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Pálida luz en las colinas (1982)

Viajero: Entraremos a una Nagasaki de postal amarillenta, con las huellas frescas y lacerantes de la guerra. El paisaje es espectral y apocalíptico: las ruinas arquitectónicas, la aridez radiactiva de la tierra, el olor de la sangre coagulada en el aire. Los sobrevivientes deambulan sonámbulos, con sus recuerdos cargados como fardos de hierro. Pero el espíritu milenario del gran Basho y su vagabundeo continúa presente: la lluvia lavará las heridas, la frágil flor de la nazuna resurgirá entre las piedras calcinadas, el verde de los montes cubrirá los caminos de lodo y los troncos mutilados. Las aves y los niños harán olvidar el lamento angustiado de setenta mil muertes simultáneas. La belleza simple de un solo haikú sepultará los discursos del odio y del resentimiento.

Su primera novela, titulada Pálida luz en las colinas, recrea la historia de Etsuko, una mujer japonesa viuda, cercana a los cincuenta años, que vive sola en la campiña inglesa, cuya hija mayor, Keiko, se ha suicidado al ahorcarse en su habitación de Manchester y su hija menor, Niki, la visita durante algunos días. La primera fue hija de su marido japonés Jiro, a quien suponemos que abandonó, y la segunda es el retoño de su esposo inglés de apellido Sheringham, de quien lo único que conocemos es que fue un periodista y escribía artículos sobre Japón, pero no había captado la profundidad de su cultura.

La protagonista evoca los años de su pasado japonés, mientras trata de comunicarse en su presente, a finales de los años setenta, con Niki, pero ambas están reacias a profundizar en sus sentimientos ante el suicidio de Keiko, pues la hermana no fue al entierro en retaliación a que ella no había asistido al de su padre. La atmósfera de culpabilidad penetra la trama; un símbolo espacial de esto es el cuarto de Keiko, que permanece idéntico a como lo dejó seis años antes de irse de la casa. La represión de Etsuko se manifiesta en la incapacidad de confrontar los posibles motivos del suicidio, pero sí es clara en negar los prejuicios sociales que le atribuyen un origen étnico: “Los ingleses son muy dados a pensar que en nuestra raza el suicidio es algo instintivo, como si no fuese necesario dar más explicaciones; por eso, lo único que contaron fue que era japonesa y que se había ahorcado en su habitación”.

En realidad, el peso de la trama está en las evocaciones que hace la protagonista de su vida en la Nagasaki de la posguerra, a comienzos de los cincuenta, cuando vivía en una ciudad que todavía estaba devastada por los efectos de la bomba atómica, en donde los sobrevivientes intentaban recuperar el sentido de sus existencias, con la presencia imponente de los americanos victoriosos, la tensión entre las viejas generaciones apegadas a sus tradiciones y los jóvenes influenciados por la cultura invasora, que demostraban su desprecio por las costumbres antiguas: el respeto a los mayores, la gratitud, la cortesía.

Etsuko está embarazada, vive con su ocupado y hosco marido Jiro, que es ejecutivo de una empresa, y es visitada por su suegro Ogata-san, profesor jubilado que la recogió, huérfana, en su casa luego del fin de la guerra. La pareja habita un lúgubre complejo de edificios a las afueras de la ciudad, rodeado de una tierra árida y un sucio riachuelo que todavía muestra las huellas de los cráteres de la bomba. Era un lugar feo y desapacible donde, según ella, “se respiraba un inconfundible aire de transitoriedad, como si todos esperásemos el día en que pudiéramos mudarnos a un sitio mejor”. Allí conoce a las enigmáticas Sachiko y su hija Mariko, quienes se pasan a vivir a una vieja casucha, solitaria, que continúa en pie y que debió pertenecer a la aldea que fue aniquilada por la guerra. La vivienda no tiene luz ni agua. Sachiko es una mujer altiva y se convierte en la mejor amiga de Etsuko. Esta relación abre la obra a una dimensión intertextual y fantástica diferente.

Sachiko está enamorada de un militar de la marina norteamericana, llamado Frank, y aguarda, en medio de sus afugias, a que cumpla la promesa de casarse con ella y las lleve a las dos a América. En varias ocasiones le queda mal; se gasta el dinero, que ella logra reunir trabajando como mucama, en licor y prostitutas, y Sachiko lo exculpa y vuelve a creer en una nueva promesa que jamás se cumple. Mientras tanto, Mariko, enigmática niña de diez años, cuasi abandonada por su madre, deambula por esos parajes; solo se relaciona con unos gatitos que ama y cuida. La niña es perseguida, o ella lo cree, por una mujer que la invita a que la siga; luego sabremos que puede ser una “alucinación”, o el “fantasma” de una mujer que Mariko vio que ahogaba a su hijo recién nacido en Tokio. Después, la mujer huyó y se ahorcó.

La situación de Sachiko es un clara recreación paródica de Madame Butterfly, de Puccini (o tal vez de la novela que le dio origen; me refiero a Madame Crisanteme [1888] de Pierre Loti), y la historia de su hija Mariko hace pensar en la ambigua atmósfera de Otra vuelta de tuerca de Henry James, pues los lectores nunca estamos seguros de si la aparición de esa mujer es debida al profundo trauma psicológico que sufrió la niña o en realidad es una presencia sobrenatural. Esta mujer espectral que persigue a Mariko, y la insinuación al fantasma de Keiko que parecen percibir Etsuko y Niki en su cuarto, pertenecen a la tradición de los sutiles yūrei del folclor y la antigua literatura nipona. Los cuentos de suicidas que se tornan fantasmas, que acosan de noche a sus víctimas elegidas, pero no pueden hacerles daño, sino que tratan de que ellas mismas se suiciden, proviene de la denominada “literatura de leyendas”, cuyo precursor fue el monje budista Kyokai con el Nihon Ryōiki, en el siglo viii, y que luego produjo el subgénero denominado kaidan, que son historias de fantasmas que generaron obras famosas como el Shokoku Hyaku Monogatari (1677), el Seiban Kaidan Jikki (1754) y el Ugetsu Monogatari (1776) de Akinari Ueda, cuyas versiones infantiles pudo conocer, sin duda, el niño Ishiguro en Nagasaki, recreadas por su abuelo.

Incluso, McGrath ahonda en esta dimensión fantástica de la obra y plantea que la evidente ambigüedad que tienen Sachiko y Etsuko ante la maternidad proviene de la presencia implícita de una deidad mítica de origen budista: Kishimo, la guardiana y devoradora de niños. De acuerdo con la leyenda, al conocer a Buda ella dejó de comerse a los niños y se transformó en su guardiana, pero, de vez en cuando, el deseo devorador vuelve. En este plano, las dos amigas son una fusión simbólica de la diosa, y aunque Sachiko es la mala madre y Etsuko la trata de proteger, Mariko les tiene miedo porque presiente lo que las dos significan. De hecho, el último encuentro que tiene Etsuko con Mariko es muy perturbador, pues ella la busca cerca del río, mientras la niña corre desesperada porque su mamá le ahogó los gatos, y al encontrarla ve con terror que “una cuerda” está enredada en la sandalia de Etusuko. La niña huye en medio de la noche.

Ahora bien, la novela permite otras interpretaciones de ese nexo clave entre estos personajes. Una explicación psicológica podría hacer dudar de la existencia real de Sachiko y Mariko, pues de alguna manera el profundo trauma abierto de la culpabilidad de Etsuko frente al suicidio de su hija la pudo llevar a la construcción de falsos recuerdos, y a proyectar en ellas su responsabilidad, pues le había dicho a Niki que Keiko jamás pudo ser feliz en Inglaterra y que en su infancia en Japón había sido una niña tranquila.

Esta opción analítica no es descabellada, por dos fragmentos específicos de la novela. En una parte Etsuko advierte: “Es posible que con el paso de los años mis recuerdos hayan perdido nitidez, que las cosas no sucedieran tal como me vienen ahora a la memoria”. El otro episodio es muy significativo, pues cuando Niki le pregunta por el valor de una vieja foto guardada, de un calendario, ella le responde: “—El calendario que te he dado esta mañana –dije–, es una vista del puerto de Nagasaki. —¿Y qué tuvo de especial? –dijo Niki. —¡Ah!, nada de especial. Solo ha sido un recuerdo, eso es todo. Keiko fue muy feliz aquel día. Nos subimos al teleférico”. En realidad, los lectores sabemos que eso no es cierto y que en ese paseo quien fue feliz por única vez fue Mariko; Keiko no había nacido aún.

Aunque es la dimensión realista de la novela la que ha predominado en sus lectores y críticos. Por un lado, la historia familiar y cotidiana de Etsuko, su marido y su suegro, la obvia discriminación y maltrato psicológico por parte de Jiro, los amigos que se quejan de la falta de sumisión de sus mujeres, entre otras, son las tramas estructurales de la obra donde los críticos han visto la influencia del cine de Yasujiro Ozu (1903-1963) y el género denominado Shomin-geki, que significa los dramas familiares de la gente común. Taketomi ha puntualizado que escenas como la de Jiro y los amigos embriagados que llegan a su casa una noche son recreaciones de la película Soshun (Primavera precoz, 1956), los amables vínculos entre Etsuko y Ogata rememoran a Tokyo Monogatari (Cuentos de Tokio, 1953) y el personaje de Mariko le debe bastante a Ohayo (Buenos días, 1959).

Sin embargo, más importante que lo anterior es que a través del cine de Ozu, Ishiguro ha escrito una novela que se inscribe en una categoría estética de la tradición literaria japonesa y que se denomina mono no aware. Este término, que tiene que ver con la sensibilidad por las cosas y la empatía emocional con los demás, fue acuñado y definido en un contexto literario por el crítico Motori Noringa (1730-1801), al interpretar el clásico libro Genji Monogatari (Historia de Genji) del siglo xi, escrito por Murasaki Shikibu, quien ha sido comparada con Proust. Noringa, introductor del sintoísmo en la exégesis literaria, expresó:

La poesía o la novela no se ocupa del bien o del mal, de la sabiduría o la estupidez. Tan solo describe con detalle lo que el ser humano siente en su corazón y de esa descripción los demás aprendemos cómo es el interior de las personas [...]. Es a través de una obra literaria que comprendemos cómo son los sentimientos humanos, comprendemos qué es mono no aware.

El énfasis en Pálida luz en las colinas está puesto en los sentimientos de Etsuko, en las profundas emociones que le genera su culpabilidad y también en la nostalgia del Japón de su juventud. Corrobora lo anterior lo que Ishiguro le dice a Mason: “No me interesaban los hechos concretos. El foco está en otro lugar. En la agitación emocional”. Lo cual no significa que no aparezca en la novela el eco de ese trágico momento histórico que se vivió. A los sobrevivientes de la bomba atómica la guerra los empobreció, los desubicó, les modificó sus condiciones sociales previas. Sachiko quedó viuda, Etsuko huérfana, la señora Fujiwara, de alta clase social, perdió a su marido y a cuatro hijos y subsiste gracias a que dirige un modesto restaurante. Cuando Ogata-san le recuerda a Etsuko que ella tocaba muy bien el violín, y ella dice haberlo olvidado, él replica: “Estabas muy desquiciada, lo cual no era nada sorprendente. Todos estábamos desquiciados, todos los que sobrevivimos”.

Por eso es tan importante, en medio de la desazón y melancolía de los sobrevivientes, el optimismo de la señora Fujiwara, quien refiere que se debe olvidar el pasado y construir un nuevo futuro. Este personaje no es irónico; en mi concepto simboliza la extraordinaria capacidad de resiliencia que tuvo Japón para recuperarse de su trágica derrota. De hecho, en el famoso paseo que Sachiko, Mariko y Etsuko realizaron a la región campestre de Inasa, esta última refiere que:

Permanecimos allí sentadas durante un rato, disfrutando de la brisa mientras recuperábamos el aliento. Entonces dije: —Se diría que aquí nunca ha pasado nada, ¿verdad? ¡Todo parece tan lleno de vida! Sin embargo, aquella zona de allá abajo —con la mano señalé el paisaje que se veía a nuestros pies—, toda aquella zona quedó totalmente destrozada cuando cayó la bomba. Y mira ahora. Sachiko asintió con la cabeza, después sonrió volviéndose hacia mí. —Hoy te veo tan alegre —dijo. —Es tan reconfortante estar aquí. Hoy he decidido que voy a ser optimista. Estoy dispuesta a tener un futuro feliz. La señora Fujiwara siempre me dice lo importante que es mirar hacia adelante. Y tiene toda la razón. Si no fuera así, ¿quién habría levantado todo esto? —volví a señalar el paisaje—. Todo esto seguiría siendo ruinas.

Pareciera decirnos Etsuko, o tal vez Ishiguro, que la naturaleza no es tan fácil de destruir por la ferocidad y la locura humana, que al final reinará ella sin nosotros y que a lo mejor nos extinguiremos y la tierra perdurará. Por último, el otro conflicto colectivo que se vislumbra en la novela es el irrespeto con los viejos, señalados, entre muecas y miradas furtivas, por las nuevas generaciones de japoneses que los responsabilizan de haber conducido el país a la guerra y a la destrucción, por la locura imperialista. Esto está representado en el artículo que escribe un discípulo de Ogata-san, el joven Shigeo Matsuda, amigo de Jiro, contra él y otro docente llamado el “doctor Endo”. Allí dice que el único aporte que hicieron fue “jubilarse”, y los acusa de contribuir a la locura militarista del país que desembocó en la guerra. Ogata se cansa de pedir a Jiro que escriba a Shigeo y le exija una disculpa pública. Entonces, va en su búsqueda y lo confronta. Pero él se reafirma y le dice que

Kazuo Ishiguro: Guía de viaje

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