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Entiendo que mi padre estaba en lo cierto: cuando alguien ya siempre ha dejado su humanidad pero todavía no llega a ser otra cosa, sólo puede hablar de su propia naturaleza en términos de lo que no es. Voy a intentar ser claro. Lo verdadero y lo falso son fáciles, porque ya están establecidos de una vez y para siempre; en cambio, la ficción conlleva un trabajo constante, un esfuerzo desmesurado en sostener aquello que se da en el espacio evanescente del simulacro.

No se trataba de engaño alguno sino del esfuerzo de persistir, como si ser lo que nos era dado hubiese sido un trabajo más ligado a la destrucción que a la construcción. Digo esto porque la tarea de tener que ser lo que nos era dado remitía más bien a concentrarnos en nuestras incapacidades e impotencias que en nuestras capacidades o potencialidades. Esto se notaba constantemente en cada uno de mis compañeros, tanto al sostener la posición de cuatro patas como en la intención de ladrar, gruñir o aullar. Lo que fui comprendiendo es que todos los chicos que mi padre criaba podíamos hablar, teníamos una lengua. Desde la distancia, pero no muy alejados, si se hubiese prestado la suficiente atención cuando los niños perros aullábamos en el parque de la casa, habrían escuchado que cada aullido era una palabra, a veces también un nombre. Nadie lo hubiese escuchado del todo claro, pero habrían entendido perfectamente que los chicos aullaban palabras.

No sé cómo, quizá hubo quienes antes de ser entrenados como perros niños ya estaban atravesados por una lengua compartida, o bien simplemente el lenguaje se nos daba como una posesión biológica. No lo sé, pero lo que sí me resultaba evidente era que podíamos hablar y que algunos murmuraban cosas para sí mismos sin ni siquiera darse cuenta. Incluso cuando dormíamos, más de uno pronunciaba palabras y nombres claros pero sueltos. Hablábamos solos, más bien rumiando palabras incomprensibles pero que suponían alguna articulación. Si podíamos hablar, entonces nuestros ladridos no eran una capacidad, más bien lo contrario, nuestros ladridos eran el resultado de la tarea que nos habíamos dado a nosotros mismos: hacernos incapaces de hablar. Se trataba de concentrarnos en nuestra impotencia y esa concentración demandaba el esfuerzo de dejar de ser. Cuando se escuchaba a alguno de nosotros ladrar, lo que se escuchaba era un efecto tardío. Cuando se escuchaban los aullidos de los niños perros nadie podía omitir que esos aullidos eran palabras, pero dichas desde la impotencia alcanzada. Es fácil hacer como si aulláramos, lo difícil es aullar desde la impotencia de hablar, porque entonces el aullido no es un aullido, es otra cosa, no responde ni a una posibilidad ni a una capacidad, sino al trabajo de la renuncia.

Sé que ante situaciones de amenaza parecíamos gruñir como cualquier animal. Pero en el fondo el gruñido era una respuesta lingüística y acaso discursiva. Éramos perros y los perros nunca tienen palabras, pero los perros niños teníamos el instinto de decirlas y a la vez la incapacidad de pronunciarlas. El efecto de la negación de esas ganas de hablar era el gruñido. Se me ocurre comparar la situación con el miembro fantasma. De algún modo, ninguno de nosotros había perdido la intención, el hábito o el impulso de hablar; pero habíamos perdido la capacidad de hacerlo, tal como le ocurre al que perdió el brazo hábil y tiende constantemente a tomar los objetos que lo rodean con la mano que ya no tiene. Pero decir que perdimos la capacidad de hablar es reducir nuestro heroísmo antropológico a un mero accidente, ahí donde en verdad lo que descubrimos fue el resplandor de la impotencia (digo, la impotencia como trabajo, la impotencia que se aprende y se debe sostener cotidianamente). No es fácil dejar de hablar, no es fácil no hablar cuando se puede hablar, ni tampoco andar en cuatro patas cuando se puede alcanzar alguna verticalidad.

Entiendo también en este sentido el acto de comer los cadáveres de la especie o comer la propia mierda, porque, creo, no se trataba tanto de dejarnos atravesar por el goce sino de persistir cada instante un instante más en la propia náusea. Los perros en general hacen esas cosas, se comen los cadáveres y su propia mierda, pero lo hacen con alegría, la alegría de saber que no pueden hacer otra cosa. En cambio, nuestro esfuerzo de ser perros nos revelaba que no éramos perros y el trabajo de hacer de perros se volvía una tortura. No era el goce de la muerte ni de la propia mierda sino el goce de la propia náusea de la muerte y la mierda. Gozar del descubrimiento de la propia inhumanidad, lo que evidentemente era la aniquilación de la posibilidad del goce; era eso, era gozar de la aniquilación del goce. Lo sé, sé que nos comíamos entre nosotros con asco, sé incluso que los que se entregaban a la muerte lo hacían entendiendo de qué se trataba, entendiendo la necesidad de morir para el otro y morir para el asco del otro. En la dificultad estaba el goce, la dignidad de la tarea.

Sólo ahora lo entiendo cuando ha pasado tanto tiempo. Los hombres hablan y los perros ladran, pero los dos están absolutamente determinados a hacerlo como cualquier otro animal está determinado y por lo tanto humillado por la naturaleza. Lo que ahora entiendo es que nuestra lucha era una batalla contra la naturaleza entera, y que sólo nosotros en esa lucha podíamos saber qué es la libertad. Los perros ladran y los hombres hablan, y ninguno tiene la posibilidad de no hacerlo. Cuando nosotros ladramos no estamos ladrando, cuando hablamos no estamos hablando. Descubrir la posibilidad del no, simplemente de no, no hacerlo, no decirlo, no pensarlo, no vivirlo, es la lucha contra la naturaleza de la que hablaba, y en cuanto tal, en cuanto batalla contra todo lo que es, nuestro aprendizaje no ha sido otro que el de la ficción: vivir como animales siendo hombres, pero también vivir como hombres siendo animales. Visto de afuera todo resultaba una gran farsa, chicos haciendo de perros, incluso una farsa pobre donde a cada instante se escuchaba la palabra soplada, donde nos olvidábamos de dar el pie constantemente —visto de afuera hacíamos de perros y lo hacíamos mal, ladrábamos mal, mordíamos mal, cogíamos mal, pero visto de afuera no se ve nada, ni siquiera que no hacíamos de perros ni hacíamos de niños, simplemente porque no éramos perros pero tampoco éramos niños y sabíamos lo que no queríamos porque sabíamos no querer y sabíamos no poder.

Seguramente mi padre habría tomado nota de la posibilidad de que la conducta de sus perros niños no era consecuencia del adiestramiento sino más bien la revelación de cierta naturaleza desnuda. Pocas veces había golpes o castigos, simplemente actuábamos de esa forma, más bien copiándonos unos de otros. No sé cómo habrán sido los primeros adiestramientos pero seguramente una vez instalado cierto sistema de códigos y conductas su continuidad debió haber sido más sencilla. Se podría decir que sus imposiciones se limitaban a mantenernos encadenados la mayor parte del día. Para nosotros no resultaba violento sino la señal de que llegaba la hora de la comida y luego del descanso. Era un modo de cuidarnos, no lo entendíamos de otra forma. Se negaba a que sus asistentes nos dieran de comer y entonces él mismo lo hacía hirviendo pedazos de carne mezclados con arroz blanco en una enorme olla que traía (desde dentro) de la casa. Mi padre se detenía ante cada uno de sus perros niños, metía un cucharón en la olla y llenaba nuestro plato. Tirados en el pasto o parados en cuatro patas, mientras metíamos la cabeza dentro, mi padre acariciaba el lomo de cada uno de nosotros. Nos dejaba largo rato mordiendo la carne pegada a los huesos e incluso nos permitía cavar pozos donde enterrarlos y esconderlos, mientras él, casi siempre de noche, se sentaba en medio del parque contemplando el vaivén de las hojas de los árboles iluminadas por las luces de la casa. Cuando llovía nos ataba a todos juntos bajo el alero, y él mismo se quedaba con nosotros para calmar nuestros temores. Esa preocupación se manifestaba más claramente en Navidad y Año Nuevo, cuando nos llevaba al sótano y se quedaba toda la noche intentando preservarnos de los estallidos de los cohetes y los tiros que sonaban a lo lejos generando cierto terror acaso incomprensible por el que no dejábamos de gemir y aullar.

Seguramente la mayor preocupación de mi padre era que en el parque había pocas hembras y muchos perros niños que en tiempo de celo comenzábamos a perseguirlas lamiendo y olfateándoles la vagina. Se generaba una especie de obra teatral en la que la perra niña en celo era el centro que iba corriendo constantemente el escenario hacia donde ella se moviera, intentando ocultarse entre los matorrales o dando vueltas alrededor de la casa. El resto la seguíamos durante cinco o seis días, peleando siempre por una posición de privilegio. Eran los más grandes, los que ya habían cumplido once o doce años en la casa y habían desarrollado primero un instinto sexual focalizado y luego una envergadura corporal que les permitía defenderse del ataque de los demás, los que llevaban la vanguardia.

El resto, los más nuevos y los más chicos en la casa, preferíamos mantenernos al margen sin entender demasiado lo que estaba sucediendo. Veíamos cómo los más grandes buscaban imponerse unos sobre otros; sin embargo, cuando la perra niña cedía a la penetración de cualquiera de sus compañeros, luego también era penetrada por el resto, una y otra vez. Ella se mantenía inmóvil mirando algún punto fijo entre los árboles, mientras los chicos se montaban con las dos patas delanteras sobre su lomo manteniendo una verticalidad difícil. El resto nos dedicábamos a lamernos unos a otros las pijitas rojas y brillantes o a dar vueltas alrededor de la pareja. En general, cada perro niño terminaba de modo rápido y eficaz, entonces se retiraba a un lado de la jauría mientras otro la montaba sin que ella cambiara en algo su inmovilidad, su aspecto pasivo, casi indiferente a lo que ocurría.

A veces la perra desfallecía y otras, mi padre terminaba sacrificándola. Sólo algunas perras niñas eran reservadas para la reproducción. Eran las que vivían en el sótano. Llegado el momento, mi padre seleccionaba al perro niño que iría a preñarla y los llevaba a los dos a un cuarto de la casa donde los encerraba algunos días. El perro niño luego regresaba al parque junto a los demás, pero la perra niña se quedaba en la casa con los cuidados necesarios para llevar a término su embarazo.

Algunos de los que nacían eran abandonados en el parque; otros, algunos pocos, eran cuidados de modo especial por los asistentes de mi padre durante un par de semanas hasta que venían a retirarlos para no volver a verlos nunca más. Si bien las perras seleccionadas para vivir dentro de la casa llevaban una vida de mayores comodidades que los que vivíamos en el parque, sus vidas se reducían a ciclos de reproducción y gestación constantes. Comenzaban a reproducirse más o menos a los once o doce años, nunca alcanzaban más de cinco o seis embarazos y luego morían a los diecisiete o dieciocho años. Sin embargo, evidentemente estaban más protegidas que las niñas perras que mi padre dejaba libradas a su suerte conviviendo con el resto de los perros niños en el parque de la casa y amamantando a la cría que se prendía a las tetas. Ahí afuera nadie alcanzó nunca los quince años.

Las peleas comenzaban de un momento a otro. Se lanzaban sobre la cara o el cuello del rival hasta poder aferrarse con los dientes a algún pedazo de carne que no soltaban hasta no reconocer que el otro ya no podía responder. No siempre, pero en algunas ocasiones, algunos terminaron muriendo en las peleas. Los cadáveres quedaban abandonados y otros se acercaban para comer de ellos. Entonces las riñas comenzaban de nuevo. Sólo cuando de tanto ser tironeado el cadáver se rompía en pedazos que podíamos llevarnos a alguna parte del parque para comerlo en solitario, las disputas terminaban. Pensándolo bien, entiendo que aquello no respondía al hambre —mi padre no dejaba pasar más de tres o cuatro días sin traernos algo para comer—, sino a cierto impulso de autodestrucción de la especie en general proclive a la auto-aniquilación, tragándose a sí misma.

Mi padre no parecía preocuparse por las tendencias destructivas del grupo, ni hacía nada para impedirlas. Acaso las esperaba para lograr un equilibrio entre la reproducción constante de las perras dentro de la casa y el número de perros niños necesarios para la reproducción. Mi padre también necesitaba de nosotros para continuar sus estudios acerca de nuestra conducta, pero por otro lado, el número de perros niños excedía largamente las posibilidades que tenía de cuidarnos, alimentarnos y limpiarnos. Entonces el equilibrio se daba casi naturalmente, en el abandono a nuestro hambre de nosotros mismos.

Hubo fallas, avances y retrocesos en la política de adiestramiento de mi padre. Hubo un momento en que todas las perras niñas habían desaparecido, muertas de hambre o vencidas por la vida que llevaban. Parecía entonces que se abría un tiempo de paz y tranquilidad, pero la esperanza no duró mucho, digamos, duró el tiempo que cada uno tardó en aprender que la sangre que llenaba la cabeza de cada pijita no reconocía el género del agujero al que tendía. Por lo que cuando desparecieron las niñas, los perros niños más potentes se abocaron a la persecución y acorralamiento de los más chicos. La violencia volvía a repetirse tal como antes, agravándose cuando los perros niños más débiles comenzamos a asociarnos para defendernos del ímpetu sexual de los más grandes. Entonces se trataba de una verdadera guerra de todos contra todos. Sólo cuando mi padre ordenó que nuevas perras niñas regresaran al parque nos devolvió cierto orden y tranquilidad en la convivencia.

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