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Prólogo

Prologar Kazuo Ishiguro: Guía de viaje, de Orlando Mejía Rivera, supone escribir un prólogo acerca de otro prólogo, porque esta guía de viaje es un vasto prólogo que glosa, uno por uno, todos los libros de Ishiguro.

En su libro Prólogos con un prólogo de prólogos, con su ingenio habitual, Borges comenta: “Creo innecesario aclarar que prólogo de prólogos no es una locución hebrea superlativa a la manera del Cantar de los Cantares, Noche de las noches o Rey de Reyes”. Y continúa: “El prólogo, en la triste mayoría de los casos, linda con la oratoria de sobremesa o con los panegíricos fúnebres y abunda en hipérboles irresponsables, que la lectura incrédula acepta como convenciones del género”. Para finalizar diciendo: “El prólogo, cuando son propicios los astros, no es una forma subalterna del brindis; es una especie lateral de la crítica”.

Alertados por Borges de estos peligros, podemos decir que Orlando no incurre en ellos. Lejos de la apología hueca, esta introducción a la obra de Kazuo Ishiguro funciona como un puente que despierta el interés en el autor reseñado y aporta información valiosa sobre su viaje literario.

Orlando lee con ojos de escritor y desmenuza la trama manifiesta y la trama secreta de los distintos niveles de los textos. Nos orienta a través de los meandros de una obra con múltiples niveles de lectura sin intentar simplificaciones que reducirían su complejidad. Como dice el crítico Cyril Connolly, citado por Orlando, “la literatura es el arte de escribir algo que se leerá dos veces”.

Para ello, Orlando, además, ha reunido un nutrido aparato crítico que ilustra la repercusión que tuvo cada libro en el público y la crítica.

Algunos de los temas desarrollados a partir de la obra de Ishiguro me han convocado particularmente.

Orlando comienza esta guía diciendo: “Hace veintisiete años cayó en mis manos la edición londinense de The Remains of the Day”. Nos cuenta esta escena, literal y literaria, como si una mujer hubiera caído en sus brazos. Estaba buscando un libro, en un estante alto de una librería, cuando accidentalmente Ishiguro llegó desde las alturas. Este hallazgo, que parece signado por el destino, o por la intervención de alguna divinidad, le da un carácter mágico; es una suerte de mito fundacional de la relación entre el autor y el lector.

Creo que como lectores tenemos unos pocos encuentros cruciales, escasos como nuestros amores. Hay libros que ponen en palabras lo que siempre quisimos decir, que sacuden estructuras anquilosadas, que nos abren los ojos, que nos dejan perplejos, que, como quería Kafka, funcionan como hachas que rompen los mares helados que la rutina ha petrificado dentro de nosotros. Estas lecturas ponen en juego nuestra subjetividad.

Leer es una forma de unión amorosa. La vida de los libros depende de los lectores. Leer es como rehidratar un alimento desecado, revivir las inmortales letras de los buenos libros, inevitablemente muertas hasta que no posamos nuestros ojos en ellas. Tal parece haber sido el encuentro entre Orlando y la obra de Kazuo Ishiguro.

Orlando hace un interesante recorrido por el tema de la elipsis en la escritura de Ishiguro. Su inclinación por lo elusivo, lo que no se deja atrapar y que, por ese motivo, no se cristaliza en un significado unívoco, sino que sigue deslizándose inaprehensible, es un tópico clásico de la cultura japonesa. Orlando cita al dramaturgo Chikamatsu: “El arte es algo que está situado en el escaso margen que hay entre lo real y lo irreal”. Y a Daisetz T. Suzuki, que en su libro El zen y la cultura japonesa afirmó lo siguiente: “Cuando los sentimientos se expresan con demasiada claridad, no queda sitio para lo desconocido, y es desde lo desconocido desde donde parte el arte japonés”.

La elipsis nipona es diferente a sus equivalentes occidentales: la famosa teoría del iceberg, desarrollada por Hemingway, y los cráteres de información, que deja Faulkner en sus novelas. Debo confesar que ninguna de esas estrategias literarias me satisface. Cuando leo a Hemingway disfruto de su prosa y trama, pero, en general, no detecto la parte sumergida del iceberg. Con Faulkner me pasa algo similar, me gusta la complejidad y riqueza de su prosa, por momentos me parece insuperable, pero esos cráteres de información me dejan fuera de situaciones claves de la trama.

En cambio, el tipo de elipsis que asocio con la delicadeza propia de los japoneses para exponer sus sentimientos me resulta natural en Kawabata o Ishiguro.

Orlando sostiene que, a pesar de escribir en inglés, Ishiguro se mantiene dentro de la tradición cultural japonesa. Comenta que Ishiguro admiraba a Salman Rushdie, pero que el estilo explícito, exuberante y detallado del indio era su antítesis. Ishiguro dice: “me interesa la forma en que las palabras esconden el significado”.

Aunque Ishiguro comente que encuentra a Kawabata “terriblemente difícil […]. No creo que realmente lo haya entendido”, Orlando observa grandes similitudes entre ambas escrituras:

Tal vez no lo “ha entendido” porque sus sensibilidades son muy cercanas y nadie observa sus propios rasgos con diafanidad cuando pega el rostro en el espejo. El arte de “crear vacíos poderosos” en las tramas está presente en ambos autores y, en especial, “lo no dicho”, que tiene que ver en los dos casos con no hacer explícitos los sentimientos de melancolía que predominan en los personajes. Estos “agujeros negros” no son de “información” sino de “conocimiento interior”, del “ser” de los protagonistas y aquí es donde la herencia japonesa es más que una simple técnica literaria.

Sin embargo, respecto del tema de los sentimientos, Orlando rescata un comentario de Ishiguro a un periodista: “No me interesaban los hechos concretos. El foco está en otro lugar. En la agitación emocional”. Y destaca de la novela Los inconsolables:

La novela aborda, como el pegamento de un rompecabezas, una temática persistente en la totalidad de las obras de Ishiguro: los traumas y las heridas emocionales no curadas de la infancia y su lastre en la vida adulta. La tragedia de Ryder, que esconde su tristeza acumulada desde la niñez, es que sus padres nunca han querido ir a verlo tocar en un concierto.

Otro asunto que me llamó la atención es la posición bicéfala de Ishiguro, que Orlando desgrana a lo largo de todo el ensayo. Nacido en Japón —nada menos que en Nagasaki—, Ishiguro vive desde los cinco años en Inglaterra y, finalmente, solicita la nacionalidad inglesa. A caballo entre naciones con culturas tan diferentes, un japonés que escribe como japonés, pero en inglés, y que ambienta sus libros en los dos países. A la vez se notan ciertas coincidencias entre estos pueblos: la dificultad para expresar los sentimientos y la voluntad imperial.

En Cuando fuimos huérfanos, novela de 2000, asistimos al siguiente diálogo entre un inglés y un japonés:

—Un hombre cultivado como usted, coronel —comenté—, debe de lamentar mucho todo esto. Me refiero a la carnicería causada por la invasión de China por parte de su ejército. Temí que lo que acababa de decirle pudiera enfurecerle, pero él sonrió con calma y dijo: —Es lamentable, estoy de acuerdo. Pero si Japón ha de convertirse en una gran nación, como la suya, señor Banks, ha sido algo necesario. Lo mismo que un día lo fue para Inglaterra.

Mención aparte merecen sus documentadas y exhaustivas notas acerca de la clonación, en un vasto recorrido de obras de ciencia ficción que introduce su comentario acerca de Nunca me abandones, definida por Orlando como una ucronía distópica o mundo alternativo, ubicada en una Inglaterra que ha desarrollado la clonación humana, con todas las consecuencias éticas y sociológicas que supone esta tecnología.

Finalmente, creo que el anhelo de nuestro guía en este viaje por la literatura de Ishiguro se ha visto cumplido. El libro despierta nuestro entusiasmo por una obra a la que Orlando le atribuye la cualidad de tener la profundidad mental y cultural de cada lector. “Por eso, para cultos o incultos, hay diversión y reflexión”.

Carlos Chernov

Puerto Vallarta, México

Kazuo Ishiguro: Guía de viaje

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