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ОглавлениеDocumentales del carbón
Nuestro acercamiento crítico a los documentales sobre la explotación del carbón en Chile se enmarca en los objetivos del Proyecto Fondecyt “Luz, modernidad y representación, 1910-2010: aplicaciones retóricas de la luz en la fotografía, el cine, los discursos institucionales y los textos crítico”. Nos interesan los documentales del carbón, hoy relativamente disponibles, realizados entre 1933 y 1995, como manifestaciones de una relación de refuerzo modernista entre la técnica cinematográfica y la técnica minera, entre el cine como retórica de luz y movimiento, y el carbón como agente pirotécnico de iluminación y dinamismo.
Las obras que consideramos fueron: los tres documentales encargados por la Compañía carbonífera y fundición de Schwager, Schwager (1933), sin autor conocido; El carbón chileno, probablemente de fines de la década del 30, cuyo productor fue Egidio Heiss, y Carbón chileno (1944), del realizador Pablo Petrowitsch; Cien años del carbón de Lota (1953), realizado por Jorge Infante Biggs para la Compañía Carbonífera e Industrial de Lota; Carbón (1965), realizada por Fernando Balmaceda para la Compañía Carbonífera e Industrial de Lota; Reportaje a Lota (1970), realizada por el departamento de cine de la Central Única de Trabajadores, a través de sus operadores José Román y Diego Bonacina y, finalmente, Louta (1995), realizada por el documentalista Reinaldo Torres10.
El período que comprende este corpus fílmico, 65 años, es apenas poco más que un tercio de la historia moderna de esta actividad industrial que, convencionalmente, fue iniciada en Lota en 1852, por el capitalista privado Matías Cousiño, seguido en 1853, en Coronel, por el empresario porteño Federico Schwager, y que terminó 145 años después, en 1995, bajo el gobierno de Eduardo Frei Ruiz Tagle, cuando los últimos piques fueron cerrados con el argumento de un régimen de inviabilidad económica inmejorable. Pese a la breve fracción temporal que representa, esta filmografía ilustra cinematográficamente el paso de la perspectiva y el dominio retórico desde los capitalistas a los trabajadores, desde los privados al Estado, y la transición anímica desde el período del crecimiento poblacional y la gran rentabilidad productiva hasta el tiempo de la larga agonía, de la pérdida de competitividad y de la clausura. En este itinerario dramático de ampliación, de colectivización de la propiedad del carbón, pero de rentabilidad económica decreciente, el cine siempre figura la trama arbórea de galerías y piques subacuáticos bajo el golfo de Arauco como una ciudad, fundamento y reflejo del poblado superficial, urbe hundida más luminosa, mientras el interés corporativo ilustre la modernidad y su bienestar a través de los emblemas superficiales, cada vez más oscura en la medida en que el minero domine los medios de representación y ajuste los recursos audiovisuales a su vivencia del frente de trabajo.
La doble negrura de este mundo, por subterráneo y ciego y por el color de su mineral, produce una sobrestimación argumental e icónica de la luz que, en las películas empresariales realizadas entre 1933 y 1953, período de la modernidad chilena mesocrática, se compensa con el tópico visual de la superficie, de la salida de la mina, o con la luz plena de la casa del minero recreada en estudio. La imposibilidad técnica de hacer registros subterráneos en 1933 obliga a que el filme Schwager, a la manera de los filmes hollywoodenses, nos presente los efectos de la historia y no las causas, esto es, el mundo superficial. Los espacios amplios y modernos de la casa de máquinas, de la cancha de trenes de carga, del tramo superficial de las cadenas de arrastre del material. Espacios vacíos, como en los filmes promocionales del centenario, evacuados de los mayoritarios figurantes de aspecto pre-moderno o extra-occidental. A falta del expediente de los gráficos de los piques que se hunden 500 metros y avanzan varios kilómetros bajo el mar, recurso de una didáctica exagerada en los filmes de la década del 40, el cineasta muestra el poblado desde el mar hacia la costa, o los brillos de las aguas vistas desde la ventana de un tren, o la figura serena de un barco de carga que se mece en el golfo. Las vistas del mundo superficial, del orden de los patios de máquinas, de las bellas dependencias de la compañía, del aspecto occidental, elegante y sonriente del personal administrativo, de los transparentes edificios del departamento de bienestar de Schwager, difieren la imaginación horrorosa del mundo subterráneo, ciego y asfixiante, inflamable; erradican del relato visual la imaginación del cuerpo encorvado y negro.
Gianni Vattimo sostiene que, en la modernidad, la razón es sometida material y verbalmente a iluminar los fundamentos. En los documentales idealistas del carbón, hasta la década del 50 e incluso después, en 1956, en el filme de Fernando Balmaceda, la razón luminosa cinematográfica, razón técnica, ilumina el espacio subterráneo, o proyectando imaginariamente la racionalidad, el orden, la simetría, la inteligibilidad cultural de los ámbitos superficiales relativos hacia la deprimida situación off del espacio extractivo o cuando este ya puede ser efectivamente iluminado para su registro, se lo define como sujeto a una sistematización operativa infalible y ascensional.
El inventario de los dispositivos de bienestar que las compañías de Lota y Schwager despliegan para los mineros, siempre se inicia con el panorama de sus casas, de los techos, de las chimeneas de las viviendas que acogieron a fines del XIX a cinco mil operarios ingleses, afortunado residuo de mímesis occidental. El humo que se eleva se justifica dramáticamente por la actividad de los hogares al alba, por el estatuto auto-poiético del carbón, pero es también expresión de un tic arcaico, genético, del cine y de su conciencia burguesa interesada en capturar lo intangible, lo fugaz, en este caso de ver materializada la tensión ascensional del progreso, tal como ocurre con el otro motivo visual recurrente en estas películas ese del viento que emerge de una tubería y que agita el pañuelo de un minero sonriente, prueba visual del aire puro, por sus virtudes, casi de un éter que las máquinas inyectan en los piques para evacuar el grisú infernal.
Entre 1933 y 1956, en los documentales, anónimos, en los de Egidio Heiss, Infante y Petrowitsch, más detallada que la relación del sistema de los ascensores-jaula que bajan hombres y suben mineral, que el relato de la acción conjunta de la sierra horizontal que desbasta los muros de los piques y de los barreteros que palean el carbón a la cadena de arrastre que asciende con la piedra dimensionada hasta el exterior, hasta el vientre de los barcos, es la presentación de la excelencia de los cines, teatros, escuelas, clínicas, casinos, estadios, gimnasios11 de cada compañía y poblado. “La empresa no economiza cuando se trata del bienestar de los mineros”, dice el narrador de El carbón chileno (fines década 1930). Esos cuadros de beneficio colectivo que en plano general replican minuciosamente el repertorio institucional de la civilidad occidental, el circuito de producción física y espiritual de hombres modernos, encuentra un perfecto argumento retórico en el tópico de la seguridad. Schwager 1933 se inicia con el cartel “seguridad ante todo”, puesto como imagen de destino de la salida de un pique; en El carbón chileno se presenta por primera vez el motivo visual de las lámparas de los mineros, cuyo encendido al vacío, no activa el grisú. En el filme de Petrowitsch de 1944, se recrean los increíbles riesgos de las condiciones extractivas del siglo XIX, especialmente la figura de “el corredor de fuego”, un pobre minero que cada mañana provisto de una antorcha y cubierto con una arpillera mojada debía correr por las galerías para quemar las acumulaciones de gas. La visualización de ese riesgo y de esas técnicas de seguridad arcaicos, erradica de la imagen del presente la posibilidad de la catástrofe. En Cien años del carbón de Lota, el gasto cinematográfico corporativo se destina a presentar un operativo de rescate, secuencia que va desde el hallazgo del “minero Flores” tendido, semi-sepultado, hasta el quirófano, pasando por su traslado por una patrulla de rescatistas provista de mochilas con oxígeno, especies de “pulmones metálicos” que los asimilan a astronautas, hasta la cama de recuperación, donde el narrador le dice que se levante, que todo era un simulacro.
Ya sea remitiendo a imágenes del pasado o a imaginerías del futuro, estos documentales corporativos afirman que, en su presente, el riesgo de accidente no existe. En 1965, en pleno gobierno de la Democracia Cristiana, el cineasta comunista Fernando Balmaceda y el productor Armando Parot, en su documental por encargo, Carbón, ideológicamente extemporáneo, realizado para la Compañía de Lota, afirman con las palabras del poeta Efraín Barquero, quien oficia como redactor creativo:
…el progreso ha llegado hasta aquí como una oleada poderosa, ha cambiado el rostro de las minas. El minero ha crecido sintiéndose menos solo en la turbulenta profundidad, ya que en cierto modo alejados están la catástrofe, la explosión, el gas grisú.
Según los guiones corporativos de estos documentales, las medidas contra el derrumbe, contra el estallido o la filtración de agua marina, resultaban secundarias, casi suntuarias respecto de la racionalización general de los procesos –efectiva y fundamental iluminación de la ciudad subterránea–, que en los documentales Carbón chileno (1944), de Petrowitsch, y Cien años del carbón chileno (1957), de Infante, se identifican con el despliegue de aplicaciones y controles eléctricos y electrónicos, respectivamente.
Las analogías modernistas entre racionalidad técnica y luz, o entre cálculo y claridad, aplicadas a la explotación del carbón, las precisa con literalidad poética el guion de Efraín Barquero en el filme Carbón, de Balmaceda, de 1965: “red bullente de las galerías atraen y expelen el carbón en un movimiento sin tregua bajo un orden matemático que calara este mundo de tinieblas”. La poesía de Barquero radica esa razón-luz en cada minero y luego la hace proliferar en todos los motivos que expanden el ánimo del hombre subterráneo; dice: “el minero vive con su lámpara como una razón poderosa que lo alumbra en las tinieblas”; luego, en una escena de retorno a la superficie y vista del golfo, propone que “afuera el mar como otra lámpara lo aguarda para expandir su corazón en el descanso… es hermoso el mar después del trabajo, es ancha la mirada de los hombres subterráneos”.
El paso, en el esquema dramático, desde la escena de los mineros en el bar de un casino de la compañía de Lota, en la que el narrador-poeta habla de “lámparas de vino que iluminan el paso de las horas”, a esa otra y final donde festivos descienden en la jaula a los piques, insinúa que la hipertrofia de los motivos luminosos en este documental institucional realizado por creadores de izquierda en la víspera de la Unidad Popular, Balmaceda, Barquero, y el músico Gustavo Becerra, no son accidentales sino deliberados, sabotajes estéticos de una retórica audiovisual hegemónica declinante.
El documental de 1960 La marcha de los obreros del carbón (1960), encomendado por los Sindicatos de las Compañías Carboníferas Lota-Schwager al documentalista Sergio Bravo, filme que adelanta en una década la perspectiva de los obreros que ensaya Reportaje a Lota, de Román y Bonacina, en 1970, y que registraba la caminata de casi cincuenta kilómetros de los mineros y sus familias hasta Concepción para exigir mejoras laborales, se perdió para siempre por un incendio. Así como el discurso documental sobre la gesta de lucha de la población minera fue suprimido para la memoria visual chilena por el fuego de ese incendio, la acción política efectiva de la gente de Lota ocupando intempestivamente los espacios públicos de la capital regional también fue reducida a nada por la calamidad descomunal del terremoto. De ese filme solo queda una imagen, contenida en Reportaje a Lota, la de las columnas de las familias mineras con banderas cruzando el puente del Biobío, una imagen de tensión horizontal que, en un sistema poético de dinámicas verticales y diagonales, enfrenta el plano inicial del documental de 1952, Cien años de carbón chileno, en que Jorge Infante, con el ojo puesto en la nariz de la locomotora, muestra el cruce del mismo puente, pero en sentido contrario, el paso del Biobío y la llegada a Lota con el cuerpo muerto pero deificado de Matías Cousiño.
Conforme al espíritu de denuncia que motiva este documental de Román y Bonacina, hecho bajo los auspicios de la CUT12, de 1970, año en que la Corfo toma el control de Lota-Schwager, se despliega una retórica de la inversión luminosa, que primero consiste en la contravención del planteamiento modernista de la máxima rentabilización productiva del esfuerzo. Antes que tributar a algún referente institucional modernizador, Reportaje a Lota presenta el motivo documental de las ropas abandonadas de los mineros muertos en los accidentes, o de los heridos postrados en el hospital de Lota, y anulando la tradición edificante del mar en estos relatos, descubre el triste oficio de los chinchorreros, que recogen en las frías aguas del golfo de Arauco el carbón particulado que emerge del lecho oceánico, trabajo de una jornada, que apenas rinde para la comida del día. Dos motivos dramáticos, tópicos visuales, que este documental conserva del repertorio retórico de las películas de los 40 en adelante, es el de las mujeres horneando el pan en los hornos colectivos y lavando la ropa en los lavaderos comunes. Lo que en esos filmes funcionaba como estampa pintoresca, o motivo de paradojal blancura asociada al carbón –necesidad de blancura, blancura de la piedra incandescente, blancura que produce la ceniza, llamada lejía–, acá se presenta como modos de la dignidad de los pobres, como rutinas de un esquema laboral de géneros, como figura asistencial de lo colectivo. Las imágenes de la extracción del pan de los hornos de Lota, como miserable alimento necesario, se relacionan en la falta con los panes que en 1995 se hornean en el documental Louta13, de Reinaldo Torres, documental tan contemplativo como los mineros y sus mujeres ya desocupados, que desde puertas y ventanas soleadas dejan pasar el tiempo mirando directamente al registro. Los panes de Reportaje a Lota comparten el régimen gastronómico de lo mínimo con los pescados que se salan y secan al sol en Louta, película superficial, cuya luminosidad deslumbrante y movilidad descriptiva, sin rentabilidad, de vistas aéreas, de travellings ferroviarios costeros, son reflejos de la negrura de los piques vuelta nulidad. Desde la perspectiva más contemporánea del agotamiento de la riqueza y considerando la revelación también reciente del hambre perpetua, sostenida como factor económicamente necesario para el esplendor superficial de instalaciones que ya describimos, y más aún de palacios y parques que no quisimos nombrar, porque son cosa bien conocida14, la figuración persistente de la acción de comer y de beber con alegría en los documentales de 1933-1965, reaccionan a la convicción de la mina y del sistema que engullen al minero, a la ineludible imagen del pique que traga hombres y devuelve carbón. Imagen que grafica con luz genuina, las de las lámparas de los cascos de los trabajadores, el último plano secuencia de Reportaje a Lota: fuegos fatuos en la noche subterránea, blancos móviles en la negrura, expresionistas, documentales, abstracciones fotográficas.