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La vieja y los gatos (2013)

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Era común que me llevara mamá al Hospital Piñero, con esas amigdalitis propias de los chicos de los sesenta, que luego fueran operación de garganta, o por las primeras dosis de Sabin cuando no las aplicaban en la escuela. Caminando por Varela ya se me iban frunciendo las piernitas apenas veía el tejado naranja del hospital, creyendo que la vacuna sería una pichicata y no unas gotas en un terrón de azúcar.

Observaba el viejo mercado antes de cruzar Zuviría, y recordaba al pescadero que siempre me relataba cuando Gardel cantara para la gente en la puerta en los años treinta arriba de un carro, como Mario Lanza cuando interpretó al Gran Caruso.

Mamá revisaba en los quioscos la Radiolandia, y yo El Gráfico o la vieja revista El Ciclón, aquella impresa en papeles sepia.

Todavía estaban las vías del tranvía 83 -antes de los Leylands que iban desde Villa del Parque hasta Constitución-, el que nos llevaba hasta el Viejo Gasómetro de Avenida La Plata.

Cuando llegábamos al Piñero la veía, siempre harapienta y abrigada hasta en verano, mientras doña Tita me tironeaba la mano así la evitaba, algo que yo no quería…

Todos los gatos estaban a su alrededor, cada uno esperaba su turno para su plato de leche, y mi inocencia no entendía cuánta riqueza había en esa vieja, cuánto contraste con la indiferencia de la gente que pasaba por la esquina de Varela y Crisóstomo Álvarez.

Mi manito tironeaba la de mamá para quedarme, pero más podía su fuerza.

A media mañana, cuando salíamos, la viejecita ya no estaba y mi desazón crecía, los gatitos me miraban, a ver si se las traía de nuevo.

Nunca faltaba, hasta que un día no vino más y fueron despareciendo los felinos de a uno, adoptados por quién sabe.

Hubo otras viejas y otros gatos, pero treinta años después la recordaba a ella, en el pueblo, aquella mañana de domingo que fui a buscar a Julián, el único gatito del SAMCO de Sancti Spíritu, único pueblo cuyo hospital albergaba a un solo felino, y deseos ocultos de la infancia y de la adolescencia me invadieron, ya que papá no quería mascotas en casa, le bastaba con cuatro hijos cachorros, por eso mucho no duraban. Como César, un perrito fue a parar a casa de doña Rocha, la vecina y mamá del gordo Andrés, mi gran amigo de la infancia. O los dos patitos, sí, señores, patos, a los que habíamos bautizado junto a Daniel, mi hermano, como Ubaldo y Omar -por Fillol y Pastoriza-, al patio y jardín de otra señora. Y otro gatito que se fue nadie sabe dónde, la misma noche del 27 de octubre del 78, cuando me llevaron a Bahía Blanca por el conflicto del Beagle.

La vida es lo que recordamos de ella, decía Gabriel García Márquez, y puede ser una reminiscencia tan hermosa como patética. Los años cambiaron esa esquina, y he vuelto tantas veces al Hospital Piñero como tan pocas recuerdo a los gatitos, cachorros de una vida que no piden ni eligen, en un siglo tan cruento con tantos hombres y mujeres dispersos y abandonados en el mundo.

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