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ОглавлениеImágenes oscuras y modernidad en Chile, 1911-1938:
poéticas de luz y espacio
La noción de imagen oscura debe ser aclarada. Se refiere a la diversidad de formas icónicas e ideológicas que resultan de las apropiaciones deficitarias que hacen de la luz, como materia prima retórica, la fotografía, el cine y el ensayo chilenos en el período señalado. La oscuridad es una imagen relativa a la luz como materia prima fenoménica o técnica, forma metafórica de la razón ilustrada, efecto objetivo e instrumental del beneficio civilizador del alumbrado o realización concreta, eléctrica, de las promesas institucionales de visibilidad, motivo configurador de discursos de modernidad.
En esta “modernidad chilena”, considerada entre los momentos del balance institucional y cultural del primer centenario y el del relevo político y cultural de la oligarquía, por una mesocracia con adhesiones populares6, la luz, como en todos los órdenes institucionales determinados por la razón, es sometida material y verbalmente al propósito histórico de iluminar los fundamentos (Vattimo), a una gestión de mímesis de lo occidental que tiende a desdibujarse, y a la intención de resaltar las dinámicas de lo nuevo. Si concordamos en que la luz, articulada como instrumental poético, pertrecho conceptual e ideológico, insumo de mecanismos técnicos de captura, producción y circulación de imágenes, corresponde a un agente expresivo importado, predispuesto para identificar formas y contenidos idénticos y contemporáneos a los de su remoto medio de origen, podremos aceptar también que ella tienda a exponer la diferencia, la mezcla, o a producir la semejanza mediante los artificios regulares de la evacuación y el cierre del cuadro. La consecuencia de esto es que a la representación que resulta del espacio local iluminado se le infiltra la alteridad, la disformidad de tiempo y sombras de lo excluido. Cada uno de esos motivos desconcertantes corresponde a una veladura en el cuadro esplendoroso, y las acciones o efectos representacionales de mezcla; recorte y evacuación que esquivan esos estigmas corresponden a efectivas distribuciones de la oscuridad. Es en el sentido de estos procesos que se constituye dramáticamente el régimen expresivo o el sistema discursivo de la imagen oscura, inversión retórica de la analogía luz-modernidad.
Bernardo Subercaseaux grafica el medio en el que se desenvuelve o sobre el que trata de actuar la discursividad modernista, como…
…un país –y sobre todo una capital– en que ya hay autos, teléfonos, cinematógrafos, intentos de vuelo aéreo, alcantarillado, una multitienda, pero también caminos de tierra, cités, conventillos, promontorios de escombros y basura. Una ciudad en que se advierte la presencia de nuevos actores sociales, sobre todo de un movimiento estudiantil, cultural, bohemio, mesocrático, ácrata y con vínculos al mundo popular. Un movimiento que participó en movilizaciones de la sociedad civil, y estableció lazos de colaboración con los trabajadores (p. 209).
Respecto de este sistema, cuyos elementos sociales, técnicos, escénicos son presentados a través de la oposición, de la irrupción y de la alianza imprevista, se puede suponer la conservadora y apresurada repartición de luz y sombra que hicieron el cine y la literatura chilenos de comienzos del siglo XX entre los sujetos, espacios y cosas enunciadas. No obstante es verificable una inestabilidad dramática, axiológica de la imaginación poética de la luz en este período, en sus modulaciones literaria y cinematográfica; ella depende de un factor ya señalado por Subercaseaux, el de la configuración de un nuevo orden en las relaciones políticas y sociales, de nuevas clases en escena, y que comparecen no solo como objetos de representación, sino que también como sujetos; pero también depende de un factor correlativo ignorado por el mismo autor, el del incipiente pero positivo despliegue del cine como algo más que un espectáculo para las mayorías recién aparecidas, como una práctica inteligente de reapropiación crítico-discursiva del mundo contingente y circundante. Dice Bernardo Subercaseaux:
Hacia 1920 nos encontramos con Alsino (Pedro Prado, 1920) y Altazor (1919-31), obras en las que se percibe una transformación del imaginario vinculado al vuelo […] el imaginario tradicional de filiación romántica y neoplatónica que se vinculaba al ascenso y a la elevación espiritual pasa a adquirir el rumbo de la caída, y un temple de ánimo nervioso en el que el propio vuelo está permanente amenazado (p. 81).
El espacio aéreo, recorrido con perspectiva de aeroplano y dominado técnicamente para el descenso con el paracaídas, corresponde efectivamente a un medio luminoso, un espacio de visión ampliada, panorámica. La vista cinematográfica chilena7 Volación, que registra en 1911 el vuelo en aeroplano que realiza el piloto español Antonio Ruiz sobre el Hipódromo Chile, es un efectivo antecedente imaginario de las caracterizaciones técnicas luminosas y dinámicas del espacio aéreo, una concreta e inmediata figura ascendente, pese al recorrido horizontal de la nave en el cielo y el plano.
En cuanto a ese posible factor de contrariedad del vuelo descendente de estas conciencias poéticas, contrapelo político y estético en su contexto cultural, este se resiente como una leve oscuridad en la intención de vuelo, pero no es todavía una oscuridad cabal. “(Altazor no se quema en la caída, sino que cae para volver –como el Ave Fénix– a subir)” (p. 81). La relación entre vuelo y lumbre anotada por Subercaseaux, aun cuando sea concebida en virtud de un movimiento descendente, configura la relación clásica entre luz y vuelo, pero mediante la luz de fuego que, para las representaciones oficiales de la nación y el Estado, era un agente dramático de cuadros declinantes, reemplazado por la luz eléctrica en los programas de vuelo, en los programas policiales, en virtud de su intensidad, regularidad e instantaneidad.
Gastón Bachelard, en su ensayo La llama de una vela, señala:
La llama es una verticalidad habitada. Todo soñador de llama sabe que la llama está viva. Da pruebas de su verticalidad mediante reflejos sensibles. Si un incidente en la combustión perturba el impulso cenital, en seguida la llama reacciona. Un soñador de voluntad verticalizante que recibe su lección de la llama, aprende que debe erguirse (p. 65).
Siete años después de que Huidobro publicara Altazor, el veinteañero y proletario escritor Nicomedes Guzmán realiza en su novela Los hombres oscuros (1938) la imagen oscura del vuelo descendente y del volador inflamado. Pablo, el joven lustrabotas, de noche, de vuelta en su miserable cuarto de conventillo, después de una larga jornada de sobrevivencia, reconsidera las imágenes del día y las figuras inmediatas:
…en la noche, de vuelta de una cafetería cualquiera, me acuesto y pienso largamente acerca de cosas que embotan mi cerebro. A veces me pongo a recordar las piernas que vi durante el día, y me complazco contemplando hermosas pantorrillas, llenas de tentación con sus tenues y celestes venitas y con los rubios vellos aplastados bajo la transparencia de las medias. Los hilos del pensamiento y del recuerdo se ovillan en la penumbra de mi cuarto alumbrado por la luz misérrima de una vela. Alguna polilla revolotea sobre la llama, proyectando su sombra movible en el techo mosqueado […]. Me entretengo en observar los giros y revoluciones de la polilla y su sombra. De pronto se quema las alas y cae aleteando en la palmatoria chorreada de esperma. Este percance ocurrido a la polilla me sugiere pensamientos que merodean alrededor del hombre, la vida y la muerte. Más tarde, apago la luz (pp. 21 y 22).
La imagen nocturna del vuelo quemado es el término inicial de un viaje de redención de la conciencia del trabajador, el comienzo de un arco dramático que va desde las pasiones del cuerpo hasta la toma de conciencia de la clase, la realización del compromiso político, la recuperación de la identidad a través del trabajo colectivo y de la lucha partidista.
En el cine del período, en las películas documentales Santiago 1920, imágenes encontradas, y Santiago (1933), de Armando Rojas, del Instituto de Cinematografía Educativa, se expresan conjugados el impulso de elevación espacial, en este caso de altura como posición de dominio, con la circulación promocional de la luz entre los motivos institucionales urbanizantes, el sistema de registro y los espectadores ansiosos de una confirmación visual mejorada, selectiva, de su mundo inmediato.
En el primer filme, al parecer realizado para difundir en los consulados chilenos del mundo el aspecto europeo de la capital, la perspectiva de altura, desde el cerro Santa Lucía, o desde uno a otro edificio del programa del Centenario, se conjuga con la claridad matinal que favorece la evacuación del plano de figurantes pre modernos y con el encuadre cerrado que omite la presencia de un eventual motivo pueblerino contiguo. El efecto promocional luminoso del hito moderno se ejecuta mediante un cerco de sombras.
En Santiago (1933), montaje de flujos humanos y mecánicos en la capital, los motivos ascendentes son luminosos, hipertrofiados, gestos de progreso. La cámara asciende con perspectiva cenital en un montacargas; para ser verosímil, esa vista en picado del ímpetu constructivo debe atribuirse a la visión de un obrero, a la del operador asalariado, y su efecto es el de un cuadro chato. La otra imagen ascensional es propiamente nocturna.
El aparataje fílmico ilumina desde el suelo los campanarios de varias iglesias capitalinas, las de San Francisco, La Compañía, y La Basílica de Los Sacramentinos. Sin aire, cercadas por un iris, por un ojo de pez, sin luz propia, con la claridad fluctuante de los focos en el suelo, las imágenes de modernidad en estos hitos clásicos de elevación devienen imágenes nocturnas, artificios cuyo inesperado modernismo no es otro que el de esa presencia opaca secularizante que produce el registro y, acaso también, la misma luz eléctrica. Pueden advertir ya que este régimen imaginario de oscuridad cinematográfico-literaria se manifiesta notoriamente como una poética fotográfica del espacio, una foto-axiografía, escritura luminosa de los valores en el espacio.
Para ilustrar las oposiciones que contiene este sistema poético, advertimos que, en numerosas narraciones del período considerado, se manifiesta una dialéctica entre vuelo y vida rastrera, entre luz y ceguera de luz desmedida. Destacamos un artículo en el número primero de la revista Juventud de 1911, órgano editorial de la FECH, complemento cultural de la educación universitaria autogestionado por los estudiantes, el cuento “Caza mayor” de Baldomero Lillo. En este cuento, “el Palomo, un viejecillo pequeño y seco como una avellana, a pasos cortos sobre sus piernas vacilantes, sigue los rastros que las pisadas de las perdices dejan en la arena calcinada de los senderos” (p. 39). En las dilatadas heredades de su patrón brutal, el viejo peón intenta cazar con su carabina para hacerse el alimento del día, pero se lo impiden hasta la desesperación el perdiguero cebado del capataz y la luz del sol, “cuyos rayos tuestan la yerba que crece en los matorrales” (p. 39) y que lo dejan “cegado por la deslumbradora claridad que irradia de lo alto” (p. 40).
La relación entre trabajo y ceguera que aparece también en “Juan Fariña”, en el libro Subterra (1904), es resuelta esta vez por Baldomero Lillo como la contrariedad entre vida superficial luminosa y efectividad del trabajo, figura que recomienda a los pobres la vida subterránea. Rastrera, pero además nocturna, es la circunstancia del bandido El Picoteado en el cuento “El aspado”, de Mariano Latorre de 1926. El bandolero, uno de los últimos “pela-caras”8 de la provincia de Ñuble, huye de la justicia con una bala en un pulmón. Refugiado en la taberna de sus amantes agoniza, recuerda su infancia huérfana, sus andanzas de asalta caminos, recupera a través de un escapulario su piedad cristiana original, y procura sanar su alma y su cuerpo mediante la penitencia de cargar la pesada cruz de Cristo en una procesión. En cada uno de esos episodios y en todos los emplazamientos, aparece y amenaza con consumirse la luz de una vela.
Dice el relato: “una débil lucecita que parpadeaba al borde de unas zarzas lo hizo retroceder asustado. Reconoció el calvario del arriero donde las velitas de sebo, ex votos de una simplísima fe, se consumían devoradas por el viento” (p. 87). El Picoteado no se salva, y la descripción que hace Latorre de unos coloniales, barrocos, tenebrosos ambientes rurales mestizos que desaparecen con la lentitud de las luces de sus velas, son una afirmación luminosa declinante de lo que deja de ser, una afirmación reflexiva como solo puede dar el tempo lento del encendido y el cese de la llama.
Hemos enunciado la relación entre oscuridad, luz cegadora y trabajo improductivo, presente en estas representaciones de modernidad tempranamente críticas, casi todas ellas ejecutadas por sujetos sociales ascendentes. El motivo más gráfico de esa relación es el que le da sentido al nombre de la novela de Nicomedes Guzmán, Los hombres oscuros:
Después, pasados unos cuantos días, los obreros postran sus residuos de ánimo. Y ya los tenemos una mañana camino del taller. De la fábrica, de la obra. Igual. Lo mismo. Sin haber conquistado nada. Sin haber obtenido nada, después de más de una semana de para, aparte del hambre que agarró la familia decididamente. Y así, camino de la faena, los hombres oscuros son los mismos de siempre (p. 113).
Los trabajadores vuelven fracasados de alguna de las grandes huelgas de los años de la década de 1920. Estos escritores escenifican el regreso sin beneficio de la acción esforzada con iluminaciones nocturnas, con velas, con el alumbrado escuálido espaciado y vacilante de suburbios como el Mapocho, pero también con el sol que enceguece. La luz natural sirve para la descripción de los procesos degradantes o edificantes. La luz del cine es una luz instantánea, irreflexiva, que junto a la atención cautivadora de la acción desenvuelta de la cosa idéntica enajena y des-historiza al motivo por más real y próximo que sea. Vale para la luz del sistema de proyección, luz del arco voltaico, lo que dice Bachelard, adorador de velas, contra la luz eléctrica:
La bujía eléctrica no nos permitirá nunca los sueños de aquella lámpara viviente que, con aceite, hacía luz. Hemos entrado en la era de la luz administrada. Nuestro único papel consiste en dar la vuelta a una llave. No somos más que el sujeto mecánico de un gesto mecánico. No podemos aprovechar este acto para constituirnos, con legítimo orgullo, en el sujeto del verbo iluminar (p. 98).
En el filme El mineral El Teniente –que en 1919 Salvador Giambastiani realiza como un encargo promocional para presentar la sección de Sewell del mineral El Teniente de la Braden Cooper Company–, la luz plena del contraluz sobre las modernas instalaciones productivas, sobre las geométricas y ascendentes edificaciones habitacionales que se encaraman jerárquicas en la montaña, actúa como una enajenante serenidad de lo claro dinámico que hace tolerable la imagen de los niños pequeños cargados con pesados sacos que, encorvados como hombres oscuros, como manchas, brotan de los túneles de la faena.
En la ficción cinematográfica del período, en notables largometrajes a medio camino entre el melodrama y la aventura, realizados eficazmente en provincias (El leopardo, de Alfredo Llorente, filmado en Casablanca en 1926, y Canta y no llores corazón, de Juan Pérez Berrocal, filmado en Concepción en 1925), la supuesta familiaridad, la convencionalidad del esquema narrativo y dramático de los géneros de melodrama y aventura, funcionan sobre los espectadores como un agente de transparencia, de claridades causales por la previsibilidad de la fábula. Sin embargo, en virtud de esa apariencia inocua, luminosa, se produce una inversión social en la distribución de los atributos de luz y movimiento, y de los defectos de inmovilidad y opacidad moral. El Leopardo es de día un terrateniente alegre y socarrón, pero de noche es una sombra, un jinete oscuro que, junto a una banda de rufianes, quema ranchos pobres por puro gusto, rapta muchachas a las que intenta marcar con el estigma de fuego de un fierro hirviendo. En la película de Juan Pérez Berrocal, Canta y no llores, corazón, unos aristócratas decadentes y apáticos, libremente inspirados en miembros de la familia Cousiño, son despojados de sus bienes y propiedades mediante trampas y crímenes por uno de sus administradores, sujeto que encarna al burgués habilitado técnicamente y movilizado por una ambición sin límites. El palacio del filme es efectivamente el palacio de los Cousiño en la ciudad de Lota, mansión terminada en 1898, que nunca fue habitada y que fue demolida en 1964 por supuestos daños del terremoto del 60. El palacio, en virtud de un montaje de Pérez Berrocal, es presentado mediante una sobreimpresión en medio de una espesura selvática y bajo la estructura moderna, aérea, del puente ferroviario del Malleco. Esta imagen, que reúne la elevada infraestructura de beneficio público ordenada por el presidente Balmaceda y el emblema deprimido de la propiedad privada de la dinastía burguesa, hace visible un emplazamiento inexistente, una urbanización utópica, elaborada a partir de la acción de oscuridades en el centro y en la periferia de los respectivos cuadros originales. Conviene señalar que, en ambos filmes, los únicos espacios que se sienten reales son los exteriores que habitan los peones, los potreros, una laguna en Concepción, espacios alegres, y la altura fatal del puente ferroviario, donde el héroe campesino elimina al vástago del burgués usurpador.
Esta fórmula de dramas y melodramas de la “lucha por la vida”, en donde la bondad, la integridad y la pureza consisten en la persona del obrero, del peón, y donde el burgués y el aristócrata encarnan el mal y la oscuridad, son inversiones ficcionales del esquema reglamentario de la relación proporcional ascendente entre jerarquía social e intensidad luminosa. Esta fórmula, donde la previsibilidad genérica blanquea ese cuadro insurreccional, se expresa en estos filmes como una manifestación tardía del cine obrero de fines de la segunda década del siglo veinte chileno, al que el historiador Jorge Iturriaga alude en su texto Escuela de anarquismo y escuela del crimen. El desafío social del cine en Chile, 1907-19149.