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CREACIÓN
EL LOGOS VIENE ANTES del ethos: primero tener fe y después vivir conforme a la fe. Pero es una fe que podemos entender hasta cierto punto. En esta primera parte sobre el logos cristiano o las verdades que hemos de creer, vamos a ver otras siete palabras o conceptos fundamentales de los aspectos que contienen la profesión de fe cristiana: Creación, Biblia, Alianza, Carne, Persona, Pascua e Iglesia. En el fondo, en estas siete palabras, vamos a resumir las principales verdades que confesamos en el credo, tal como iremos viendo. Eso sí, seguimos aquí un orden inductivo: de lo común y más fácil de creer, a realidades que requieren una fe más ilustrada. Iremos, pues, poco a poco.
1. ¿Es realmente importante esta verdad cristiana de la Creación? Esta crisis del coronavirus, ¿nos ha enseñado a mirar la naturaleza de un modo nuevo?
Sin duda vendrá bien recordar aquí la sentencia del papa Francisco: «Dios perdona siempre; los hombres, a veces; la naturaleza, nunca». Es lo que explicó en la encíclica Laudato si’, donde animaba a escuchar «el grito de la tierra y de los pobres». También el 22 de septiembre de 2011, Benedicto XVI pronunció un discurso en el Bundestag, la sede del parlamento alemán. El Partido Verde, de sensibilidad ecologista, pidió boicotear el acto por motivos ideológicos. Sin embargo, el mismo papa alemán se dirigió a ellos y los puso de ejemplo como aquellos que habían sido capaces de hacerse cargo de la importancia de la naturaleza, del verdadero peso de la realidad. A veces —continuaba— vivimos como en uno de esos «modernos edificios sin ventanas».
En efecto, tener en cuenta el medio ambiente supone ya abrir los ojos a la realidad que nos rodea. Es un primer paso. Sin embargo, añadía Benedicto XVI, el mejor modo de defender el medio ambiente es remitirlos a su origen: a la Creación «en el principio» (cfr. Gn 1, 1; Jn 1, 1). Esta referencia «al principio» de la naturaleza y de todas las cosas nos ofrece un refugio y una plataforma comunes, donde podemos cuidar el planeta y defendernos a nosotros mismos de cualquier agresión externa.
2. Pero ¿no es esto ya algo compartido con otros cristianos e incluso con otras religiones? ¿Es un punto de encuentro con los demás cristianos —ortodoxos, anglicanos, protestantes— y con creyentes de otras religiones: budistas, sintoístas, musulmanes, etc.?
1 En principio sí. El principio cristiano de la Creación nos habla de tres niveles al menos: la naturaleza y de lo que ahora se llama el «medio ambiente», con un lenguaje o una gramática propios inscritos en el propio ser, y que exigiría de nosotros una «ecología exterior»;
2 pero también hay una ecología interior, una «ecología humana» guiada por una «ley natural» interior a las personas «escrita en nuestros corazones», como decía san Pablo (Rm 2, 15), y que puede ser conocida y reconocida por todos gracias a la razón y la conciencia;
3 como consecuencia de lo anterior, las leyes humanas deben reconocer el valor de la naturaleza y de la misma ley natural, para que toda la humanidad y el planeta salgan ganando.
3. Pero estas verdades, ¿de dónde vienen? ¿Están en la Biblia?
Sí, en el primer versículo: «Bereshit Elohim: En el principio Dios creó el cielo y la tierra» (Gn 1, 1). ¿Qué significa esto? Veámoslo palabra por palabra:
—«En el principio…» tiene lugar una intervención de Dios en el mundo, que da origen a todas las cosas y a toda la naturaleza. Ocurrió antes del tiempo y de la historia humana. El mundo y la materia no son eternos. Dios “salió” de sí mismo, y crea el mundo por amor.
Es ese el comienzo de todo: el amor, la libertad y la sabiduría de Dios, y por eso el universo tiene sentido. Albert Einstein dijo que «Dios no juega a los dados», al referirse que existe una lógica, una gramática, un lenguaje, un sentido desde el origen. El mundo no puede proceder del caos, el azar o la casualidad.
—«…Dios creó…», es decir, el mundo tiene un origen personal en Dios, relatado con distintas imágenes. Es como un artista que crea con amor su obra de arte. Pero en esta no hay materia previa, sino que surge de la nada. No es, por tanto, un mundo eterno ni se ha creado a sí mismo. Por tener un origen personal —consciente y querido por Dios—, el universo no proviene sin más del caos o del azar —decíamos—, sino del amor y del conocimiento del Creador.
—«…Creó el cielo y la tierra». Junto a la totalidad del acto creador, aquí se expresa la diferencia entre el Creador y las criaturas, por lo que los cristianos rechazamos:
1 toda idolatría o adoración de cualquier criatura como el sol o la luna, las estrellas, un árbol o una montaña,
2 así como el panteísmo, es decir, confundir la naturaleza con un dios: pensar que la naturaleza está divinizada y que nosotros nos disolvemos en ella.
3 No existe tampoco una contraposición primigenia entre el bien y el mal, el espíritu y la materia, el yin y el yang, más propio de un sistema maniqueo. Dios creó «el cielo y la tierra» quiere decir que creó lo espiritual y lo material, y no el bien y el mal.
4. Sin embargo, la ciencia parece repetir que «en el principio fue el Big Bang», esa gran explosión originaria… O la misma evolución, ¿son compatibles con el principio de la creación?
Sí, el término Big Bang se utiliza para referirse al momento en el que se inició la expansión del universo. Tal vez fuera Dios quien “apretó ese botón”, o dejó que los acontecimientos discurrieran de un modo natural. Al ser una teoría extraordinariamente compleja, podríamos pensar que se da aquí una contraposición entre ciencia y religión. Sin embargo, no es así: por ejemplo, uno de sus principales artífices de esta teoría fue el sacerdote belga Georges Lemaître (amigo personal de Albert Einstein), quien entre 1927 y 1930 obtuvo las ecuaciones Friedman-Lemaître-Robertson-Walker y propuso la hipótesis que más tarde se denominó Big Bang.
No hay por tanto una contraposición entre fe y ciencia. Solo hace falta conciliarlas y entenderla cada una en su propio ámbito. Por ejemplo, el relato del Génesis contiene verdades religiosas, expresadas de un modo simbólico o poético. No es, por tanto, un libro de ciencia o de historia. En cualquier caso, podemos decir con seguridad que, en el origen, hubo un gran big bang de amor, orden y conocimiento, tal como narran las primeras páginas de la Biblia.
5. ¿Y qué dice la Biblia sobre el origen del hombre y de la mujer? Porque eso de que viniera del barro y de la costilla de Adán respectivamente, parece más bien un mito o una fábula…
La Biblia dice en primer lugar: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1, 26). El plural del verbo «hagamos» indica que interviene —suelen decir los biblistas— toda la Trinidad, tal como iremos viendo. Y cuando dice a «imagen y semejanza» de Dios, quiere decir que la persona humana es un «autorretrato de Dios»: Dios se mira en la Creación y, especialmente, en cada uno de nosotros, como si fuera en un espejo. Por eso hemos de respetar y procurar no oscurecer esa «imagen de Dios» que se encuentra en cada uno de nosotros y en el resto de la naturaleza.
Después afirma el libro del Génesis: «Hombre y mujer los creó» (Gn 1, 27), donde se expresa de manera clara la igualdad y la diferencia —al mismo tiempo— entre varón y mujer. Sobre esto no cabe la menor duda. La persona humana es además esencialmente corpórea y sexuada (esto presenta su importancia en el desarrollo y la felicidad de las personas), y existen dos sexos diferentes, según los biólogos. El género es también una construcción cultural, pero no suprime esta diferencia biológica.
Es cierto que la cultura puede influir en una u otra dirección, pero no consigue suprimir esta diferencia originaria, que constituye una riqueza complementaria entre ambos sexos. Así, Dios creó a Adán del barro (de adamah ‘barro’, como homo viene de humus), y le insufló un «aliento de vida» (Gn 2, 7), sopló sobre él. Barro y aliento, materia y espíritu: somos medio ángeles, medio animales, por así decir.
Eva por su parte proviene del «costado de Adán», por lo que queda clara la igualdad fundamental de la mujer y el hombre: «¡Esta sí que es de mi propia carne y de mis propios huesos!», exclama un fascinado Adán (Gn 2, 23). La Biblia emplea aquí un lenguaje poético, para que lo puedan entender todos los pueblos, todas las culturas, de todos los tiempos y lugares.
6. «¿Cómo ha creado Dios el universo?, pregunta el número 54 del Compendio. Dios ha creado el universo libremente con sabiduría y amor. El mundo no es el fruto de una necesidad, de un destino ciego o del azar. Dios crea “de la nada” (ex nihilo: 2M 7, 28) un mundo ordenado y bueno, que él transciende de modo infinito». ¿Nos podría explicar esto?
Sí, cómo no…: es esto un buen resumen de lo que acabamos de decir. Las consecuencias que podemos extraer de todo lo anterior, serían las siguientes:
a) Crear es dar el ser a partir de la nada, por lo que —una vez más— no hay una materia que sea eterna ni preexistente. Antes de la Creación, ¿qué había? Pues entonces no había sencillamente nada más que Dios. ¿Y la mencionada evolución? Como sabemos esta es posible siempre y cuando sea respetado este primer principio creador: Dios pudo crear el Big Bang o la evolución, la materia y la energía que con el tiempo darían lugar a toda vida y también a la vida humana.
b) La Creación es libre: es fruto del amor y la verdad, no del azar o la necesidad, decíamos. Dios no estaba obligado a crear: ha creado el mundo libremente, por amor, porque «sabía que nos iba a gustar», como decía Ronald Knox.
c) «Creó el universo con sabiduría y amor», que están en el origen de toda la realidad. Expliquemos ahora esto un poco mejor:
«…con sabiduría…»: la Creación tiene un sentido, un logos, una lógica, una gramática o un lenguaje interior, una verdad y un sentido. El Logos creador deja su huella en toda la realidad, que tiene impreso el propio logos: «Todas las cosas fueron hechas conforme a Él; y sin Él nada de lo que es hecho, fue hecho»: Jn 1, 3).
«…y con amor»: el mundo ha sido creado por un desbordamiento del amor de Dios, para que nosotros lo disfrutáramos. El origen del planeta y del universo entero es el amor, una vez más. Por eso tiene sentido, mucho sentido, que ha de ser respetado. No quedan por tanto justificadas la destrucción de la naturaleza o los llamados por el papa Francisco «pecados ecológicos», que puede traer consecuencias terribles para nosotros y las generaciones venideras.
7. La Creación es «un Big Bang de amor y sentido», podríamos decir. Así, resulta interesante que Dios crea también seres solo espirituales, como los ángeles. ¿Existen de verdad o es un cuento para niños?
Eso dice la Biblia: los ángeles y los demonios aparecen allí por todas partes. Son enviados, mensajeros de Dios y acompañantes de los seres humanos. «Los ángeles son criaturas puramente espirituales, incorpóreas, invisibles e inmortales; son seres personales dotados de inteligencia y voluntad», nos dice el número 60 del Compendio. La Escritura los llama a los ángeles «poderosos ejecutores de sus órdenes» (Sal 102, 20b), y tienen poderes especiales como la sutilidad y una inteligencia inmediata, la llamada intuición angélica. Son muy listos y muy superiores a nosotros. Sin embargo —y esto es lo paradójico—, están a nuestras órdenes, sirviéndonos como mensajeros, compañeros o «ángeles de la guarda». Al ser muy superior a nosotros, tener un ángel de la guarda es como tener a nuestro servicio al mismo presidente de los Estados Unidos…
Por contra, existe también «el lado oscuro», consecuencia de la libertad. Por su especial inteligencia, la elección inicial de los ángeles caídos fue instantánea, cuando unos se decidieron a servir a Dios capitaneados por el arcángel san Miguel, quien gritó: «¡Serviré!». Por el contrario, los actuales demonios prefirieron no servirlo y estar bajo las órdenes de Lucifer, el más hermoso de los ángeles (cfr. Apc 12, 7ss.), quien pronunció aquel «¡no serviré!» opuesto al de Miguel. Tal vez esta rebelión vino porque se negaron a adorar a un Dios encarnado… No lo sabemos pero así empezó el infierno.
8. ¿Pero qué quiere decir exactamente que la persona humana ha sido creada «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1, 26)?
Quiere decir que procede de una Creación amorosa, pues cada persona ha sido creada una a una: «Cada alma espiritual es creada directamente por Dios», dice el Catecismo (n.º 366). En palabras de un escritor francés, podríamos afirmar que «Dios solo sabe contar hasta uno», pues cada ser humano tiene un valor único e irrepetible. Dios dice: «Tú, y tú, y tú…», dándole a cada uno un valor especial. La verdad y el amor están desde el origen de toda la Creación y, como consecuencia, también de cada mujer y de cada hombre. Su origen no es el caos, el azar o la casualidad, sino un Big Bang de amor y sentido, decíamos.
La persona es también desde su origen verdad y amor, razón y relación, inteligencia y libertad, capaz de conocer y de amar. Por eso podríamos decir que, en cierto modo, es una «copia» de Dios. Su inteligencia es como un «chispazo del entendimiento divino» —decía san Josemaría— y su capacidad de amar es un destello del amor de Dios. «¿Qué queremos decir cuando hablamos de la ayuda de Dios?, preguntaba el escritor inglés C. S. Lewis. Queremos decir que Dios nos mete dentro un trocito de Sí mismo, por así decirlo. Él nos presta un poquito de su capacidad de razonar, y de ese modo pensamos; nos presta un poquito de su amor, y es como nos amamos los unos a los otros. Cuando se le enseña a un niño a escribir, se le guía la mano mientras él escribe las letras; es decir, escribe las letras porque vosotros las estáis formando. Nosotros amamos y razonamos porque Dios ama y razona, y nos sostiene la mano mientras escribimos».
9. Y el pecado original, ¿es leyenda o realidad?
El pecado original es una realidad evidente e inquietante. Chesterton decía con ironía que es difícil probar que pueda ser borrado, pero que resultaba una evidencia a todas luces su existencia, a juzgar tan solo por sus perversos efectos día a día. La maldad la podemos palpar todos los días, por desgracia, y esta tiene un origen no en un principio abstracto del mal sino en una concreción de este y de nuestra libertad en cada uno de nosotros. Existe dentro de nosotros esa tendencia a obrar el mal, lo mismo que el deseo de hacer el bien, y no solo simplemente «porque es lo correcto», como dicen en las películas. Con palabras un tanto duras, lo explicaba así el Compendio: «El hombre, tentado por el diablo, dejó apagarse en su corazón la confianza hacia su Creador y, desobedeciéndole, quiso “ser como Dios” (Gn 3, 5), sin Dios, y no según Dios. Así Adán y Eva perdieron inmediatamente, para sí y para todos sus descendientes, la gracia de la santidad y de la justicia originales» (Compendio, n.º 75).
El mal es por tanto hijo del diablo y de nuestra libertad. Pero no de Dios, a quien solemos echarle la culpa de todos los males. Él tan solo lo consiente, de un modo un tanto misterioso. Sin embargo, aunque no somos directamente culpables de ese primer pecado original de soberbia y desobediencia que cometieron Adán y Eva —no estábamos allí—, forma parte de la herencia que hemos recibido. Porque no solo somos lo que hacemos, sino también lo que hemos recibido —lo bueno y lo malo—, como los genes o el color de los ojos. Y el pecado original forma parte de esta inevitable herencia. Pero vayamos por partes y veamos cómo ocurrió lo que algunos han llamado «el lamentable incidente de la manzanita» o, dicho en titulares, «el manzanazo».
10. Sí, eso es: «¿Cuál era la condición original del hombre según el designio de Dios?», se pregunta el Compendio un poco antes.
Y responde: «Al crear al hombre y a la mujer, Dios les había dado una especial participación de la vida divina, en un estado de santidad y justicia. En este proyecto de Dios, el hombre no habría debido sufrir ni morir. Igualmente reinaba en el hombre una armonía perfecta consigo mismo, con el Creador, entre hombre y mujer, así como entre la primera pareja humana y toda la Creación» (Compendio, n.º 72). Es decir, había una armonía perfecta del ser humano con la naturaleza, consigo mismo, con los demás y con quien había creado todas las cosas. Eran relaciones armónicas. Así, «la santidad y la justicia» originales suponen una participación de la misma vida divina —éramos imágenes perfectas de Dios—, y esto explica lo que era el paraíso terrenal: ese «oasis» de armonía y belleza, donde se podía desarrollar ese primer estado de plenitud que tenía la condición humana.
Además, esa condición humana idílica —el estado de justicia original— estaba acompañada por unos «dones preternaturales» (esto es, más allá de los puramente naturales), como una ciencia inmensa sin necesidad de adquirirla, la integridad (o el equilibro pleno entre todas las potencias humanas), la impasibilidad y la inmortalidad: no podían ni morir ni experimentar dolor. Era casi como en los anuncios… No había además entonces concupiscencia o inclinación al mal, sino que se vivía en perfecta armonía con Dios y con la naturaleza. En efecto, no estábamos sujetos a la muerte y todo era perfecto. El paraíso, un mundo totalmente feliz.
11. Pero entonces vino el pecado original…
Sí, «el hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza en su Creador (cfr. Gn 3, 1-11)», dice el Catecismo aludiendo a la Biblia (n.º 397). Fue el primer pecado de soberbia y desobediencia —el primero de los pecados—, expresado en la palabra de Dios en su habitual lenguaje simbólico (árbol de la ciencia, fruto prohibido, serpiente, etc.). Ahora bien, ¿qué consecuencias se siguen de esta verdad?
a) Primero, en los efectos: en toda persona queda una semilla de discordia, y se rompe la armonía inicial entre Dios y nosotros, entre el hombre y la mujer, entre las personas entre sí, como podemos experimentar por desgracia a diario. Es el llamado estado de «naturaleza caída», por el que la imagen de Dios que había en cada persona se rompió, como si de un espejo se tratara: uno puede verse todavía en él, pero nuestra imagen está hecha añicos.
b) A pesar de todo y aunque imperfecta, queda esa huella inicial de Dios en cada uno. La naturaleza humana queda herida, pero no muerta o corrompida (como afirman los protestantes). Inducidos por esa inclinación al mal, realizamos una serie de actos libres dirigidos al mal que llamamos «pecados personales». Allí ya la responsabilidad es de cada uno, de cada una.
c) Así, ese primer pecado y los demás pecados personales fueron tales que «Dios se arrepintió de haber creado al hombre» (Gn 6, 6). Pero entonces Yahvé ofrece una promesa de salvación, presente ya desde ese primer pecado (Gn 3, 15), cuando concede no solo una «segunda oportunidad» sino que —como un buen padre— dará incluso más de lo que había dado en un primer momento. Al final salimos ganando, y por eso la Iglesia exclama de un modo paradójico felix culpa! («¡dichoso pecado!»), al ver que gracias a él el Padre envía a Jesucristo y al Espíritu. Ellos nos obtienen una situación todavía superior a la inicial. Pero no hagamos spoiler: de eso tendremos que hablar otro día.