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2.

BIBLIA

1. En paralelo con el primer versículo de la Biblia («En el principio, Dios creó el cielo y la tierra»), san Juan escribe al principio de su Evangelio: «En el principio era el Logos», el Verbo, la Palabra. Después de crear el mundo entero, Dios habla y mantiene una conversación con nosotros; tras la Creación, viene la Revelación de la palabra de Dios. ¿Pero qué revela Dios?

El Compendio del Catecismo responde con las siguientes palabras: «Dios, en su bondad y sabiduría, se revela al hombre. Por medio de acontecimientos y palabras, se revela a sí mismo y el designio de benevolencia que Él mismo ha preestablecido desde la eternidad en Cristo en favor de los hombres» (Compendio, n.º 6). Es decir, por medio de hechos y dichos, de «acontecimientos y palabras», Dios se da a conocer y nos cuenta a cada uno de nosotros al oído sus más íntimos secretos, sus más profundos misterios.

Es una confidencia, un manifestarse a nosotros que antes ha sido una Revelación pública, pues Yahvé habla a su pueblo, como iremos viendo. Dios se vela y se revela al mismo tiempo: se esconde y se manifiesta. Entra así en la historia y en mundo antes ha creado: no solo crea el mundo sino que habla y mantiene una conversación con toda la humanidad. Con esta «Revelación» podemos ver las cosas como Dios las ve.

2. ¿Para qué quiere Dios hablar, revelarse a sí mismo y dar a conocer las verdades que sirven para nuestra salvación?

«Para que todos lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2, 4), responde san Pablo. Dios quiso revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cfr. Ef 1, 9) y, sin embargo, esta Revelación no se da de golpe sino de modo progresivo, histórico, pedagógico, atendiendo a las circunstancias de las personas y de cada momento: «De muchos modos» y «en diversos momentos» (cfr. Hb 1, 1-12).

La Revelación es histórica y se va dando con el tiempo, a lo largo de la historia de un pueblo: el de Israel. No es una teoría abstracta sino un evento, un acontecimiento que se manifiesta en el tiempo y en la historia concretos. Por eso se da una historia de la salvación, una historia en que somos salvados, que va desde Abraham y los patriarcas, los profetas, el exilio y el éxodo en Egipto, las invasiones a las que es sometido el Pueblo escogido, hasta la venida de Jesucristo, plenitud de toda la Revelación, tal como iremos viendo.

3. ¿Por qué decimos que la Biblia es la palabra de Dios?

«En el principio era el Verbo» (Jn 1, 1), decía el primer versículo del evangelio de san Juan. El cristianismo no es, sin embargo, la religión del Libro, sino de la Persona de Jesucristo, de la Palabra hecha carne. Dios se ha servido de palabras humanas para anunciar su mensaje y la venida del Salvador. Todas estos textos forman la Biblia (‘conjunto de libros’) o Escritura, que explica y expresa esa Revelación divina en palabras humanas: «En la sagrada Escritura Dios ha hablado por medio de hombres y como hablan los hombres» (Dei Verbum 12), dice el Concilio Vaticano II.

Por tanto, la Revelación transciende la Escritura, al ser algo más amplio: Dios habla y esta Revelación aparece plasmada en una serie de libros que llamamos la Biblia, la Escritura. La Revelación es así más amplia que la Biblia. Dios además se sirve de una serie de personas que hacen accesible este mensaje al resto de las personas: son gente con carisma, en sentido estricto.

4. ¿Qué son los carismas?

«Los carismas son dones especiales del Espíritu Santo concedidos a cada uno para el bien de los hombres, para las necesidades del mundo y, en particular, para la edificación de la Iglesia, a cuyo magisterio compete el discernimiento sobre ellos», define el Compendio (n.º 160). Un carisma —en sentido estricto— es un don de Dios puesto al servicio de los demás. En lo que se refiere a la Revelación, podríamos decir que dos tipos de personas que reciben este carisma revelador y lo ponen al servicio de la comunidad.

En primer lugar, a) el carisma de profecía que detentan los profetas, quienes no son videntes ni adivinos sino «portavoces» de Dios. «Con el término “profetas” se entiende quienes fueron inspirados por el Espíritu Santo para hablar en nombre de Dios. La obra reveladora del Espíritu en las profecías del antiguo testamento halla su cumplimiento en la Revelación plena del misterio de Cristo en el nuevo testamento» (Compendio, n.º 140).

En segundo lugar, b) el carisma de inspiración, por el que uno puede afirmar que habla no en nombre propio sino en el de Dios. Existen sin embargo ciertas condiciones, pues que tenga a Dios por autor no impide que haya también verdaderos autores humanos. Por eso podríamos hablar de una «co-producción», con un autor principal y otro secundario; los textos sagrados habrían sido escritos por personas inspiradas por el Espíritu, llamados «hagiógrafos» (‘escritores de lo santo’), verdaderos autores e instrumentos de Dios para transmitir su voz.

5. Realicemos pues ahora una consideración teológica de la inspiración. ¿Cómo puede tener un texto dos autores?, nos podríamos preguntar. ¿Podríamos decir que el hagiógrafo o autor inspirado es un coautor o un “ghost writer” del Espíritu Santo?

La teología suele explicarlo con la doctrina de la causalidad instrumental, del mismo modo que podríamos decir que soy yo y la tiza quienes escribimos una frase en la pizarra, cada uno a su nivel, podríamos añadir. Así, escribir una frase coherente en la pizarra, es mérito del que escribe, pero requiere la colaboración de la tiza.

La acción se atribuye pues toda al agente principal y toda al instrumento, cada una en su debida proporción, decíamos. El autor o agente principal es Dios, y a Él es atribuido de modo principal el texto sagrado, mientras el hagiógrafo constituye un instrumento inteligente y libre (podríamos decir que es una “tiza libre”), al que le compete también la autoría de modo secundario.

6. Pero existen afirmaciones en la Biblia que no son falsas pero sí inexactas. ¿Cómo podríamos explicar esto?

Las Escrituras revelan solo la verdad necesaria para nuestra salvación, pero no otras cuestiones. Por eso podemos hablar de la veracidad de la Biblia: dice la verdad al ser Dios su autor principal (la credibilidad del mensaje viene principalmente por la credibilidad de la fuente, que es fiable) y por el contenido, pues enuncia una verdad que salva. No habla pues de ciencia o historia, por poner dos ejemplos conocidos: la Biblia no es un libro de ciencias naturales, biología o astrofísica. Narra los hechos como se presentan a los sentidos, y no de acuerdo con determinadas teorías o métodos de un determinado momento histórico.

Las teorías e hipótesis científicas pueden cambiar, mientras las verdades contenidas en la Revelación son atemporales, con un contenido religioso. Por eso la Biblia no emplea un lenguaje científico, necesariamente vinculado a un determinado momento histórico; sino un lenguaje narrativo, en ocasiones poético y simbólico, más universal, que remite siempre a las mismas verdades de contenido religioso a lo largo del tiempo.

Por ejemplo, veíamos cómo los pasajes del Génesis sobre la Creación nos hablan de

a) que Dios es el Creador de todo el universo;

b) que lo ha creado de la nada, y no de la materia preexistente;

c) que ese acto creador por parte de Dios constituye un acto libre, en el que solo le mueve el amor;

d) que al crear Dios establece una naturaleza de las cosas, por la que podemos decir que el mundo tiene un sentido, un lenguaje, una «gramática», un lenguaje, etc.

6. ¿Y por qué los protestantes tienen unos libros en la Biblia, y los católicos otros? ¿Quién determina cuáles son los libros inspirados y cuáles no?

Sí, los católicos tenemos algunos más, pues los protestantes rechazan los que no concuerdan tanto con sus enseñanzas. Lo primero que deberemos hacer es establecer cuáles son los libros auténticos, en el sentido de aquellos que son verdaderamente inspirados, y no simplemente inventados por un escritor. Es decir, hemos de establecer un canon (de qaneh ‘vara o caña de medir’) con todos los libros que se consideren inspirados por Dios.

¿Cómo se establece este canon? Hay una serie de intérpretes autorizados que nos guían en la lectura de estos textos sagrados: los primeros serían los apóstoles y los primeros cristianos, pues estaban muy cerca de los hechos originales y podían entender del mejor modo posible un mensaje que allí les había sido entregado. Es lo que llamamos la tradición de la Iglesia, entendida como algo vivo, como un gran río de textos y discursos orales que va de Jesús y los apóstoles hasta nuestros días.

7. ¿Qué relación existe entonces entre tradición y sagrada Escritura?

La tradición está siempre subordinada a la Escritura. El Compendio afirma que «la tradición y la sagrada Escritura están íntimamente unidas y compenetradas entre sí. En efecto, ambas hacen presente y fecundo en la Iglesia el misterio de Cristo, y surgen de la misma fuente divina: constituyen un solo sagrado depósito de la fe, del cual la Iglesia saca su propia certeza sobre todas las cosas reveladas» (n.º 14).

Ambas proceden de la misma fuente: el Espíritu. Es decir, se podría decir que la Escritura pregunta, plantea una serie de cuestiones e interrogantes, a los que la tradición responde y completa con su interpretación, igualmente inspirada y ayudada por el Espíritu Santo. Es como la voz y el eco, la pregunta y la respuesta.

Sin embargo, hace falta diferenciar entre palabra de Dios y palabras de los hombres, pues la Biblia no supone un libro más de historia o literatura. No solo se trata de encontrar los rastros —como si fuera en una investigación detectivesca— de la Revelación, de la misma palabra de Dios, en toda esa maraña de textos y palabras. Hay que encontrar su sentido salvífico, pues es palabra que salva. Para ello, el lector requiere un instrumental crítico, además de un poco de fe y, sobre todo, de sentido común.

Así, encontramos la ayuda de la crítica que, en el cristianismo, resulta plenamente necesaria, aceptable y útil: la criba racional aplicada al texto sagrado. Por ejemplo, la crítica textual procura alcanzar la fijación del texto definitivo a partir de los distintos manuscritos y pergaminos. También la crítica literaria se sirve del análisis lingüístico-histórico para discernir el verdadero sentido de los contenidos, y la crítica histórica compara los acontecimientos relatados en la Biblia con los de la historia general. La arqueología ofrece además interesantes pistas para entender mejor lo contenido en los textos bíblicos. Todas estas ciencias son muy útiles para entender el verdadero sentido de la Escritura.

8. Pero volvamos a lo anterior: «¿Qué es el canon de las Escrituras?», pregunta el Compendio.

Es una aplicación práctica del valor de la tradición como marco interpretativo para entender el texto bíblico. «El canon de las Escrituras es el elenco completo de todos los escritos que la tradición apostólica ha hecho discernir a la Iglesia como sagrados. Tal canon comprende 46 escritos del antiguo testamento y 27 del nuevo» (n.º 20). Así, para discernir el canon de la Biblia se tienen en cuenta principalmente tres criterios:

a) la ortodoxia o correcta doctrina en coherencia con el resto de las enseñanzas contenidas en la Revelación;

b) el carácter apostólico, es decir, que proceda de la predicación de los apóstoles y no épocas posteriores,

y c) la aceptación por las comunidades, esto es, que las primeras comunidades cristianas las hayan considerado verdaderas y realmente inspiradas por Dios.

Es decir, existe como una votación o sufragio universal para que la Iglesia —con la ayuda del Espíritu— pueda discernir qué libros son auténticos y cuáles no. Así, la autoridad de la Iglesia estableció un canon en los Concilios de Florencia (1441) y Trento (1546), distinguiendo entre los libros:

a) protocanónicos, que son aquellos textos bíblicos usados en la liturgia (es decir, en la misa), tal como enumera san Justino y otros padres de la Iglesia de los siglos I y II. Son 27 libros en total.

b) deuterocanónicos, pues surgieron dudas sobre 7 de ellos (cartas a Santiago, segunda de Pedro, 2 y 3 de Juan, Judas, Hebreos y Apocalipsis), cuya legitimidad fue probada entre los siglos III y V.

c) apócrifos (‘escondidos’) de un autor desconocido y después atribuido falsamente a otro autor, como podría ser san Judas o María Magdalena. Son textos piadosos, pero no ofrecen garantías suficientes de inspiración divina.

9. ¿Cómo queda entonces la Biblia católica?

Por tanto, el canon bíblico quedaría constituido de la siguiente manera:

— ANTIGUO TESTAMENTO (46 libros): Pentateuco o cinco primeros libros (5), libros históricos (16), libros poéticos o sapienciales (7) y libros proféticos (18: 6 profetas mayores y 12 profetas menores).

— NUEVO TESTAMENTO (27 libros): evangelios (4), Hechos de los apóstoles (1), cartas de san Pablo (13), cartas católicas o de otros autores (8) y Apocalipsis (1).

10. Así, vemos en fin que «Escritura, tradición y magisterio están tan estrechamente unidos entre sí, que ninguno de ellos existe sin los otros. Juntos, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente, cada uno a su modo, a la salvación de los hombres» (Compendio, n.º 17).

Podríamos decir que la inspiración y la lectura o interpretación de estos textos tienen un mismo origen, Dios. El Espíritu inspira al hagiógrafo o autor sagrado para que diga solo aquello necesario para la salvación de los hombres. Pero también ese mismo Espíritu —recordábamos— asiste a la Iglesia para que, en medio del inevitable «laberinto de las interpretaciones» (Lewis), pueda entender rectamente el contenido allí revelado. Solo así sigue siendo verdad que salva.

Por eso decíamos que Biblia e Iglesia —compuesta por la tradición y el magisterio— constituyen así dos principios complementarios: la voz y el eco, la pregunta y la respuesta. Hay gran diferencia entre un solitario lector de la Biblia frente a la chimenea, y la que propone la Iglesia cuando la Palabra es proclamada en la celebración litúrgica, es decir, en la misa. Allí es el mismo Cristo quien la pronuncia. La Iglesia se convierte en la casa de la Palabra, pues en ella nace la predicación del Evangelio, y en ella la Escritura encuentra su lectura más amplia y plural. Es una lectura solidaria —en el espacio y el tiempo—, nunca solitaria, podríamos concluir.

11. Llegamos pues a la cuestión clave desde nuestro punto de vista: ¿cómo hemos de leer la Biblia?

Podemos leer la Biblia de modo exclusivamente individual o, por el contrario, realizar una lectura plural de la Escritura, es decir, en sintonía con las distintas interpretaciones que se pueden hacer de ellas. No solo se trata de leer sino también de escuchar. Para la Iglesia, la lectura de la Escritura es siempre solidaria, nunca solitaria, decíamos.

Es esta lectura coral o polifónica, podríamos decir: junto al texto original (que cada uno entiende a su manera), existen infinitas interpretaciones, unas más acertadas que otras. Pero siempre han de ser verdaderas pues, en esta suma de perspectivas, la Iglesia propone y elige las que son más acordes con el mismo texto. Así habla de la «tradición» como intérprete privilegiado para comprender el texto revelado: el contexto del texto, el marco del cuadro, la palabra y su correcto eco, podríamos añadir.

Es a lo que nos referimos cuando hablamos de la Biblia y de la Iglesia como dos círculos concéntricos, donde la primera encuentra su hábitat, su ambiente natural, el propio contexto interpretativo. Biblia e Iglesia son inseparables, dos pilares concéntricos que remiten el uno al otro.

Los padres de la Iglesia (autores sabios y santos de los primeros tiempos del cristianismo) hablaban de la lectura de la Escritura como una sinfonía: los músicos son todos los cristianos que interpretan la partitura la Escritura cada uno con su estilo, pero ateniéndose a una melodía común, escrita en la partitura, que es el texto sagrado. Son distintas voces armonizadas de una sola música. El director de orquesta sería lógicamente el Espíritu Santo y —podríamos añadir— la batuta, la Iglesia (la tradición y el magisterio de la Iglesia), que nos indican el ritmo y el modo de interpretar el texto inspirado.

12. Y con todo esto, ¿adónde queremos llegar? ¿Cuál es el resultado de toda esa inmensa biblioteca que constituye la Biblia? ¿Por dónde empezar?

El resultado de todas estas sinergias entre Escritura e Iglesia −tradición y magisterio− dará lugar a una quintaesencia o resumen de toda la fe contenida en el credo o símbolo (de ‘unir, poner junto’), que es como un chip, un microchip en el que se contiene toda la fe: «Creo en Dios Padre Creador… en Jesucristo… en el Espíritu Santo… en la Iglesia», rezamos los domingos y días de fiesta en la misa. El credo o símbolo de la fe más conocido es el llamado «de los apóstoles», como recuerda el Catecismo:

«El símbolo de los apóstoles, llamado así porque es considerado con justicia como el resumen fiel de la fe de los apóstoles. Es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma. Su gran autoridad le viene de este hecho: “Es el símbolo que guarda la Iglesia romana, la que fue sede de Pedro, el primero de los apóstoles, y a la cual él llevó la doctrina común”» (San Ambrosio, Symb. 7) (n.º 194).

El credo de los apóstoles se compone así de doce artículos y afirmaciones, como doce fueron los discípulos de Jesucristo. Y reza así:

1) Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.

2) Creo en Jesucristo su único Hijo Nuestro Señor,

3) que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo,

nacido de santa María Virgen,

4) padeció bajo el poder de Poncio Pilato,

fue crucificado, muerto y sepultado,

5) descendió a los infiernos,

al tercer día resucitó de entre los muertos,

6) subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre, todopoderoso.

7) Desde allí va a venir a juzgar a vivos y muertos.

8) Creo en el Espíritu Santo,

9) la santa Iglesia católica, la comunión de los santos,

10) el perdón de los pecados,

11) la resurrección de la carne

y 12) la vida eterna. Amén.

El cristianismo en trece palabras

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