Читать книгу Filosofía para una vida peor - Oriol Quintana Rubio - Страница 8
ОглавлениеII. Cómo acabar para siempre con los libros de autoayuda
¿De qué otra manera puede refutarse literatura de autoayuda? Muy sencillamente: creando un personaje no del todo inventado, un coetáneo nuestro lleno de inseguridades, de proyectos vagos y de ilusiones en el peor sentido, y mostrando cómo por un proceso erróneo de formación, se empapa de los eslóganes e ideas precocinadas del pensamiento positivo. Habrá que dotarle de la ingenuidad y la falta de sentido crítico que tienen que tener los héroes de las tragicomedias y que le lleve a aceptar sin sombra de duda que, como dicen los clásicos de la autoayuda, se puede ganar amigos e influir sobre las personas [Dale Carnegie, 1940, Editorial Suramericana], que haya recorrido y recorra diariamente la lista de aquellas-pequeñas-cosas-cotidianas-que-nos-dan-la-felicidad, como...
“una puesta de sol, la mirada de un niño, un apretón de manos, el silencio, la luna en cuarto creciente, un paseo en bicicleta, un osito, el vuelo de los pájaros, la tortilla española, los helados, la cerveza muy fría, las barcas con velas o sin ellas en el mar, cantos y juegos de niñas y niños [...], los Reyes Magos, el paso de un tren, sopas de almendra, comprobar cómo crecen las niñas, levantarse temprano y sorprender todavía las gotas de rocío, acariciar después de la lluvia el musgo apegado a las rocas, oír como cantan los grillos...” [lista completa en ÍÑIGO, ARADILLA: El libro de la felicidad, Edaf, 2001].
Un personaje que conozca todas las técnicas de autoafirmación [PROD’HOMME, Oberon, 2000], que crea en el lema Cambia de idea, cambiará tu vida (la consecución del bienestar mediante el pensamiento positivo) [JAMPOLSKY, CIRICIONE, Paidós, 1994], aplicando principios trascendentes como “podemos aprender a encontrar amor en lugar de encontrar defectos” [p.35 op.cit.], y muchos otros por el estilo. Como si se tratara de un moderno Job, habría que poner a prueba su confianza en la bondad del Universo y de los demás seres humanos, a base de hacerle sufrir una desgracia tras otra. Para asegurar el tiro, podríamos enviarle, a través del tiempo, a nuestro amado siglo XX, y podríamos situarle siempre en lugar equivocado en el momento menos adecuado. Bastaría ver entonces cómo se desenvuelve, qué aforismos y qué sabiduría es capaz de oponer al gas mostaza de la Gran Guerra; a los mítines nazis del periodo de entreguerras; qué lectura positiva es capaz de hacer o dónde encuentra el amor en lugar de los defectos cuando su familia fuera enviada al crematorio; cómo hacer del recuerdo de las “sopas de almendra” algo que no fuera una tortura, si le enviáramos a la miseria de la deportación. Etcétera. Las desgracias que se contemplaron en el pasado siglo son tan variadas y abundantes como los títulos de los libros de autoayuda.
Y sin embargo, no hará falta tomarse la molestia. Alguien, en el siglo XVIII, ya escribió tal libro. Se trata de Cándido, del filósofo francés François Marie Arouet, más conocido como Voltaire.
Se dice que Voltaire se esforzó en escribir grandes obras literarias e históricas que nadie lee hoy en día, y que, sin embargo, aquella parte de su obra que escribió con más ligereza, como divertimento, con la intención de polemizar y despacharse a gusto, es justamente la más celebrada y recordada. Si además tenemos en cuenta que a buena parte de los enemigos contra quienes escribió se los ha llevado el viento de la historia, parecería pues que sus obras hubieran perdido toda vigencia. En efecto, ¿qué queda de los jansenistas, de quienes Voltaire se burló en numerosas ocasiones? Se trataba de un grupo de cristianos puritanos, que extendieron su influencia en Francia, y que entre otras rarezas se daban a manifestaciones histéricas y convulsiones, y aseguraban recibir comunicaciones divinas y curaciones milagrosas. Hace siglos que desaparecieron, y el histerismo religioso ha quedado como algo residual. Atacó a los jesuitas, orden religiosa que no ha desaparecido, pero cuya influencia es infinitamente más pequeña hoy en día que en el siglo XVIII. Ya casi nadie lee a Leibniz, el filósofo que sostenía que “vivimos en el mejor de los mundos posibles”, ya no existen los socinianos (otro grupo cristiano) y a nadie le interesa el deísmo como le interesó a él. El lector necesita decenas de notas a pie de página para entender bien las polémicas que encierran sus escritos, para saber quiénes era los receptores de sus dardos envenenados. Y sin embargo, los libros de autoayuda, en su recalcitrante optimismo, lo ponen de nuevo de actualidad.
En el relato volteriano, Cándido es un joven que vive y es educado en el palacio de su tío, en Westphalia. El tío le acogió en el seno de su familia a pesar de ser hijo bastardo de su hermana, y le dio la mejor educación posible a través de un profesor particular, un filósofo llamado Dr. Pangloss, el cual, según el autor, enseñaba “la metafísico-teólogo-cosmolonigología”. Esta doctrina puede resumirse así [edición y traducción de Mauro Armiño para Espasa-Calpe]:
“Está demostrado, decía, que las cosas no pueden ser de otro modo: porque, estando hecho todo para un fin, todo está hecho necesariamente para el mejor fin. Observad que las narices han sido hechas para llevar antiparras, por eso tenemos antiparras. Las piernas están visiblemente instituidas para ser calzadas, y por eso tenemos calzas. Las piedras han sido formadas para ser talladas, y para hacer castillos con ellas, por eso monseñor tiene un bellísimo castillo; el mayor barón de la provincia debe ser el que mejor alojado esté; y, estando hechos los cerdos para ser comidos, nosotros comemos puerco todo el año: por consiguiente, quienes afirmaron que todo está bien, dijeron una tontería; había que decir que todo está lo mejor posible”.
Cuando Cándido es sorprendido intentando conquistar a su prima hermana Cunegunda, es expulsado del castillo. Cuando profesor y discípulo se reencuentren, nada de esto importará puesto que la desgracia se habrá cebado con el castillo de Thunder-ten-tronckh: un grupo de soldados búlgaros han entrado a saco, asesinando al barón, a la baronesa y a la misma Cunegunda, por quien Cándido todavía suspiraba. Pangloss está enfermo de sífilis, y, aunque logra curarse gracias a la ayuda de un comerciante benefactor, ninguno de los dos escapan de nuevas calamidades. En su viaje a Portugal, siguiendo a este mismo benefactor que les ha acogido como criados, y previo naufragio, sufren las consecuencias del terremoto que asoló la ciudad de Lisboa en aquél entonces (concretamente, el 1 de noviembre de 1755). Todo este tiempo intenta Pangloss mantener viva la llama del optimismo, que saca a relucir cada vez que el dúo protagonista sale mínimamente a flote tras cada jugarreta del destino. Éste los separará y volverá a reunir otra vez a lo largo del relato. Cándido intentará de todo corazón ser fiel a la doctrina panglossiana, pero tras conocer a un nuevo filósofo, un tal Martín, y por la acumulación de desgracias, su lealtad intelectual no podrá menos que flaquear progresivamente. En su peripecia recorre medio mundo, ya sea huyendo de los enemigos que se ha creado involuntariamente, ya sea persiguiendo a su amada Cunegunda, a quien nunca pierde la esperanza de reencontrar.
Y sus aventuras son variadas e interesantes: incluyen conocer la mítica ciudad de El Dorado, matar a un jesuita, cenar con reyes destronados, tratar con mujeres que sobrevivieron al canibalismo, hacerse amigo de esclavos negros, ir a América, Francia, Venecia, Inglaterra, Constantinopla. Se trata, pues, de una novela de formación casi canónica, en la que el protagonista aprende a través del sufrimiento y se hace un hombre. Sólo la tremenda ironía de sus páginas hace que se aleje de lo convencional.
Las desgracias que los protagonistas deben sostener son tales que incluso Pangloss abandona su doctrina, y sólo la sostiene al final de la novela por no contradecir lo que siempre había defendido, pero sin creer verdaderamente en ella. La moraleja del cuento, que se resume en la famosa expresión final “tenemos que cultivar nuestro huerto” tiene su miga. Los protagonistas se instalan en unas tierras de Constantinopla para cultivar la tierra y practicar otros oficios con los que ganarse la vida sin pretensiones. Parecería que Voltaire, que había compartido el optimismo propio de la Ilustración, época en la que existía una exagerada confianza en la capacidad del hombre de construir un mundo sin supersticiones, un mundo de progreso tecnológico y cultural que desterrara la ignorancia y la necesidad, rechazara con ella su anterior creencia. La frase “tenemos que cultivar nuestro huerto” es una afirmación implícita de la redención personal a través del trabajo, que es el instrumento más adecuado para alejar los males del “hastío, el vicio y la necesidad”. En boca del filósofo Martín, afirma igualmente Voltaire que trabajar sin razonar es “el único medio para hacer soportable la vida”. Hay pues una renuncia casi explícita a intentar mejorar el mundo, como consecuencia de dejar de creer que el mundo pueda ser mejorado. Incluso se afirma claramente la idea de que la vida no es buena, que es mala, pero que según y cómo se puede lograr que sea meramente soportable: a base de no pensar. Es un camino, pues, que va desde la mentira de un optimismo injustificado hasta una inconsciencia autoimpuesta. Pensar, como vivir, duele. Desengañarse produce sufrimiento, y es casi natural que quien ha visto sus ideas refutadas a sangre y fuego, prefiera renunciar a cualquier idea: así no será necesario volver a desengañarse.