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INTRODUCCIÓN

Me llamo Pedro, y quiero contarles la historia de mi familia. Nací y crecí en una ciudad de la provincia de Buenos Aires, Argentina, en los años cincuenta, cuando tratábamos de entender quiénes éramos como país (todavía lo estamos haciendo… sin mucha suerte). En aquel tiempo nuestra sociedad gambeteaba el futuro entre opciones opuestas e irreconciliables: ser militar o democrático, radical o peronista, católico o protestante. Nada era gris, todo era blanco o negro. No había medias tintas.

Mi familia era protestante, o evangélica. Este no es un dato sorprendente puesto que el protestantismo llegó a la Argentina en el siglo XIX después de las invasiones inglesas y con los asentamientos escoceses y galeses en la Patagonia. Pero el tipo de protestantismo en el que yo me crie había venido de los Estados Unidos a principios del siglo XX, haciéndose notar significativamente después de la segunda guerra mundial como consecuencia de un agresivo programa de neo colonización por parte de ese país que utilizó a los misioneros como sus agentes inconscientes. Con los misioneros llegaron también las “bendiciones” del capitalismo: las empresas multinacionales, los armamentos bélicos, los préstamos de la banca internacional, y cosas más mundanas como el chicle, el blue jean y la música de rock, entre otras.

El protestantismo al que me refiero era de un conservadorismo teológico acérrimo, basado en una lectura literal de la Biblia a la que considerábamos nuestra única fuente de autoridad siguiendo aquella famosa máxima de Martin Lutero, sola escritura, sobre la cual la Reforma había construido todo su edificio ideológico. En ella encontrábamos argumentos y fuerzas para contrarrestar las burlas de una población mayoritariamente católico romana. Tratar de convencerlos de que sus santos, sus vírgenes, y su acatamiento a la autoridad papal eran una aberración teológica y una verdadera blasfemia contra Dios nos daba una gran satisfacción, pues nos hacía sentir justos y virtuosos. Yo crecí en este ambiente, al margen de la cultura religiosa oficial, con una especie de identidad sectaria de la que estaba a la vez avergonzado y orgulloso. Avergonzado como cuando me decían: “Si a vos la religión te prohibe bailar, fumar, tomar alcohol, tener relaciones sexuales, ¿para qué vivís?” Y orgulloso como aquella vez en la escuela secundaria cuando me llamaron a dar la lección—era sobre Egipto—y gracias a mi conocimiento del tema por haberlo leído en la Biblia, dejé a todos impresionadísimos, sobre todo al profesor, que me mandó a sentar diciéndome: “Ya está, es suficiente, tiene un diez.” Ese día mi marginalidad religiosa me catapultó a un protagonismo inesperado, similar al del patriarca José en Egipto.

Pero hay otro elemento en mi marginación y es el sentimiento de inferioridad que experimentara por el hecho de pertenecer a la clase de los artesanos, un grupo social que se ubicaba por encima de los pobres, pero un tanto por debajo de la clase media. Pertenecíamos a ella por obra y gracia de la profesión de mi padre, zapatero, un oficio muy común entre los inmigrantes italianos.

En mi ciudad había dos fronteras sociales, una natural, el arroyo; la otra artificial, las vías del tren. Ambas demarcaban el límite entre la civilización y la barbarie, como diría Sarmiento. Detrás del arroyo vivían los descendientes de los indios pampas, que habían habitado esta región en el siglo XIX. Detrás de las vías vivían los pobres, a los que llamábamos “negros”, pero que en realidad eran mestizos, gente del interior del país que hacían las tareas más denigrantes: basureros, barrenderos, camioneros, y otras profesiones similares. Entre estas dos barreras sociales y emocionales vivían los demás: ganaderos, estancieros, militares, profesionales, negociantes y artesanos. Arrastré esta doble marginación hasta que la gran urbe de Buenos Aires vino en mi auxilio ofreciéndome el piadoso anonimato de sus calles. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Primero quiero contarles qué sucedió el día en que me inventé a Antifaz Negro. Pero para eso van a tener que leer la primera historia.

Antifaz negro

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