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MAMÁ

“Aquí tienes a la sierva del Señor.

Que él haga conmigo como me has dicho.”

Evangelio según San Lucas 1:38

Mi madre, a quien sentí por primera vez en aquel universo acuático que compartiéramos durante nueve meses, se fue un día a otro universo sin decirme adiós. Ella estaba muy lejos, y yo muy enfermo, la excusa perfecta para no ver el rigor mortis que se instaló en su rostro luego que su alma dejara este mundo y así no tener que aceptar su muerte. Por eso cuando pienso en ella aún la siento cerca, muy cerca, como una presencia etérea y casi angelical que pareciera no querer irse nunca de mi lado. Sus pequeños ojos hundidos, que enmarcaban una mirada lánguida y melancólica, aún se me aparecen de vez en cuando, durante el día o en mis largas noches de insomnio. Allí ella se acerca y me acaricia el pelo, como solía hacerlo, y me dice que me quiere, algo que nunca me dijo, quizás por vergüenza, o quizás porque nunca nadie le había enseñado la gramática del amor.

Mamá había nacido en una gran ciudad. Hija de una pareja de inmigrantes sicilianos llegados al país a principios del siglo veinte, era la sexta en una familia de nueve, seis hombres y tres mujeres. Su padre trabajaba en el ferrocarril, que por aquel entonces pertenecía a una empresa británica. Tenía un puesto de supervisor y por lo tanto percibía un sueldo que le permitía mantener a su familia por encima del nivel de pobreza. El pan no sobraba, pero tampoco faltaba. Según mamá, el “nono” era un hombre derecho, de palabra, trabajador y responsable, que quería mucho a su familia, especialmente a sus hijas, a quienes todos los domingos llevaba de paseo por avenidas bordeadas de árboles y atravesadas por vías de tranvías. Allí mamá disfrutaba de una de las pocas cosas que su condición de niña humilde le permitía -un helado y una caminata con sus hermanas y su padre - y se llenaba los ojos de ciudad, de gente, de movimiento, de colores, de gustos, de fragancias, cosas que un día echaría de menos.

Dos de sus hermanos habían muerto prematuramente. Yo nunca los conocí. Mamá solía contármelo con ojos tristes, con los mismos con los que un día me contó lo de mi hermano Omar, que murió cuando tenía solo 19 días, y de lo que me enteré circunstancialmente cuando encontré en el galpón de casa - una precaria construcción ubicada en el patio exterior y en donde se amontonaban cosas fuera de uso o inservibles - una placa llena de polvo con su nombre grabado en ella. —¿Quién es este Omar? —pregunté. Y ahí me relató la historia. Yo tendría por entonces ocho años y nunca había escuchado de él.

Omar había nacido “enfermito”, decía ella. Desde que se lo trajeron de la sala de recién nacidos se dio cuenta que algo no estaba bien. Casi no lloraba y eso era porque no tenía hambre. No quería vivir. Sus ojitos estaban siempre cerrados y cuando los abría era como que no había nada del otro lado. Nació para morir prematuramente. Ese fue su destino de ser humano. Lo velaron en la casa de mi abuela, quien invitó a las lloronas del barrio para acompañar a mis padres en tan difícil situación. Y en el momento de cerrar el pequeño ataúd, por encima de los Ave Marías de las penitentes, se escuchó el llanto apagado de mis padres tratando de contener la angustia y el desconsuelo de entregarle a la tierra el cuerpo inmaduro de su primer hijo varón. Los debería haber consolado el hecho de que luego vendrían cinco hijos más, cuatro varones y una mujer, pero ¿cómo saberlo entonces? (Antifaz, vos llegaste tarde, fuiste el último, y no te esperaban, pero aún así contribuiste al orgullo de tu padre, orgullo que un día le jugaría una mala pasada con su hija primogénita, quien se ofendió mucho, y con razón, de haber sido excluida del honor familiar, ella que tanto había hecho por ayudar a tus padres hasta el punto de convertirse en una segunda mamá. Muy injusto, Antifaz. Pero así es el patriarcado. Los privilegiados son los hombres. Las mujeres no cuentan).

Como toda mujer de ese tiempo, mamá no terminó la escuela primaria y se dedicó a ayudar a su madre a atender a las necesidades de la familia. Desde pequeña, la plancha, la escoba y la tabla de lavar fueron sus confidentes. A estos objetos inanimados mamá le contaba sus cuitas, y le revelaba sus sueños, entre ellos, la esperanza de que uno de esos días apareciera su príncipe azul y la sacara de esa vida de privación y de servicio a los varones de la familia. Y ese día llegó, y el príncipe se materializó en la persona de un pariente, un primo que vivía en otra ciudad. Recientemente he visto fotos de ese tiempo. Me parece mentira que ellos hayan sido mis padres. Tan jóvenes, radiantes, llenos de vida, con la inocencia propia del que no conoce el futuro (como vos, Antifaz, en la foto de tus doce…).

El noviazgo fue corto y mantenido epistolarmente. El hecho de ser primos no sorprendió a nadie en la comunidad siciliana, pero así y todo algunos dijeron que se trataba casi de una relación incestuosa. No obstante, el matrimonio se concretó. Se casaron en una de las iglesias de la ciudad de los tranvías, ciudad que de grande llegué a amar. Su boda fue maravillosa. Un carruaje con caballos blancos vino a recogerlos a la casa de los abuelos. El “nono”, vestido con un elegante traje negro, sombrero y polainas, los acompañó hasta la puerta y los besó en la mejilla a la usanza siciliana. Más tarde, en la iglesia, entregaría a su hija predilecta al cuidado de su nuevo dueño, mi padre (Así eran las cosas en esos días, Antifaz…)

Después del casamiento se mudaron enseguida a la ciudad de papá, que por aquel entonces no era más que un pequeño pueblo de campesinos, artesanos, militares, curas y algunas personas ligadas al negocio agropecuario. El ruido de los tranvías en la calle fue reemplazado por el mugir aburrido de las vacas y el balido irritante de las ovejas, algo que deprimió a mi madre terriblemente. Pero no hubo forma de volver hacia atrás las agujas del destino. Allí mamá, cual barrilete atado a un árbol, voló bajito, se quedó el resto de su vida pegada a la familia, a sus obligaciones de esposa y de madre. De vez en cuando esbozaba una queja, que yo como niño no llegaba a entender. Decía que hubiese querido tener una vida diferente, haberse casado quizás con alguien que amara la vida ciudadana, pero ya era demasiado tarde. Estaba atrapada en una madeja de sentimientos y obligaciones, limitada por su sexo y su predicamento. Yo siempre supe que vivía en ella un canario al que nunca se le permitió cantar. Por eso mamá cantaba. Cantaba himnos y canciones populares, tarareaba melodías de Schubert -sin saberlo, por supuesto- y viejas canciones sicilianas que le enseñara su padre. De ella aprendí que la música es terapéutica, que sana, que da fuerzas para enfrentar lo que es aparentemente irremediable.

Tiempo atrás, cuando en mi sediento deambular teológico Dios dejó de ser el Padre riguroso, inflexible, y legalista que me legara la tradición, mamá ocupó su lugar. Y Dios asumió características maternales. Lo comencé a imaginar como a mamá, en la cocina, transformando lo crudo en alimento digerible, cantando, cebándome un mate. Comencé a sentir a los dos como una sola entidad que daba significado a mi vida. Y aquella pequeña siciliana de los ojos marrones y hundidos se instaló para siempre en aquel otro universo que algunos llaman cielo, en compañía de tantas otras madres que desde allí velan por sus hijos e hijas que aún continúan prisioneros de sus cuerpos planetarios. Y un día -quizás- entre nubes de algodón y alas de ángeles -quién sabe- habrá un reencuentro. Este será directo, como el primero, cuando yo fui un polizón en su trajinada placenta de madre. Y no habrá necesidad de palabras, porque, aunque parezca contradictorio, en el cielo, donde está el Verbo Divino, no se habla, solo se siente.

Antifaz negro

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