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Luz e ideología

Sinfonías de ciudad en el cine chileno: imágenes de modernidad, efectos de luz

Creemos que es posible interpretar como expresiones del paradigma cinematográfico de “sinfonías de ciudad”, los documentales Santiago (1933)1, de Armando Rojas Castro y el Instituto de Cinematografía Educativa; Día de organillos (1959), de Sergio Bravo, y Ningún lugar en ninguna parte (2004), de José Luis Torres Leiva.

No lo son literal, explícitamente, como Berlín, sinfonía de una gran ciudad (1927), de Walter Ruttmann, o Sao Paulo, sinfonía de una metrópolis (1928), de Rodolfo Rex Lustig y Adalberto Kemeny; tampoco han sido interpretadas por la crítica chilena en función de ese inventario genérico, el de las sinfonías de ciudad, como sí lo han sido por la teoría del cine (Kracauer, 1996), películas como Rien de les heures (1926), de Adolfo Cavalcanti, 1926; o El hombre de la cámara (1929), de Dziga Vertov. Sin embargo, las tres películas chilenas exponen sus ciudades como sistemas dinámicos, en diferentes estados de articulación, pero afirmando de igual manera un potencial mecánico, y los tres documentales al teorizar sobre las urbes teorizan sobre el medio de registro, sobre el cine, en distintos estadios de su devenir tecnológico y afincamiento ideológico en el medio local.

Rojas y Bravo registran Santiago; Torres Leiva, Valparaíso, pero la singular representación deconstructiva que hace este último del cuadro del puerto es relativa a la capital. Hay varias secuencias en el filme que presentan frontalmente desde un vehículo en movimiento el tránsito por la ruta 68, con sol a la altura de Casablanca, con neblina probablemente por el Lago Peñuelas, de noche por el túnel Lo Prado. Este desplazamiento, sumado a otros como los de las perspectivas en movimiento desde el Metrotrén de Valparaíso o el de la vista Lumiére de La llegada del tren a estación, que como inserción de archivo hace las veces de prólogo del documental, expone el tópico del viaje como parte de la matriz poética, o arquetípica, del cine documental, o como enunciado autorreflexivo que define el parentesco original entre el cine y las máquinas de transporte, su convivencia en el sistema de técnicas de abreviación del mundo. Pero el desplazamiento expresa también el esfuerzo productivo que mueve el proyecto documental desde la metrópolis como centro, desde Santiago, al puerto, periferia próxima, relativamente emancipada, en sentido cultural y político. Puede que Ningún lugar en ninguna parte, cuyo epílogo es Un documental sobre la ficción, sea la deconstrucción de una sinfonía de ciudad, una virtualización pre compositiva de ella, como exposición de sus materiales, o mejor, y conforme a una política de montaje heterodoxo, un sistema refractario a la convención editorial de ese género de encadenamientos activo reactivos, mecánicos, justamente a partir del alejamiento literal, dramático, de la capital como la ciudad-mecanismo ejemplar.

Sobre este punto, conviene precisar que, en general, las sinfonías de ciudad han sido comprendidas como apologías del espacio moderno por excelencia, el de la ciudad (Epstein, 1960; Eisner, 1996; Hauser, 2005) y como un elogio visual activo de las posibilidades materiales para las masas que ahí se congregan, posibilidades de la omnisciencia, omnividencia, omnipotencia.

Esta operación discursiva es causa y efecto del montaje como dispositivo fundamental de la inteligencia cinematográfica en tiempos de la invención de su lenguaje, o como argumento de base para la delimitación de su estatuto artístico. En tal caso, estos documentales representan operaciones formalistas, prácticas de un interés plástico por el mundo histórico a través de la máquina de cine, donde el compromiso con ese mundo se afirma en un sentido inmejorable mediante la identidad efectiva entre el signo y el significante, donde la ciudad imaginaria es la ciudad efectiva.

Registradas discursivamente, las ciudades de Santiago, Valparaíso2, ya sea en las versiones más o menos descompuestas de Joris Ivens o de Torres Leiva, Berlín, Sao Paulo, Moscú u Oporto, en Duero, faena fluvial (1931), sinfonía de puerto de Manoel de Oliveira, son discursos instructivos sobre la urbanidad y sus tensiones, sobre la modernidad y sus crisis, sobre los procesos de la conciencia comprometidos en ambos proyectos. Hay que reconocer que a este género se le ha atribuido un alto potencial ilustrador, incluso pedagógico, en la medida que comporta una representación en clave de juego de las estructuras del sentido, pero también un potencial ilustrador como aparato cultural de consistencia de la Ilustración misma expresada en los protagonismos de la técnica, del trabajo productivo (Adorno y Horkheimer, 1994), de la movilidad como figura ascensional del dominio témporo-espacial, de la dinámica de clases, del orden policial, de la evolución histórica, y de la presencia genética de la luz.

Este último motivo es el punto que queríamos alcanzar, la relación entre las sinfonías de ciudad y la luz, relación que se expresa de manera patente, pero singular, en las películas de Rojas, Bravo y Torres Leiva, y que define una cierta teoría sobre el estado de las relaciones entre el cine y la modernidad, y el estado de cada una de esas instituciones en sus particulares momentos históricos.

Las sinfonías de ciudad son en las filmografías particulares, en el catálogo de los autores, obras tempranas. Las ciudades pueden ser pretextos para aprender la técnica del montaje y ensayar sus posibilidades plásticas constructivas, puesto que ellas mismas han sido laboratorios de experimentación política, social, económica, ecológica. Pensar primero visualmente, y luego audiovisualmente la ciudad, es pensar el montaje y el cine como frutos promocionales de ese núcleo generador de técnica y discurso. Cada uno de nuestros documentalistas, Rojas y su ICE en los umbrales del cine sonoro, Bravo en las vísperas del Nuevo cine chileno, Torres Leiva en el 2004, año pródigo para el documental chileno, plagado de obras memorables3, cuál más cuál menos, todas estimuladas por la efervescencia documental relacionada con la conmemoración de los treinta años del Golpe, practican el montaje de estas películas con un ímpetu experimental que se irá atenuando en sus itinerarios personales4. En todos los casos, la identidad entre la luz y la ciudad resulta notoria. Primero, como motivo de caracterización dramática del espacio, la ciudad es una fuente de luz, un entramado de claridades artificiales, una arquitectura de claroscuros, el destino expresivo de la transformación de la energía en claridad. En Santiago, Armando Rojas construye la modernidad de la capital no solo acotando en el plano la presencia de las máquinas, de los edificios en construcción, de los flujos humanos ordenados por el trabajo, sino que especialmente presentando el espectáculo de los carteles de neón que animan pero extrañan los espacios nocturnos capitalinos. Próximo al festejo del primer centenario de la república y a la puesta en marcha en Santiago de la Planta Florida, de 13.500 KW (1910), instalación de la Compañía alemana transatlántica de electricidad que, tal como se señala en el libro 75 años Chilectra S.A. (1996), “aparejó una expansión de la red de iluminación por la ciudad y no solo cambió el rostro de la noche santiaguina sino que también la fisonomía del paisaje urbano con los postes y cableado”, la película de Rojas participa del deseo de erradicar la oscuridad pre moderna, pretecnológica, rural, de la noche urbana. La acción de combinar diversos planos de las luces nocturnas, efectos civilizadores de claridad artificial e intermitente, es complementada por la representación modernista de Santiago en el documental que es en sí mismo la devolución resemantizada de la luz por virtud del mecanismo cinematográfico. La circulación de la luz moderna desde la ciudad a la máquina y desde la máquina a la ciudad es, en este último tramo, el de la cámara y su entorno material, una proyección luminosa efectiva. Más allá del acontecimiento de la proyección en la sala, o de la representación luminosa del objeto como producto final discursivo, aparecen en Santiago, las imágenes sorprendentes de esos planos nocturnos, acotados por la acción de un iris, un ojo de pez, en que campanarios y cúpulas de iglesias, una de ellas la de la Basílica de Los Sacramentinos, están siendo iluminados por reflectores instalados circunstancialmente. Advertimos que la operación del recorte de hitos de modernidad, segregados de la eventual casona de adobe contigua por el encuadre cerrado, la encontramos también en el filme de réplicas celebratorias del primer centenario, Santiago 1920, imágenes encontradas. En ese documental, probablemente realizado para que circulara por los consulados chilenos en el primer mundo, la Basílica de Los Sacramentinos aparece también como un hito metropolitano.

Otra manifestación poético-retórica de las identidades cinematográficas entre luz y ciudades en estos documentales, es la del motivo de la aurora. Día de organillos es de los tres filmes el que más explícitamente lo presenta. El viejo organillero madruga por las calles vacías del centro de la ciudad con su mecanismo al hombro; no sabemos si termina o comienza su jornada, pero para el resto de la gente, pobres y ricos, la ciudad despierta, así lo afirma el montaje de Bravo, que presenta como escenas simultáneas la de los pobladores que hacen fila frente a un pilón para sacar agua, la de los niños descalzos que duermen en el suelo y la de una bandeja deslumbrante con vajilla de plata que lleva el desayuno a algún señor rico. Entre una y otra imagen se presenta a contraluz el efecto de los rayos del primer sol recortados por los cerros. La luz sobre el lente, y su efecto óptico aberrante5, antiacadémico, sugiere, para una conciencia de fines de la década del 50, no solo la puesta en marcha quejumbrosa de la ciudad, que rechina socialmente –estridencias que expone la música contemporánea de Gustavo Becerra–, sino que también declara la inauguración de un proyecto de representación, el del documental experimental, documental de observación, más sensible a las dialécticas del sentido y de las formas. La luz matinal que desvela su actividad temprana, la llegada de los trenes a la Estación Central, y la imagen de una carreta tirada por bueyes que se retira lateralmente del plano como ícono desalojado de la ciudad decimonónica, primera imagen del filme en versión El corazón de una nación, corresponden al despertar de una técnica de representación que, aún en 1931, es la expresión del sentimiento inaugural del cine. Una digresión al respecto, según registra la Revista Ecran núm. 1555, del 15 de noviembre de 1960, y que Alicia Vega cita en su libro Itinerario del cine documental chileno cuando reseña el documental de Urrutia, la primera transmisión de Canal 9 de televisión de la Universidad de Chile incluyó en sus 100 minutos de duración la exhibición íntegra de El corazón de una nación.

Los motivos poéticos del alba y del brusco paso a la acción desde un acentuado estado previo de inmovilidad o lentitud, determinación simbólico-dramática de la pre modernidad, de la ruralidad en retroceso, y de la inmovilidad social en el orden aristocrático, que plantean las obras de Rojas/Urrutia y Bravo, ya se encuentran en uno de los filmes configuradores del modelo de la sinfonía, en El hombre de la cámara. En la película de Vertov, la ciudad despierta, se despereza y arranca, y ese dinamismo que apareja el arranque de los tranvías con el levantarse de los mendigos y con la actividad de una orquesta, mueve también al cine, al nuevo cine, cine-ojo, cine-verdad, lo mueve multiplicado por la ilusión de alcanzar democrática, operativa, productivamente a todos los sujetos. Arrancan con la imagen y el tópico del alba Sao Paulo, sinfonía de una metrópolis, junto al motivo nutricio de la repartición de leche en los portales burgueses, y dos años antes, Amanecer, de Friedrich Wilhelm Murnau, filme que opone a la simpleza del hombre y el mundo campesinos la deslumbrante complejidad de la gran ciudad, estación dramática peligrosa, no obstante necesaria en el proceso contemporáneo de emancipación de la conciencia. En este sentido, Gilles Deleuze (2005) señala que Murnau, en Amanecer, “opone la ciudad luminosa y el opaco pantano”.

En el comienzo de Ningún lugar en ninguna parte, ya hemos dicho que está el tren cinematográfico arquetípico, pero también ese otro local y contemporáneo que no llega, sino que parte, que arranca desde el contracampo con la imagen dinámica del paisaje porteño contiguo a la línea férrea y que progresa hacia la disolución horizontal de las formas a medida que aumenta la velocidad de la máquina. En una relación de paralelismo de fracciones largas, antes de ese plano secuencia está el de las dos músicas, la violinista y la cellista, que componen y ensayan a vista y paciencia nuestra el leitmotiv musical del filme, plano a contraluz, con una ventana al fondo en el costado derecho que vela la imagen y hace sentir la cámara. Tan pronto atacan la ejecución definitiva de la pieza, Torres Leiva pasa a esa vista desde la ventana del Metrotrén del puerto y que puede sentirse bajo el influjo contemplativo de la película como de la ciudad misma que se escurre. Sucesivamente, uno junto al otro, dispuestos por el registro como para la contemplación en una vitrina están la música, la luz deslumbrante y el movimiento, materiales básicos de toda sinfonía de ciudad.

El recurso retórico que relaciona estos tres filmes entre sí, articulando luz, movimiento y mecanismo, y que corresponde a uno de los ingenios formales característicos de las sinfonías de ciudad, es la imagen caleidoscópica, el plano caleidoscópico.

El efecto óptico del caleidoscopio en el cine se manifiesta a través de la fragmentación de la imagen en facetas, en recortes especulares, donde el objeto original deviene una forma arborescente que se abre y se cierra según la variación de las posiciones entre el registro y él, o por efecto de un giro del objetivo. Otras formas del espíritu del caleidoscopio, de su juego, son diversos modos de sobreimpresión de imágenes que, a veces, llegan a simular, por fuerza del montaje, un cuadro de acciones simultáneas repartidas con sentido de calce en un mismo plano y cuyos movimientos puntuales tienden hacia el centro del cuadro. Esta última forma aparece en Santiago: en un mismo plano escindido difusamente en tres espacios con dinamismos centrípetos, aparecen una grúa, carros de trenes de pasajeros, y convoyes de carga; o una locomotora, automóviles y piernas de ciudadanos en movimiento. En Día de organillos, Bravo opta primero por la forma de la sobreimpresión, mezclando el primer plano del rostro ajado y tramado de arrugas del organillero, con una vista panorámica de su rancho pobre con el mismo hombre trabajando en la reparación del mecanismo musical de rodillo de su instrumento. Más adelante, el caleidoscopio consiste en un modo más informal, abstracto, en la escena nocturna del centro de Santiago en que niños de la calle bailan rock’n roll. Contigua a esas imágenes y a partir del motivo de las cortinas metálicas de las tiendas que se cierran, aparecen tramas luminosas, franjas de luz ascendentes y descendentes, abstracciones ópticas que podrían corresponder a esas “estrías luminosas de las linternas sobre las aguas negruzcas...” o a aquellas “series de estrías como las barras luminosas que las persianas semicerradas proyectan sobre el lecho, la cara y el torso de la durmiente”, que distingue Deleuze ( 2008) en los montajes de materias luminosas en los filmes expresionistas de Murnau y Lang.

En Ningún lugar en ninguna parte, Torres Leiva sobreimprime y mueve con sentido arborescente, a través del fundido, los detalles ajados de unos rostros ancianos, operación cuyo resultado es muy semejante al de Sergio Bravo cuarenta años antes. La única variación sensible es la que aporta el registro en color, el cromatismo de la piel que pálido, transparente, por la definición digital no gana en realismo, sino más bien en abstracción. El caleidoscopio literal pero estático aparece un poco después a través de los planos de unas fotos en blanco y negro de gente común y corriente en cualquier calle del puerto las que, sobrepuestas sin orden, como abandonadas, funcionan como un plano estático de collage, de fotomontaje. No podemos pasar por alto que la versión contemporánea de la imagen caleidoscópica, que es la de Torres Leiva, privilegia las partes humanas, las simultaneidades corpóreas y desdeña los mecanismos, erradicando de este motivo modernista de sinfonía el componente propiamente moderno, el del artefacto.

Si el montaje, como propuesta de relatividad cinematográfica entre espacios y tiempos distanciados (Hauser, 1968; Benjamin, 2003), a través de la articulación plástica y retórica de la discontinuidad del mundo, exponía y daba satisfacción a las ansias de control y significación de la conciencia burguesa, ansias de conocimiento y acción simultánea, en la forma específica de la simultaneidad de la imagen caleidoscópica tal doctrina deviene ilustración estética, alegoría, forma decadentista de la idea.

“El transcurso histórico tal como se presenta bajo el concepto de catástrofe, realmente no debería retener la atención del pensador más que el caleidoscopio en las manos de un niño a quien en cada vuelta se le derrumba todo lo ordenado con un nuevo orden”, dice Walter Benjamin, en su misterioso texto sobre Baudelaire, Parque central (2005).

El caleidoscopio, como un juguete científico, según Georges Didi-Huberman en Ante el tiempo (2008), sirve en los textos de Walter Benjamin como una máquina, o un lente, de virtualización óptica de los cuadros objetivos de lo real circundante, un artefacto de imágenes, expresivo del fenómeno moderno, contemporáneo, de la historia misma expuesta mediática, artística, lingüísticamente a desintegraciones sucesivas, a incidentes catastróficos que preceden un nuevo orden. Didi-Huberman precisa, al respecto, que “en el juguete se juega también entre un tiempo de la cosa desmontada y un tiempo del conocimiento por montaje” (2008, p. 183). Diríamos que la relación secular entre el cine y la exposición de la historia, entre el documental chileno y las catástrofes de Chile, va a la inversa de la fórmula recién señalada. En estas tres sinfonías de ciudad, la imagen-caleidoscopio transita operativamente desde el conocimiento por montaje hasta la cosa desmontada.

En cuanto a su potencial de esclarecimiento catastrófico, cada una contiene índices singulares. La de Rojas, el desalojo cruento de los remanentes materiales de la ciudad-pueblo pre moderna; la de Bravo, los costos sociales de la modernización, del desarrollo, las luchas de los pobres por los recursos escasos, los quistes de miseria en el espacio de la abundancia, el costo humano del desarrollo bien figurado visualmente en la secuencia del limpiavidrios que se precipita al vacío desde lo alto de un edificio, y cuyo descenso relativiza la neutralidad dramática de la circulación vertical, descendente, de las monedas que unos niños ricos arrojan desde su balcón al organillero en el mismo documental. En Ningún lugar en ninguna parte, la catástrofe parece haber ocurrido ya, como un efecto de desgaste del cine y de otros medios de representación sobre Valparaíso, objeto pintoresco. Eso que queda y que resulta ser la película, el cuadro desintegrado de una sinfonía de ciudad, la exposición de materiales de factura de un documental de observación sobre un sitio ejemplar para aprender la dignidad plástica de la pobreza, implica la catástrofe a partir del estatuto residual de sus motivos. Las tres películas, respecto de su contexto histórico y cinematográfico, postulan un nuevo orden: el de la modernidad de Chile y de sus medios de representación técnica en Armando Rojas; en Sergio Bravo, el de la experimentación política en el Estado y la nación chilenos y de sus efectos de reajuste social y licencia de abstracción audiovisual en el cine; en Torres-Leiva, el orden posible de la suspensión de lo narrativo contingente, de lo histórico-controvertido en el cine, en favor de la exploración estética de los materiales mundanos, de posibles poéticas audiovisuales de los elementos, fundamento este último de sus posteriores filmes El cielo, la tierra y la lluvia (2008) y El viento sabe que vuelvo a casa (2016).

El caleidoscopio como dispositivo retórico de sinfonía de ciudad creemos que consiste menos en estas tres películas para proponer un sentimiento técnico, artístico, de dominio moderno que para exponer que, en el sistema monopólico contemporáneo de la ciudad, y del cine como su relato, efectivamente coexisten lo pleno y lo residual, lo racional y lo irracional, lo actual y lo pasado, lo necesario y lo gratuito, lo deslumbrante y lo oscuro.

Georges Didi-Huberman, estrujando ideológicamente el motivo del caleidoscopio en Benjamin, nos recuerda que la belleza polícroma e infinita en posibilidades de su imagen depende del ajuste y desbarajuste siempre aleatorio de deshechos al interior del anteojo de espejos: pedazos de vidrio de color, trozos de papel, de hojas, de flores, pequeñas piezas metálicas, tuercas, golillas, etcétera. Nos dice que la riqueza de la imagen, y la dinámica de renovación del cuadro, que es el cuadro histórico en Benjamin, requieren de la comparecencia activa de lo desestimado. “Crear la historia con los mismos detritus de la historia”, dice el filósofo de Tesis para una filosofía de la historia en uno de los epígrafes de su Libro de los pasajes (2005).

Para terminar y advertir la conciencia de lo histórico catastrófico o de lo contingente controvertido que irá remontando en la actividad cinematográfica de estos cineastas. Por ejemplo, la centralidad espectacular de la catástrofe natural en La respuesta (1960), filme sobre el terremoto de Valdivia y el rebalse del Riñihue que filma Bravo; y, especialmente, los pavorosos, y, en algunos casos, paradojalmente bellos, cuadros del terremoto y maremoto de Chile del 27 de febrero de 2010, en el documental Tres semanas después (2010), de José Luis Torres Leiva.

Cuando llegamos al final, considero si no habrá ocurrido que las sinfonías de ciudad siempre integraron plástica e ideológicamente lo deficitario, accidental y residual en la expresión de lo urbano. Sigfrid Kracauer, hace más de cincuenta años, dijo al respecto en su Teoría del filme: “En Berlín, Sinfonía de una ciudad, de Ruttmann, abundan las alcantarillas, las zanjas y las calles mugrientas; y no menos propenso a la presentación de basura es Cavalcanti en Rien que les heures” (1996, p. 82).

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