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Así fue hasta que mi madre murió.

Mi padre había encomendado a sus asistentes que enterraran el cadáver en los jardines y luego sacaran de la casa cada una de las cosas de aquella mujer para enterrarlas junto a su cadáver —de mi madre no debía quedar ni el menor rastro. Sus asistentes comenzaron enterrando aquellas pertenencias —desde la ropa hasta sus libros. El trabajo fue extenuante, bajo los pastizales encontraron piedras que no los dejaron continuar. Mi padre entonces les ordenó que los objetos que no cabían en la profundidad de cada pozo fueran fragmentados en cuantas partes fuese necesario. Cortaron en dos, tres o cuatro partes, sillones, bibliotecas, mesas, jarrones, que pertenecían a mi madre, con el fin de hacer desaparecer de modo absoluto todo signo que remitiera a la existencia de aquella mujer. Al finalizar, el comedor de la casa tanto como la habitación de mi madre, habían quedado completamente vacíos. La tarea realizada había sido la de una devastación.

No pasó mucho tiempo para que mi padre comenzara a oír, mientras dormía, la voz de su mujer venida desde algún lugar de la casa. Adquirió el hábito de subir al cuarto del primer piso para sentarse en la mecedora y escuchar su voz venida desde algún lugar de la casa llamándolo “conchita demente”. Mientras escuchaba aquello, se decía a sí mismo que era imposible que estuviese escuchando esa voz. A sabiendas de que claramente ella estaba muerta, se levantaba de la cama o de la mecedora y recorría el comedor de la casa, el parque y las arboledas en plena oscuridad. Sólo por encontrar absurdo y ridículo el hecho de caminar en la noche entre los matorrales, entonces esa voz desaparecía de su mente. Sin embargo, cuando volvía a acostarse, la voz retornaba. Cada mañana mi padre les decía a sus asistentes más allegados que no había podido dormir en toda la noche. Cuando mi mujer vivía —decía mi padre— no podía dormir porque mi mujer vivía, ahora que mi mujer está muerta no puedo dormir porque mi mujer está muerta. Ese mundo —les decía mi padre a sus asistentes— es un mundo que no quiero habitar, un mundo que no puedo habitar sino en mi propia aniquilación.

No había pasado siquiera un mes del entierro y mi padre, cierta mañana, les ordenó a sus asistentes desenterrar el cadáver de esa mujer. Al principio, encontraron pedazos de madera, cuero, plástico, hierro. Por la tarde hallaron el cadáver, pero el cadáver estaba despedazado. Primero se toparon con una mano, el extremo de un codo, el pie derecho y uno de los pechos. Alejados sobre un mínimo terraplén que los pastizales cubrían, vimos cómo los asistentes de mi padre desenterraban un pene que dedujeron podía haber sido el pene de un perro muerto, aunque tampoco abandonaron la hipótesis de que mi madre hubiese sido un travesti.

Al anochecer todavía no habían encontrado la cabeza, apenas sino la nariz por un lado, la mandíbula por el otro, y sólo un ojo del que no podían determinar si se trataba del ojo derecho o del ojo izquierdo. Mi padre daba vueltas por el lugar, hablando en soledad pero en voz alta. Mientras continuaban las excavaciones, mi padre se dirigió a sus asistentes más allegados y les preguntó qué azar establecía que esas existencias autónomas formaran un cuerpo. Hay una imposibilidad de percibir esas existencias —dijo mi padre—, en cuanto lo que son; un ojo sólo como ojo, una mano sólo como mano. Desde siempre, dijo mi padre, he vivido la farsa de la unidad, cuando sólo se trata de pequeñas e insignificantes existencias monstruosas; sólo he vivido la farsa del nombre y la nomenclatura, impidiéndome a mí mismo comprender el ojo sólo como un ojo y no como parte de un conjunto. Y, sin embargo, esas pequeñas e insignificantes existencias monstruosas ya estaban ahí desde siempre; no era mi mujer la que hablaba, sino que era hablada por su boca. Nunca viví con mi mujer sino únicamente con el nombre de mi mujer, sólo absurdamente con el nombre de mi mujer, ridículamente con la nomenclatura “mi mujer”, por la total cobardía de enfrentar cada monstruosidad que conformaba lo que llamo mi mujer. Nunca quise ver, nunca quise oír ni saber, dejándome entonces llevar sólo por percepciones confusas y oscuras que nunca jamás se muestran sino como la ficción de una unidad que todo lo calma, para poder hablar, para poder dar nombres.

Rato después, uno de los asistentes cavadores encontró otra mano derecha. Al tomar las dos manos derechas, aun reconociendo diferencias entre ambas, mi padre no pudo identificar cuál correspondía a mi madre y cuál no. Lo mismo ocurrió con otras piernas, pechos y mandíbulas halladas posteriormente. El cuerpo de mi madre iba adquiriendo diversas formas que entendíamos como inequívocas formas del cuerpo de mi madre. Aunque quizás en ningún momento encontramos a mi madre.

En un momento, mi padre les dijo a sus asistentes que desde la muerte de aquella mujer no dejaba de soñar que era montado por un perro. Mi padre se encontraba con las rodillas y las palmas de las manos apoyadas sobre una superficie de barro, con el aliento y los jadeos del perro en la nuca, sintiendo las garras clavadas en su espalda. En esa situación tenía la certeza de que se trataba siempre del mismo perro, que era el que mi padre más amaba. Abraxas era su nombre. Mi padre no sabía por qué, pero el hecho de que en sus sueños fuera Abraxas el que se lo montaba, le facilitaba entregarse sereno a la pija endurecida del perro. Cuando Abraxas lo penetraba, el cuerpo de mi padre se relajaba y el ano parecía ceder. Cuando sentía la guasca caliente de Abraxas, a mi padre se le paraba la pija y acababa casi en el mismo momento que su perro. Sin embargo, según mi padre, Abraxas no terminaba de montárselo, sino que desde ese momento parecía que la pija de Abraxas atravesaba cierto umbral físico, cierto límite del dolor. Entonces mi padre, según mi padre, giraba la cabeza por encima del hombro esperando encontrarse con Abraxas. Sin embargo, en ninguno de sus sueños, mi padre, según mi padre, se encontraba con la cara de Abraxas. Siempre se trataba del mismo perro que cada vez presentaba un rostro distinto, a veces se trataba de rostros de distintos perros, otras de diferentes animales, pero también solía suceder que entonces mi padre se enfrentaba al rostro de la que había sido su mujer. En otras ocasiones el perro que se montaba a mi padre tenía la cara del presidente, otras veces la de Heidegger como también la de Perón, otras la de Juan Pablo Feinman y la de Firmenich, incluso rostros que no recordaba jamás haber conocido. A mi padre le sorprendía que el perro que se lo montaba cada noche fuese siempre un único y mismo perro y sin embargo que su rostro fuera diferente una y otra vez. Al parecer, mi padre creía soñar cada vez con una entidad diferente pero en el límite entre el sueño y la vigilia reconocía, para su extrañeza, que se trataba del mismo perro. Si bien había llegado a algunas conclusiones provisorias, no estaba seguro de cómo interpretar aquellos sueños —les decía mi padre a sus asistentes.

Durante las excavaciones, mi padre se sentía confundido. Si estábamos en el campo, les decía a sus asistentes cavadores que mi madre debía estar enterrada en el parque, pero si estábamos en el parque les decía que debía estar enterrada en el campo. Sin embargo, tanto en el campo como en el parque, cada vez encontrábamos a mi madre pero siempre despedazada en formas distintas, reuniendo cada parte en un único cuerpo que siempre era otro. Hasta que, desde luego, no encontramos ni en el campo ni en el parque el cadáver de mi madre, por lo que entonces dejamos de buscar el cadáver de mi madre. Detrás nuestro, el parque había quedado destrozado, lleno de pozos de más de uno y dos metros de profundidad.

Esa vez, antes de retirarse, mi padre le preguntó a uno de los asistentes cavadores si alguna vez había visto a aquella mujer en la casa Rodenlan.

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