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V. Sin embargo, algo habrá que podamos hacer

¿Qué es un pesimista, al fin y al cabo? Alguien que ha alcanzado un grado de lucidez sobre la falta de valor, lo absurdo de la existencia, y no ha querido expulsar esa idea de la consciencia, no ha querido huir de ella, sino explorarla a fondo. Detenerse en ello, sin embargo suele inhabilitar para la acción. Cioran, por ejemplo, afirmó que sólo aspiraba a vivir en París y a no hacer nada (a escuchar a Bach como mucho). Pero, ¿es la inacción la única respuesta posible cuando sobreviene la lucidez que dice que vivimos en un mundo de sombras, carente de valor? El primer (en todos los sentidos) especialista español en Cioran, el filósofo Fernando Savater, lanzaba la siguiente acusación en un libro en el que se entrevistaba a personas cercanas al escritor rumano [Carlos Cañeque y Maite Grau, Cioran: el pesimista seductor, Barcelona, Sirpus, 2007]:

“El pesimista, el que cree que las cosas no tienen por qué ir bien, no se desespera. En el fondo es aquél que defiende las cosas buenas que hay, porque sabe que son improbables. Al optimista, sobre todo al optimista contrariado, nada le parece bueno”.

Para él, Cioran era un optimista contrariado. Y esto es una acusación muy seria. Se podría interpretar que toda la obra de Cioran no es más que una rabieta de niño respondón, que dedica su vida a refinar la expresión de sus frustraciones en una prosa cada vez más afilada, pero que, en realidad, se va a limitar a quedarse sentado a que alguien le solucione la papeleta o le dé lo que quiere. ¿No será, en cambio, un verdadero signo de desesperación el asumir plenamente la ausencia de bien que se da en el mundo, la ausencia de bien puro, y a pesar de todo, levantarse y caminar, penar en el vacío? Cioran aseguraba haber cometido todos los crímenes (seguramente imaginarios) excepto el de haber sido padre. ¿No es un gesto verdaderamente pesimista ser consciente de qué es ser padre, y, a pesar de ello, serlo, sin condenarse a la esterilidad que Cioran tenía por un mérito? Y así con cualquier acto de los que se consideran propios del hombre común: saber de la inutilidad de la vida en pareja y casarse, de la nimiedad de escribir un libro y, a pesar de ello, hacerlo... Todo con el espíritu del que sabe que vive en un mundo de sombras, y que sólo hace lo que hace porque espera algún día despertar, y porque para él la inacción resultaría un postura infantil y en el fondo, no plenamente desengañada.

La metáfora de la caverna platónica no tiene que ver con lugares físicos, sino únicamente con el conocimiento: la diferencia entre el protagonista y los demás está en lo que él sabe. ¿No tratará la vida, entonces, de exponerse hasta el final a todas sus posibilidades, de desenmascarar todas sus sombras, de recorrer un camino de mayor consciencia aunque ello comporte una mayor infelicidad? ¿Cuándo se sabe que el camino es oscuro, sino cuando se le ha recorrido entero? ¿No dice la alegoría de Platón que hay que andar al fin y al cabo? Quedarse a un lado de la vida, rumiando las propias amarguras, ¿no será la manera más eficaz de no librarse jamás de ese maldito yo? No cabe, pues, como hizo Cioran, sentarse al borde del camino, con los brazos cruzados, el mentón hundido en el pecho, y la frente arrugada, a esperar que la vida nos quite de en medio. Se trata de una postura que tiene algo de abuso de lo estético, algo así como estar enamorado de lo delicado de la propia alma y preferir su dolor, que es artísticamente productivo, a una vida más comprometida pero algo más estéril y indiferenciada: estéril por lo que respecta a lo filosófico, puesto que no hay tiempo de sentarse a pulir aforismos cuando uno está ahogado en las tareas anodinas de lo cotidiano, y indiferenciada, puesto que vivir significa en realidad salir de la torre marfil y perderse entre las masas.

En su anhelo de pureza, Cioran renunció a ensuciarse las manos, e indirectamente, esperaba en el fondo que su propia desesperación le obligara a abrazar un vacío redentor −aunque en el momento de la verdad, algo le detuviera. En el fondo aspiraba a la completa desesperación. Pero, ¿cómo va alguien a desesperar si no compromete su energía vital, sino vive verdaderamente? No: el pesimista auténtico lleva su dolor en secreto y actúa, externamente, como si sus actividades tuvieran pleno sentido, por mucho que sospeche que todo sea una enorme estupidez, por mucho que la lucidez le visite periódicamente para desenmascarar el timo vital. Sólo así fuerza el vacío intuido a penetrar en su interior.

Pero tampoco cabe, de la forma en que quieren hacernos creer los libros de autoayuda, recorrer las etapas vitales como quien recorre caminos de felicidad, como si de una carrera triunfal y plena de sentido se tratara, creyendo acumular crédito en un banco, o que la felicidad nos espera detrás de cada esquina. Los santos actuaban como si lo que hacían tuviera mucho valor, y a la vez, creían saber que el valor residía enteramente en otra parte. ¿No será posible, para el hombre común, actuar como si se supiera que hay un bien puro en otro lugar, afuera −pero sin saberlo ni creerlo verdaderamente− y con ello, actuar con la libertad y generosidad del que no espera nada, y, justamente por ello, es, por fin, libre?

Filosofía para una vida peor

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