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Coordenadas biográficas y literarias

del universo ishiguriano

Viajero: En la infancia y la adolescencia del creador se vislumbran ya las formas icónicas de su arquitectura narrativa. El adulto que escribe sus mundos es el mismo joven que los engendró, sin saberlo y en silencio, con la sensibilidad y el asombro. Un gesto, un aroma, una lectura, una caricia, una melodía han germinado en su memoria, de estirpe proustiana, y parirá luego a personajes, paisajes, intertextos y ritmos de extrañas cadencias. La experiencia de la vida es la gran maestra del arte de la literatura. Por tanto, nada es despreciable ni banal. Todo es novelable, porque todo está vivo. Si sabemos escuchar y mirar, una piedra es también el corazón agitado de un águila.

Kazuo Ishiguro nació en Nagasaki, el 8 de noviembre de 1954. Hasta los cinco años vivió allí con sus padres, Shizuo Ishiguro y Shizuko Ishiguro, y su hermana mayor de nombre Fumiko. Habitaban una gran casa en un sector de la ciudad que no había sido arrasado por la bomba atómica y que era la vivienda familiar de los abuelos paternos; su abuelo era el indiscutible jefe del hogar. Uno de los pocos recuerdos que tiene Ishiguro de estos años es verse en compañía de su abuelo, en una calle, mientras observan un afiche cinematográfico o caminan tomados de la mano. Estos episodios los usó luego para construir la relación entre el anciano Masuji Ono y su nieto Ichiro, en la novela Un artista del mundo flotante.

Su padre había vivido la infancia en Shanghái, y las costumbres chinas adquiridas, en especial la excelsa cortesía del trato, lo hacían diferente al resto de los japoneses de su época. Era un oceanógrafo de prestigio. En 1960 fue contratado por el gobierno británico para explorar una zona petrolera en el mar del Norte. Viajó con su esposa e hijos y se asentó en el pequeño pueblo de Guildford, Surrey, al sur de Inglaterra. Desde un principio, a la familia le quedó claro que era una estadía transitoria y que pronto retornarían a Japón. Esta situación justificó que Ishiguro siguiera recibiendo, de su nación natal, libros infantiles, textos escolares y mangas (su héroe era Gekko Kamen, conocido en español como el Capitán Centella), que le mandaban sus abuelos. Al interior de la casa se hablaba solo en japonés, y los hábitos nipones, desde los rituales del té hasta la culinaria, eran estrictos y absolutos. Esta circunstancia especial hizo que no se sintieran nunca inmigrantes, sino visitantes de un país extraño que abandonarían pronto. Su segunda hermana, Yoko, nació el mismo año que llegaron, en el nuevo hogar.

La educación exterior de Ishiguro fue inglesa desde el comienzo. Hizo la primaria en el Colegio Stoughton del pueblo y también ingresó al coro; debió mostrar un talento notable porque terminó como corista principal. De hecho, aunque siempre ha sido reservado, su virtuosismo musical fue quizás un hallazgo precoz, porque en Nagasaki ya había iniciado clases de piano y estas continuaron en Gran Bretaña, además de empezar a tocar la guitarra. Realizó el bachillerato en el Woking County Grammar School de Surrey, que era un colegio exclusivo para hombres, entre 1966 y 1973. Al terminar, consiguió un trabajo rarísimo: asistente de cacería de la reina Isabel, quien en los veranos contrataba estudiantes para ayudar en las jornadas de cacería del urogallo, que es un ave común en los páramos que rodean el Castillo de Balmoral, ubicado en Aberdeenshire, Escocia. Ishiguro ha contado que tuvo trato directo y frecuente con la reina, y con sus invitados de la realeza y la aristocracia europea. Esta experiencia breve, pero alucinante para un adolescente de clase media, se puede detectar en cierta atmósfera que recreará en su novela Los restos del día, y en la construcción de su personaje lord Darlington.

Fiel a la tradición cultural inglesa, el joven decidió aventurarse al vagabundeo por el mundo antes de pensar en una profesión o en la universidad. A los 19 años viajó a Canadá y los Estados Unidos, en un viaje iniciático que lo transformó en hippie: cabellos largos, bigote ranchero, mochila, sandalias, anocheceres en carpas de comunas, entre vagabundos, adictos y jóvenes poetas, nostálgicos de la Generación beat que querían imitar el itinerario de la novela En el camino, escrita por el mítico Jack Kerouac. Vivía con un dólar diario, y recorrió, haciendo autostop, la costa pacífica desde Los Ángeles y San Francisco hasta el norte de California. También le cogía la noche en los suburbios y se acostaba en los vagones de los trenes de carga, advertido de que era peligroso; a veces, arrancaban y los arrojaban desde ellos en movimiento. En San Francisco le robaron la guitarra y comenzó un diario, pastiche de Kerouac; también escribía las letras de canciones, imitaciones de sus idolatrados Bob Dylan y Leonard Cohen (sus amigos de adolescencia le decían que cantaba y tocaba parecido a Dylan). Absorbió, de igual manera, los sonidos puros del jazz negro de Nueva Orleans y volvió a su tierra adoptiva dispuesto a ser un músico profesional.

Este periodo de su existencia, que no superó los seis meses, fue breve en tiempo pero definitivo en su vida. En la famosa entrevista que le hizo Susannah Hunnewell, para The Paris Review, recuerda, con 54 años, esa época juvenil y le comenta sus consecuencias:

Crecí mucho. Dejé de ser esa persona que se paseaba a cien millas por hora diciendo que todo estaba “lejos”. Cuando viajaba por América, la tercera pregunta después de “¿en qué banda estás metido?” y “¿de dónde eres?” era: “¿cuál crees que es el significado de la vida?”. Luego se intercambiaban opiniones y extrañas técnicas de meditación cuasi budista [...]. Cuando volví a Inglaterra ya había crecido. Había visto un mundo donde las cosas habituales no significaban nada. Ellos eran personas que luchaban. Había mucho alcohol y drogas. Algunas personas estaban haciendo las cosas con mucho coraje, pero fue muy fácil dejarlo.

Durante algunos meses más deambuló por las ciudades europeas, en su papel de músico hippie, tocaba la guitarra e interpretaba sus canciones en clubes y estaciones del metro, como la de París. Alcanzó a escribir alrededor de cien canciones de rock y jazz, de las cuales él mismo grabó dos a comienzos de 1974: If Only With my Eyes y Lady Blue. Pero no recibió respuesta favorable de ninguna compañía discográfica y el resto de ellas no ha querido publicarlas o grabarlas.

Sin embargo, algo sucedió, que no sabemos, y que explica después la huella de lo musical en su literatura (obvia en el pianista Ryder, el protagonista de su novela Los inconsolables, y en los cuentos de Nocturnos), pero sobre todo en su técnica narrativa, que él mismo ha referido: “Mi estilo como novelista proviene básicamente de lo que he aprendido escribiendo canciones. Por ejemplo, la calidad intimista y en primera persona de un cantante que se presenta ante una audiencia se quedó conmigo en las novelas”.

¿Por qué abandonó su sueño de ser músico y compositor profesional? Ishiguro ha querido quitarle importancia a esta decisión y ha mencionado que, más que músico, anhelaba ser una estrella de rock, como cualquier adolescente de su tiempo. No obstante, debe existir algún trauma escondido, algún rechazo familiar que no ha querido confesar y que tal vez ha sabido encarnar en la historia de su personaje Stephen Hoffmann, el adolescente de Los inconsolables, que parece su alter ego juvenil y quien es un intérprete del piano despreciado por sus propios padres, que lo consideraban un mediocre; por ello, Ryder le dice: “pienso que sus padres han sido injustos con usted en lo relativo a su modo de tocar el piano. Mi consejo es que trate de disfrutar cuanto pueda tocándolo, que obtenga satisfacción y sentido, con independencia de lo que ellos piensen”. De hecho, Ishiguro sigue tocando el piano “para relajarse”, ha vuelto a crear letras de jazz y en 2007 escribió parte de las canciones del álbum Breakfast on the Morning Tram (Desayuno en el tranvía matutino) de la cantante Stacey Kent.

Su giro vital lo hizo matricularse, a finales del año 1974, en la Universidad de Kent, en Canterbury, para estudiar inglés y filosofía. Logró el título de licenciado en 1978, pero interrumpió sus estudios entre 1975 y 1976, cuando tomó la decisión de viajar a Renfrew (Escocia) y laborar como trabajador comunitario en una población marginal. Cuando concluyó los estudios fue a Londres, en 1979, y allí se empleó como “cuidador”, en el grupo denominado los Cyrenians (Cirinenses), que ayudaban a indigentes, enfermos mentales y ancianos abandonados. En esta actividad de filantropía y solidaridad conoció a Lorna Anne MacDougall, con quien se casaría en 1986, pero que fue su compañera marital desde 1980. En 1992 nació Naomi, su única hija. La experiencia de “cuidador” la va a plasmar, dos décadas después, en la creación de su personaje Kathy, convincente “cuidadora” y protagonista de su novela Nunca me abandones.

En 1980 decidió matricularse en la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad de Anglia del Este, cuyo director era el afamado crítico Malcolm Bradbury (recomiendo su libro The Modern British Novel); su mentora principal fue la interesante escritora Angela Carter. En el verano de 1981 publicó tres cuentos cortos (“A Strange and Sometimes Sadness”, “Getting Poisoned” y “Waiting for J”) en una antología titulada Introduction 7: Stories by New Writers, publicada por la prestigiosa editorial Faber & Faber.

De todos modos, entre 1980 y 1981 continuó trabajando con los indigentes en Londres, mientras escribía lo que iba a ser su primera novela: Pálida luz en las colinas, que salió publicada en febrero de 1982, cuando Ishiguro tenía 28 años, y le significó una recepción adecuada del público y el premio Winifred Holtby de la Real Sociedad de Literatura, en 1983. Esta fue considerada como “una primera novela de exquisitez poco común, un estudio extremadamente silencioso de turbulencia emocional extrema”. El libro se tradujo a trece idiomas y le valió a su autor ser considerado “uno de los veinte mejores nuevos escritores ingleses”. Quizá por esto tomó la decisión de solicitar la nacionalidad británica, pues hasta ese momento seguía siendo japonés y sus padres jamás le dijeron que no volverían a Japón.

A partir de este año se convirtió en escritor profesional, de tiempo completo, y los ofrecimientos llegaron de varias áreas: publicó su cuento “A Family Supper” en la revista Firebird 2 y en 1984 hizo el guion para un drama televisivo del Canal 4 de la BBC que se tituló A Profile of Arthur J. Mason, el cual ganó la Placa de Oro al mejor cortometraje en el Festival de Cine de Chicago. En 1986 publicó su segunda novela, Un artista del mundo flotante, con la que ganó el Premio Whitbread; además, fue preseleccionado para el Premio Booker de ese mismo año.

La apoteosis internacional le llegó en 1989, cuando publicó su tercera novela, Los restos del día, aclamada con el Premio Booker, que le generó la consagración de la crítica especializada, de los intelectuales y colegas escritores, como del público lector de la mayoría de naciones del mundo, pues sus traducciones alcanzaron las cuarenta lenguas. Este éxito se multiplicó luego de la versión cinematográfica, dirigida por James Ivory, estrenada en 1993, con las actuaciones de Anthony Hopkins (Stevens) y Emma Thompson (miss Kenton), que tuvo ocho nominaciones a los premios Óscar de la Academia Cinematográfica de Hollywood.

La seriedad intelectual de Ishiguro le permitió resistir la presión de la industria comercial editorial de publicar de manera compulsiva un libro anual, con ventas garantizadas. Dando una muestra de paciencia y autonomía artística volvió a publicar, seis años después, su obra más extensa y compleja, Los inconsolables (1995), desconcertante para el público y la crítica; el único de sus libros que podría ser considerado un fracaso comercial. Esto no parece haberle importado, pues su ritmo de preparación y escritura han continuado con similar lentitud: Cuando fuimos huérfanos (2000), Nunca me abandones (2005), Nocturnos: cinco historias de música y crepúsculo (2009) y El gigante enterrado (2015).

Por eso, todos sus libros son de innegable calidad; al contrario de otros escritores, incluso de gran talento, aquí no existen obras precarias y obras maestras. Todas poseen una gran textura narrativa y pertenecen a la dimensión de la verdadera literatura, esa que perdurará mientras los humanos habitemos este planeta y que merecerá ser releída, una y otra vez, por diversas culturas y generaciones, porque serán clásicos para los lectores del mañana, como lo son para nosotros las obras de Homero, Shakespeare, Joyce, etcétera.

Ahora, Kazuo Ishiguro, con 65 años, continúa siendo un triunfador avasallante. Ha ganado el Premio Nobel de Literatura en el año 2017, lo que lo convierte en el tercer escritor nacido en Japón galardonado con este reconocimiento. El primero fue Yasunari Kawabata, en 1968, y el segundo es Kenzaburo Oé, en 1994, que sigue escribiendo. Los tres tienen semejanzas y diferencias, pero el “aire de familia” de sus obras es detectable, a pesar de que Ishiguro escribe en inglés. Tal vez la tradición cultural es tan heredable como los rasgos físicos y por esto en sus personajes y tramas, tan disímiles en la superficie, se vislumbran dos coordenadas estéticas que fueron bien sintetizadas por un dramaturgo del jōruri (teatro de marionetas) y por un filósofo que estudió la escuela zen. El primero es Chikamatsu, que dijo: “El arte es algo que está situado en el escaso margen que hay entre lo real y lo irreal”. El segundo es Daisetz T. Suzuki, quien en su extraordinario libro El zen y la cultura japonesa afirmó lo siguiente: “Cuando los sentimientos se expresan con demasiada claridad, no queda sitio para lo desconocido, y es desde lo desconocido desde donde parte el arte japonés”.

Sin embargo, Ishiguro ha referido que sus influencias literarias provienen, en gran medida, de la tradición narrativa occidental. En su infancia y adolescencia descubrió la pasión por Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle, y esta presencia es central en la creación de su personaje Christopher Banks, protagonista de la novela Cuando fuimos huérfanos. En su formación académica conoció a fondo la literatura europea del siglo xix; sus autores favoritos son Charlotte Bronte, Fiódor Dostoyevski, Charles Dickens y Antón Chéjov. De hecho, con relación a los dos escritores rusos afirmó que Chéjov, gracias “a su estilo sobrio y preciso”, era una inspiración permanente en su estética, y que Dostoyevski, con su prolífica escritura “desordenada, desigual y brillantemente imperfecta”, lo había estimulado en sus más atrevidos experimentos literarios.

A Proust lo leyó por primera vez mientras preparaba su segunda novela, y aunque dice que solo acabó el primer tomo, Por el camino de Swann, de En busca del tiempo perdido, quedó fascinado con la voz de Marcel y aprendió que el orden de los sucesos novelísticos no es cronológico, sino que depende de la memoria emocional de los personajes y la evocación de los recuerdos. Lo anterior se concreta en la técnica narrativa del flashback, que es una de las características principales de todos los protagonistas de las obras de Ishiguro; aunque ya había comenzado a desarrollar este recurso narrativo desde la voz de Etsuko, la protagonista de Pálida luz en las colinas. Franz Kafka y Vladimir Nabokov han dejado huellas en su cuarta novela, Los inconsolables.

Además, ha referido admiración por los norteamericanos Mark Twain, Herman Melville, Edgar Allan Poe, Raymond Carver y Richard Ford. Así mismo, por los escritores ingleses de su generación: William Boyd, Ian McEwan, Martin Amis, Salman Rushdie, Graham Swift y Julian Barnes. Pero le ha enfatizado a Vorda que, aunque admira a Salman por su poderío descriptivo, su estilo “es la antítesis de Rushdie”. Esto se comprende en cuanto a la textura de una narrativa que usa las palabras de forma exuberante, detallada, explícita, poética, exótica (no en vano Rushdie se ha considerado heredero del realismo mágico de García Márquez), mientras que él dice, “me interesa la forma en que las palabras esconden el significado”.

Este comentario es fundamental para captar las intenciones estéticas del estilo ishiguriano: una narrativa elusiva, oblicua, que es más importante por lo que no dice que por lo que expresa, conformada por palabras simples, con ritmos lentos, ubicada en los paisajes de la cotidianidad humana, pero que deja entrever, en medio de los silencios de los diálogos o los gestos naturales de los personajes, otros planos simbólicos profundos, como el rumor de lava ardiente de volcanes antiguos y dormidos, en apariencia, que pueden despertar en cualquier instante.

Aunque la técnica de construir un mundo narrativo a partir de lo que se esconde ya había sido desarrollada en el cuento moderno por Hemingway, y su famosa “teoría del iceberg”, las intenciones de Ishiguro son un tanto diferentes, y esto lo hace explícito ante el crítico Swaim: “En el tiempo que escribí Pálida luz en las colinas estaba muy interesado en la técnica de usar huecos y espacios en la ficción para crear vacíos poderosos [...]. Es decir, ‘agujeros negros’ de información”.

Acá es cuando pienso que, de manera quizá más inconsciente, Ishiguro ha recibido también significativas influencias de la tradición cultural y literaria nipona. Él ha dicho que ya no puede comprender los caracteres kanji de la escritura japonesa y por eso ha leído a Natsume Soseki, Junichiro Tanizaki, Masuji Ibuse, Yukio Mishima, Yasunari Kawabata y Kenzaburo Oé en las traducciones inglesas. Incluso, ha confesado que más que sus escritores, lo marcaron las viejas películas de posguerra, cuyas imágenes en blanco y negro, de matronas corteses y silenciosas, le recordaron la forma de ser de su propia madre. La filmografía de Yasujiro Ozu y Mikio Naruse, ubicados en el género denominado Shomin-geki (dramas domésticos y familiares), son visibles en sus dos primeras novelas. No obstante, la estética narrativa de la obra de Kawabata tiene, a mi modo de ver, grandes similitudes con la creación literaria de Ishiguro. De hecho, la negación rotunda que hace de Kawabata, a Kelman, tiene un cierto tono de represión freudiana: “Lo encuentro terriblemente difícil [...]. No creo que realmente lo haya entendido”.

Tal vez no lo “ha entendido” porque sus sensibilidades son muy cercanas y nadie observa sus propios rasgos con diafanidad cuando pega el rostro en el espejo. El arte de “crear vacíos poderosos” en las tramas está presente en ambos autores y, en especial, “lo no dicho”, que tiene que ver en los dos casos con no hacer explícitos los sentimientos de melancolía que predominan en los personajes. Estos “agujeros negros” no son de “información”, sino de “conocimiento interior”, del “ser” de los protagonistas, y es aquí donde la herencia japonesa es más que una simple técnica literaria. En Ishiguro, como en Kawabata, se vislumbra con maestría narrativa la filosofía budista del sunyata japonés: un vacío que contiene al Ser y al no Ser, al Ser y a la Nada, un vacío de donde emergen todas las cosas del mundo.

La elusividad y calma chicha que conocemos, por ejemplo, en el viejo Ogata Shingo, de El rumor de la montaña (1949), y su crítica a la intrusión norteamericana en los valores japoneses tradicionales, recuerdan al anciano pintor Masuji Ono, de Un artista del mundo flotante. Mi condición de habitual lector de ambos me permite plantear que los vínculos estructurales y estilísticos entre los escritores son estrechos, y que no existe ningún otro autor, ni oriental ni occidental, que esté tan cercano al Ishiguro de sus primeras tres novelas. Aunque esta hipótesis no ha tenido refrendación en la crítica académica anglosajona, sí existe una sutil lectora que opina de manera similar y me siento entonces muy bien acompañado. Me refiero a Joyce Carol Oates, quien dijo que “su escritura elusiva tiene influencia de la obra del gran escritor Kawabata, y esta influencia le ha sido benéfica. En Ishiguro, como en Kawabata, lo explícito es raro”.

De hecho, su obra es muy diferente a la de otros autores japoneses, como, incluso, la del mismo Kenzaburo Oé (más influenciado por el humanismo rabelesiano, el existencialismo de Sartre y la terrible belleza oscura de Dante Alighieri y su Divina Comedia), o la de Mishima, hasta el punto que Kenzaburo dijo a Ishiguro, y él estuvo de acuerdo, que sus textos eran “una especie de antídoto de la imagen de Mishima”. Con esto se refería a que Mishima inventó la cultura japonesa que querían ver los occidentales, sufriendo del “orientalismo” que planteó Edward Said, mientras Kazuo desmonta los prejuicios y los clichés occidentales de una supuesta esencia japonesa, que oscilaba entre el militarismo samurái y la delicadeza de la estética de las flores y la nieve.

Ahora bien, las temáticas y la dimensión ética de sus personajes están muy alejados de Kawabata. Mientras en este último predomina el nihilismo de la existencia y la fascinación por la “belleza de la muerte”, las criaturas ishigurianas, a pesar de la dureza de la vida e impotencia ante las desalmadas y crueles fuerzas de las ideologías y los belicismos, tratan de tener una existencia respetable que contribuya al bienestar de los demás; y como refiere su personaje, la señorita Hemmings, de Cuando fuimos huérfanos, “cuando me case, habrá de ser con alguien que realmente aporte una contribución valiosa. Quiero decir, a la humanidad, a un mundo mejor”. En todas sus novelas existe el deseo de hacer lo mejor posible y combatir el mal del mundo. Esta dimensión moral de su universo literario la sintetizó su propio autor, cuando en la entrevista con Karen Grigsby expresó: “El hecho es que sí, todo se desvanece y muere, pero la gente encuentra la energía para crear pequeños bolsillos de felicidad y decencia mientras están aquí”.

En otro contexto, su obra aborda la compleja relación entre la memoria de los individuos, la manipulación de la historia y el olvido colectivo de los pueblos. El tema de la Segunda Guerra Mundial, el fascismo prebélico y la época de la posguerra atraviesan las historias particulares de los personajes, en especial en sus tres primeras novelas, y en la quinta. En todas ellas aparecen protagonistas que niegan su responsabilidad en la guerra, y para esto ha perfeccionado lo que denomina “un lenguaje del autoengaño”, en el cual los sofismas reemplazan los hechos de la realidad. Esta dimensión de su narrativa ha sido interpretada por los críticos dentro de la discusión de la metaficción posmoderna y poscolonial, de la denominada “posverdad”.

Ishiguro ha insistido, en su diálogo con Oé, en que él, por sus circunstancias, no ha tenido un rol social claro como escritor, pues “no era un inglés inglés, ni un japonés japonés”. Entonces, sintió que “sin sociedad o nación sobre la cual escribir o hablar, ninguna historia me pertenecía. Por eso creo que esto me impulsó a escribir de una manera más internacional”. Esa categoría de “escritor internacional” es esencial para entender la literatura de su autor. Pero su “internacionalismo” no debe ser confundido con la pseudonarrativa de la globalización banal: los best seller de literatura-basura que reproducen las imágenes y las creencias prefabricadas por las transnacionales. Los “no-lugares”, sin historia ni símbolos, que definió Marc Augé y que se clonan en la monótona paisajística tecnológica del capitalismo tardío. No, el “internacionalismo” de Ishiguro es la apropiación emocional y sincera de la condición de “ciudadano del mundo”, interesado en la recreación de lo local, que describe particularidades y que sabe, a la vez, que cada una de esas singularidades está atravesada por lo universal, al igual que la luz alcanza a reflejarse en las cavernas, pero no las disuelve.

Kazuo Ishiguro: Guía de viaje

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