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I. Las raíces del pesimismo de Emil Cioran

Según quienes le conocieron, y según él mismo nos sugiere, una de las raíces del pesimismo de Emil Cioran (1911-1995) fue su falta de sueño. Imaginemos a alguien que no pudiera dormirse del todo jamás, alguien a quien le estuviera vetado acceder a esta imitación del no ser, de la nada, que es el sueño. Imaginemos cómo ese alguien, más o menos desde los nueve años de edad, se hubiera visto obligado a empalmar hora tras hora, minuto a minuto sin tregua. No nos extrañaría que se considerara a sí mismo un especialista en el tema de la muerte, por ejemplo, al llegar a los 20 años −o en cualquier otro tema serio de la Filosofía. El hecho de tener que vivir cada minuto de su existencia con plena consciencia sólo podría llevarle a sentir su vida como algo infinitamente denso, pesado. Sin duda no tardaría demasiado en preguntarse cuándo iba a terminar ese flujo cementoso del pensamiento. Si se dedicara a escribir, no nos sorprendería que los títulos de sus obras fueran de esta especie: Las cimas de la desesperación (1934), Ese maldito yo (1987), Breviario de los vencidos (1941), Breviario de podredumbre (1949), Desgarradura (1979)... y otros similares.

Buena parte de nuestras alegrías provienen de poder considerar cada mañana como un nuevo inicio. Considerar que empieza algo nuevo y bueno. Igualmente, poder considerar la noche como el fin de algo. Todo ello es especialmente útil cuando las cosas no marchan bien. A menudo nos acostamos con el deseo, al que acabamos llamando esperanza −como si eso cambiara su naturaleza, y le diera algo más de legitimidad y justificación−, de que al día siguiente todo sea distinto. Y, de hecho, despertar de un sueño profundo alimenta la ilusión de que lo que nos disponemos a vivir puede ser distinto de lo vivido. Una buena noche de sueño nos repara por completo: la energía que nuestro cuerpo ha repuesto casi nos obliga a pensar en positivo. Es difícil ser pesimista tras un sueño reparador y no digamos un buen desayuno. Pero si no hay sueño, la vida se convierte en un único día interminable. No hay ni antes ni después, ni ninguna razón para pensar que las cosas vayan a ser distintas, porque no hay ningún momento que se distinga de cualquier otro momento dado. Cualquier día es como el día anterior y no hay ocasión, no hay espacio, para sentir que ningún bien esté por llegar.

Sin embargo es difícil creer que la visión negativa de la existencia humana que Cioran sostuvo a lo largo de toda su vida se debiera sólo a una única causa. Ojeando sus aforismos uno tiene la sensación que Cioran tuvo que pertencer a ese nutrido grupo de seres humanos que durante el siglo XX tuvo que presenciar horrores y atrocidades de las que marcan a la persona para siempre. No es el caso. Ciertamente cambió a menudo de residencia durante el primer tercio de su vida: nació en un pueblo de los Cárpatos, en Rumania, hijo de sacerdote ortodoxo, le cambiaron de ciudad para estudiar en un internado; los estudios universitarios de Filosofía los llevaría a cabo en Bucarest, la capital, y el servicio militar lo hizo en Berlín, tras concluir los estudios. Tuvo una breve e insatisfactoria experiencia como profesor de secundaria (una alumna suya se suicidó, al parecer contagiada de su pesimismo). Se trasladó a París en 1937, antes de que se iniciara la Segunda Guerra Mundial, por una beca concedida por el Instituto Francés de Bucarest y ahí fijó su residencia hasta su muerte.

En sus días de juventud, malvivía de cualquier manera sin oficio ni beneficio. Se colaba en el comedor de la universidad fingiendo ser estudiante para no tener que pagar. Y no dejaba de escribir. Había empezado a publicar libros en su idioma natal, el rumano, en 1934. Habiéndose instalado a vivir con Simone Boué, profesora y traductora de inglés, a quien conoció en el mismo comedor en el que se colaba, y con quien vivió toda su vida, decidió a partir del año 49 escribir sólo en francés. Contra todo pronóstico, su Breviario de podredumbre fue un éxito, y recibió un premio en 1950: el primero de varios que le fueron concedidos a lo largo de su vida. Los rechazó todos. Fue publicando libros ininterrupidamente hasta 1988. Jamás abandonó su visión pesimista, y jamás se dejó influir por acontecimientos contemporáneos. Fue fiel a sus ideas y a su estilo de vida discreto, sobrio y auto-marginado.

¿Cómo un hombre que vivió sin muchos sobresaltos –y en este libro veremos algunas biografías marcadas a sangre y fuego por la tragedia–, que vivió en realidad como quiso, se obstinó en mantener una visión pesimista de las cosas?

La respuesta tiene que estar en su obra. Ésta es extensa, y aunque es fácil de leer, por constar casi toda ella de aforismos extremadamente precisos, resulta difícil de sistematizar, de discernir la jerarquía de las ideas. Como Cioran sólo ofrece conclusiones, es el que comenta el que debe reconstruir el razonamiento. Por otro lado, el pensamiento de Cioran no evolucionó nunca: su obra no es más que una serie de ideas repetidas de una forma cada vez más depurada. En fin; sin discrepar demasiado de otros glosadores señalaremos esta primera cita como una de las expresiones de las raíces del pesimismo del rumano [cita perteneciente a De lágrimas y santos, de 1937, Tusquets, Barcelona, 1988]:

“A los seis años [Santa Teresa de Jesús] leía las vidas de los mártires gritando ‘¡Eternidad!’, ’¡Eternidad!’. Decidió entonces ir a convertir a los moros, deseo que no pudo realizar, a pesar de lo cual su ardor siguió creciendo hasta el punto de que el fuego de su alma no se ha apagado jamás, puesto que nosotros nos calentamos en él todavía.”

Cioran sintió desde joven que, en nuestro día a día, se nos escatima algo, que la vida no es algo defectuoso porque contenga sufrimiento, sino porque no da lo que promete. A Santa Teresa de Jesús, según parece, a los seis años, esta vida ya le parecía poco, y deseaba poder ir a tierra de infieles para ser martirizada ahí y asegurarse la eternidad. Si Cioran queda impresionado por ello, no es en absoluto porque envidie la fe de Santa Teresa, su creencia en el más allá. Si alguna vez existió un ateo, alguien desprovisto de fe en cualquier cosa, ése fue Cioran. Cioran repudiaba incluso la mera idea de eternidad; le parecía una absurda prolongación del sufrimiento, o en el mejor de los casos, un aburrimiento total. Lo que le envidia a Santa Teresa es la precocidad en reconocer la insuficiencia de esta vida y la determinación en buscar una salida digna de ella.

¿Y cómo podría formularse la objeción fundamental que Cioran pone a la vida humana? ¿Para qué esta prisa por abandonarla? Hay diversas formas de explicarlo. Quizá ésta, inspirada en el hinduismo, tan querido por Cioran, pueda ser la más útil: en la vida humana jamás coinciden el ser, la consciencia y la alegría. Basta que nos demos cuenta, por ejemplo, de que cuando gozamos de buena salud no somos conscientes del cuerpo; que cuando somos jóvenes o niños fácilmente nos hallamos alegres, por la ignorancia de los sufrimientos y las derrotas que nos infligirá la vida. La ignorancia es la felicidad. Todas las drogas, toda embriaguez consiste en una especie de olvido. La felicidad, la alegría, consiste en no pensar. En algún punto Cioran dice que se lee no para aprender, sino para olvidar (uno lee como para emborracharse, y en el colmo de la paradoja, se cultiva la filosofía para no pensar). Por la misma razón, se escucha música o se disfruta de las artes: para no tener que vivir la vida real. ¿Qué diríamos de alguien que ha dedicado su vida entera a leer, a estudiar, a cultivar el arte? Posiblemente diríamos que ha tenido una buena vida, pero también podríamos decir que no ha vivido realmente, porque se ha alejado de los sufrimientos cotidianos de una vida no destinada a la contemplación de lo excelente.

Consciencia y felicidad son incompatibles. La vieja verdad lleva a Cioran a envidiar a las plantas, a las piedras. Los seres inanimados existen mejor que nosotros, porque… [Del inconveniente de haber nacido, de 1973; Taurus, Madrid, 1998]

“Un pulgón consciente tendría que arrostrar exactamente las mismas dificultades, el mismo género de insolubles que el hombre.”

Ahora bien: a pesar de todas las maldiciones que Cioran lanza sobre la conciencia, a pesar de proclamar una y mil veces su envidia hacia los monjes budistas, hacia los antiguos anacoretas cristianos y hacia los santos, que hicieron de su vida un intento de renunciar completamente a sí mismos, de llegar a aquello que está más allá de ese maldito yo, Cioran no está dispuesto a renunciar a ella. Renunciar a la conciencia es renunciar al ser, porque existir consiste en, o bien sentir algún tipo de dolor, o simplemente, en la capacidad de decir ‘yo soy’. Por lo menos esa es la manera humana de existir. Pero, ¿quién está dispuesto a renunciar a ser? De Santa Teresa de Jesús, Cioran envidió esa disponibilidad para la renuncia, esa voluntad de aniquilarse. Y no supo ni quiso intentar ese camino, por puro apego a su consciencia, a su capacidad de sentir y analizar sus propias vivencias: por puro apego a su inteligencia. Gracias a ella fue quien fue, un hombre tremendamente lúcido y penetrante, y, no lo olvidemos, un hombre admirado por su lucidez. Nadie puede culparle por no querer renunciar a todo ello. Empezamos a comprender entonces su pesimismo. ¿Cómo no ser pesimista cuando se ha comprendido que la vida, que a través de la sensibilidad y la inteligencia nos hace desear la plenitud, nos impide luego alcanzarla mientras permanezcamos en ella? La vida no da lo que promete. Es un fraude.

La objeción fundamental hacia esta vida es la incompatibilidad entre ser, consciencia y alegría, decíamos. Esta misma objeción se puede formular de la siguiente manera: la vida es un fraude por la ausencia de pureza. La vida, por decirlo así, es un producto adulterado. La pureza es la cualidad de no ser algo compuesto, de ser una sola cosa. Es difícil poner un ejemplo de algo que no existe, pero veamos cómo jamás nadie logra sentir una alegría pura. Siempre que estamos contentos se debe a una causa, se da por una situación que podría no haberse dado. Lo que hace que la alegría se tiña de duda, de incertidumbre: ‘alegrémonos ahora, que mañana moriremos’. Lo que Cioran deseaba (igual que Santa Teresa, pero con menos intensidad o determinación) era vivir incondicionalmente, es decir, sin tener que estar sometido a lo variable. Quizá se comprenda mejor si consideramos lo opuesto a la alegría: la tristeza, las lágrimas. No parece que esté al alcance del ser humano la desgracia absoluta. El ser humano está hecho de tal manera que le resulta muy difícil renunciar a toda esperanza. Por ello le resulta igualmente difícil la aflicción completa. Cioran echaba de menos las lágrimas. Comprender el dolor fundamental de la existencia y no ser capaz de derramar lágrimas por ello le dejaba una molesta sensación de tibieza, y no podía descargar el peso que le oprimía. Lo llamó “el martirio de los ojos secos” [Breviario de podredumbre, de 1949, Taurus, Madrid, 1972]:

“Si cada vez que las penas nos asaltan, tuviéramos la posibilidad de librarnos por el llanto, las enfermedades vagas y la poesía desaparecerían. Pero una reticencia negativa, agravada por la educación, o un funcionamiento defectuoso de las glándulas lacrimales, nos condenan al martirio de los ojos secos. Y además, los gritos, las tempestades de reniegos, la autolaceración y las uñas clavadas en la carne, con las consolaciones de un espectáculo de sangre, no figuran ya entre nuestros procedimientos terapéuticos.”

(Respecto a los procedimientos terapéuticos que Cioran prescribe en esta ocasión cabe decir, no sin algo de malicia, que cualquier pesimista con cierta autoexigencia estaría dispuesto a adoptarlos antes que leer y seguir los tibios y contemporizadores consejos de un libro de autoayuda…) Que Cioran recomiende contra el dolor de cabeza o el malestar inespecífico un buen espectáculo de gladiadores no es más que una humorada de un gusto discutible, pero muy representativa de un autor que se propuso buscar una expresión memorable, y por ello, exagerada, de las ideas. Que estas expresiones no nos hagan perder de vista lo principal: esta vida es un fraude porque en ella no existe alegría pura, ni una pena pura. Fuera quizá, del dolor físico, no hay nada verdadero, ningún sentimiento puro y auténtico. Comprendemos así igualmente en qué consiste la admiración que Santa Teresa despertaba en Cioran ya desde joven: él, como ella, hubiera gritado también gustosamente ‘¡Incondicionalidad!’ en vez de ‘¡Eternidad!’, o más simplemente, ‘¡Pureza!’. Pero jamás pudo o supo hacerlo. Le faltaba aquél “fuego en el alma” que los escritos de la santa todavía transmiten después de cuatrocientos años.

Todos estos planteamientos, quizá objetará el lector, son demasiado radicales. Resulta difícil identificarse con personajes como éstos, con los santos y los ascetas, y con otros personajes igualmente maximalistas, como el propio Cioran, que lo es por lo menos en la expresión lapidaria de sus ideas. El común de la gente no necesita andar gritando ‘¡Eternidad!’ o no desea llorar por comprender la ausencia de pureza. Incluso muchos pensadores han desconfiado de la estrategia de hacer brotar los problemas del hombre de fuentes tan dramáticas y tan sospechosamente próximas a la temática religiosa. Además, todos estos planteamientos parecen alejarse de lo cotidiano.

Pero lo cierto es que el fenómeno del pesimismo nace de la necesidad consciente o inconsciente de perfección.

Quienes se conforman con menos que la perfección no tendrán que cargar con los dilemas a los que Cioran tuvo que hacer frente, ni, en general a los que los autores del siglo XX que se explican en este libro supieron discernir y afrontar. Cioran, en 1987 escribía [Ese maldito yo, Tusquets, Barcelona, 2004]:

“’Habiendo renunciado a la santidad…’

-¡Pensar que he sido capaz de escribir semejante enormidad! Debo sin embargo tener alguna excusa y espero hallarla aún.”

Con ello se confesaba a sí mismo, y a sus lectores una doble verdad, y el origen de todos sus tormentos íntimos: que desde bien joven experimentó una gran lucidez respecto a la inanidad de la condición humana, pero que no supo, o más bien, no quiso, obligarse a andar el camino que la clarividencia muestra: que hay que desear verdaderamente ser nada, dejar atrás los delirios del deseo que nos hace relacionarnos con las cosas como si éstas nos pudieran proporcionar el bien o la pureza; renunciar a todo, incluso a sí mismo.

Ya de mayor, lamentaba no haber sabido tomar ese camino, y sugería entre líneas que a su edad ya había pasado el tiempo de la renuncia. Al final sólo quedaba el apego a sí mismo y la perplejidad de no comprender el porqué de esa negativa a renunciar, dado que toda su vida se había reducido a una obstinada confirmación, penosa y reiterativa, de lo que ya había comprobado desde siempre: que uno no es libre si no abraza el vacío (sus libros, testimonios de esta reiteración de lo ya sabido, con su falta de evolución intelectual, quedan como prueba de todo ello). Este aforismo por sí solo demuestra lo cercano que está el escéptico o el pesimista del santo, figuras en principio contrarias: los primeros, se mueven entre la suspensión del juicio y la negación de cualquier convencimiento. El santo, en cambio, es la figura que afirma radicalmente la existencia del bien, la posibilidad de unir consciencia, existencia y alegría. Si a todo eso añadimos que en la mayoría de las biografías de los santos, como si se tratara ya de un recurso literario del género, casi un tópico, se puede hallar siempre un período, a veces larguísimo, de noche oscura, de abandono, de no saber, la figura de Cioran se nos vuelve diáfana: se trata del hombre que quedó a medio camino. Renunció a los sueños y falsos consuelos que se pueden hallar en esta vida, pero no abrazó el abismo y el vacío que hubieran sido la culminación de esa primera renuncia, y que le habría liberado del dolor de vivir exiliado de un mundo de ilusiones al que ya no podía volver.

Una vez más: quizá no todos se identifiquen con un planteamiento tan radical, y, por ello, no puedan aspirar a esos niveles de pesimismo. Sin embargo hay una verdad universalmente aceptada: hay algo en la vida humana que no funciona (la literatura de autoayuda, por sí sola, constituye prueba suficiente de ello). Hay enfermedades mentales, menos modernas de lo que parecen, pero que solemos atribuir a las formas actuales de vida, como los trastornos alimentarios, que nacen, no sólo del complejo de ser gordo o feo, sino más bien del afán de perfección y pureza: ¿qué otra cosa hace una muchachita perfeccionista cuando se priva de la bajeza del alimento hasta que se convierte en un fantasma descarnado? ¿Y cuántas terapias alternativas no son más que ritos de una imposible purificación? Cuando uno hace una cura dietética, y pasa semanas sin comer, sólo bebiendo savia de árbol mezclada con agua de mineralización débil, está expresando a las claras que está harto de la impureza del alimento y de la vida. Se dirá a sí mismo “esto me irá muy bien para eliminar toxinas”, teniendo una idea muy vaga de lo que éstas puedan ser (mejor): en realidad está deseando una separación más clara entre el bien y el mal, aquello que los alimentos más habituales no nos proporcionan: lo que es bueno para algo es malo para otra cosa. Pero la vida es tóxica. Es un vapor acuoso, una mezcla de toda clase de impurezas que se instalan en la carne: uno quiere tener la sensación que se libra de ello. Otras dietas, las que separan alimentos y permiten ingerir sólo una clase de nutrientes son igualmente una muestra diáfana de la necesidad de pureza: los cambios fisiológicos que un régimen tan drástico tienen por necesidad que producir en el cuerpo son tomados como síntoma y muestra de una liberación de lo impuro. El vegetarianismo neurótico de nuestros contemporáneos (como el del dictador Adolf Hitler, por cierto, y no como el tradicional del hinduismo: su inercia y su raigambre merecen un respeto especial, además de ser, confesadamente, una busca de la perfección espiritual), la obsesión por los alimentos biológicos y libres de pesticidas, libres de antibióticos, libres de la infelicidad de los animales estabulados, que mágicamente, se ha pegado a sus carnes, son otro tanto y más de lo mismo. Todo es un esfuerzo vano y responde a la falta de lucidez. El mismo Cioran dijo (en Ese maldito yo) que la pureza era incompatible con el aliento. Puede que sólo esté al alcance de los santos y de los lactantes. Y, desde luego, no parece que nadie vaya a alcanzarla a base de hacer experimentos con la comida.

Con el anterior planteamiento inicial hemos pretendido señalar la raíz del pesimismo, que es la insatisfacción derivada de comprender que al nacer se nos da la vida, pero se nos priva del bien, de lo incondicional. Pero el pesimismo es un árbol con tronco y numerosas ramas. Sólo en lo que resta de éste capítulo seguiremos rebuscando en las raíces y sólo en el último volveremos a ellas. En los siguientes, indagaremos qué otros aspectos ha tenido el pesimismo contemporáneo y cómo podemos extraer de ellos algunas enseñanzas para una vida que ya no podremos calificar de mejor: lo más probable es que cuanto más conscientes seamos, más nos alejemos de la alegría.

Filosofía para una vida peor

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