando proyecté esta película ante los hermanos y hermanas, en un momento le pedí retroceder para ver... ¡Era extraordinario, el movimiento del agua era exactamente el del fuego! Haced vosotros mismos esta experiencia si tenéis la ocasión y veréis... Es como si el agua fuera fuego condensado que desciende a las profundidades de la tierra, y el fuego fuera agua ardiente que se eleva hacia las alturas. Se diría que el fuego y el agua son una misma sustancia que se presenta bajo dos aspectos diferentes.
Pero justamente estos dos aspectos son muy instructivos, nos enseñan, por ejemplo, sobre los dos métodos del conocimiento: el método horizontal que consiste en hacer investigaciones en la superficie, y el método vertical que consiste en arrancarse de la superficie para buscar la verdad arriba. El primer método es el del agua, y el segundo el del fuego.
Aquél que escoge el método del agua debe prepararse para un largo y penoso aprendizaje. Conocéis las aventuras del agua: atraviesa toda clase de terrenos, se carga de restos o de impurezas, se introduce en la tierra donde sufre fuertes presiones en la oscuridad. Sí, el destino del agua sobre la tierra y bajo la tierra no es siempre envidiable. Y aquél que sigue este camino debe soportar condiciones difíciles, es atropellado, maltratado, aplastado por los acontecimientos y sufre. Y cuando al fin consigue decir: “He comprendido, he sacado una lección de todas estas peregrinaciones”, a veces está en un estado lamentable. Pero finalmente ha comprendido, y el método del agua ha sido pues para bien. Pero el método del fuego es muy preferible, porque os arranca de las condiciones de la tierra y os proyecta hacia arriba: entráis en la luz que os descubre inmediatamente todo el saber.
Cuando Jesús, decía: “Sed prudentes como las serpientes y simples como las palomas”, quería decir que hay que saber actuar con los dos métodos: el del agua (la serpiente) de la cual Moisés decía en el Génesis que era el más audaz de los animales del campo, y el del fuego (la paloma). He aquí los dos caminos del conocimiento: la serpiente que se arrastra sobre la tierra, es el agua que avanza sinuosamente; y la paloma que vuela hacia el cielo, es el fuego que se eleva. El conocimiento de la paloma es el conocimiento del fuego, el de Espíritu Santo: ella os ilumina.
Ahora, del mismo modo que el fuego y el agua son contrarios por su dirección, son contrarios por su naturaleza. Porque si queréis unir el agua y el fuego, se destruyen. En apariencia, son enemigos: el agua que produce la vida puede apagar el fuego, y el fuego que produce también la vida, hace desaparecer el agua transformándola en vapor. Para que puedan hacer un trabajo juntos, no hay que echar agua sobre el fuego, hay que encontrar un ajuste, una manera de conciliar sus dos fuerzas. ¿Cómo? Pues bien, poned agua en un recipiente y colocad el recipiente sobre el fuego. El agua empieza a agitarse en la cacerola, se hincha, hierve, protesta y reclama mayor espacio, quiere salir, empuja contra las paredes que la aprisionan. Una fuerza se desprende pues del agua. ¿Dónde estaba esa fuerza? ¿De dónde viene? Del agua misma, y ha sido el fuego que la ha suscitado. Así pues, cuando el fuego se mantiene “a distancia respetuosa” del agua, no la mata, todo lo contrario, la exalta y hace salir de ella todas las fuerzas que, desde ese momento, pueden ser puestas a trabajar.
En realidad, el fuego y el agua no son enemigos, se aman mucho… pero separados por una pared, sino se detestan. El fuego le dice al agua: “No te acerques, ¡me apagarás!” y el agua le responde: “Y tu, me reducirás a vapor, ¡vete!” Pero si se pone una separación entre ellos, se les puede oír hablar, intercambiar palabras de amor. Son tan agradables las conversaciones entre el agua y el fuego, ¿lo habéis notado? De vez en cuando, dedicad un tiempo para escuchar el ruido del agua cuando está hirviendo.
¡Cuántos inventores, ingenieros, mecánicos, hacen trabajar el agua! Ellos construyen máquinas en las cuales el fuego pone en acción la fuerza del agua. Sí, pero si saben utilizar muy bien el fuego y el agua físicamente, en sus cocinas o en sus fábricas, en su vida personal es diferente, no saben exaltar el agua por el fuego, muy a menudo los mezclan y lo pierden todo.
Es lo que se ve, por ejemplo, en las parejas: el hombre representa el fuego, la mujer el agua, y como son dos ignorantes que no saben que deben poner una pared (es una imagen) entre ellos dos, tenemos al marido apagado y a la mujer evaporada. Os preguntaréis: “¿Pero qué es esta pared?” Es ante todo la conciencia de que están juntos no por el placer, sino para hacer un trabajo hacia un ideal común. Sólo con esta condición la unión entre el hombre y la mujer será creadora, sino, en un momento o en otro, acabarán dañándose mutuamente. Pues sí, no basta con observar y utilizar técnicamente las transformaciones del agua, hay que sacar lecciones útiles para nuestra vida personal y sobre todo para nuestra vida espiritual.
Conocemos el agua bajo diferentes estados: sólido (el hielo), líquido, gaseoso (el vapor). Y es el fuego, en mayor o menor grado de calor, el que determina los diferentes estados del agua. El fuego que transforma el agua en vapor, es simbólicamente el espíritu que actúa sobre la materia para hacerla más ligera, más sutil, más pura. Es por eso que se puede decir también que el ser humano es comparable a una marmita de agua calentada por el fuego, con la diferencia que en lugar de estar por debajo, el fuego, el espíritu está por encima, pero el resultado es el mismo. Si hay vida en la marmita, es gracias al espíritu. Y cuando el hombre muere, la marmita se queda, pero el fuego se va, ¡entonces nada se mueve! ¿Qué pensáis de esta comparación? Excelente, ¿no es cierto?... o más bien suculenta, ¡puesto que se habla de ollas!
El fuego es el símbolo del espíritu, del principio masculino que trabaja sobre el agua, la materia. Todos poseemos este fuego. Por eso podemos aplicar esta ley en nosotros mismos: exponer nuestras debilidades, nuestros defectos al fuego del sol espiritual, a fin de que esta materia apagada, grosera, comience a fundirse y a desagregarse. Esto es también la ciencia alquímica.3
1 “Buscad el Reino de Dios y su Justicia”, Parte II, cap. 1-I: “Y el espíritu de Dios se movía sobre las aguas”.
2 El lenguaje de las figuras geométricas, Col. Izvor nº 218, cap. VI: “La cruz”.
3 La piedra filosofal – de los Evangelios a los tratados alquímicos, Col. Izvor nº 241, cap. XI: “La cruz y el crisol”.