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ОглавлениеEse mismo día, aprovechando que ya no quedaba nadie en el parque para vigilarnos, nos escapamos en jauría.
Necesitábamos un afuera de la comunidad que formábamos, nuestras fuerzas y potencialidades excedían el límite del perímetro del parque. Resultó difícil seguir algún rastro u orientarnos por alguna dirección en la noche del desierto. Algunos se perdieron olfateando carne de vacas muertas en alguna parte, otros se retrasaron husmeando en bolsas de basuras dispersas a uno y otro lado. En general los que buscaron en la basura hicieron un recorrido más bien corto, tomaron las bolsas y las arrastraron de regreso al parque. En el camino dejaron un reguero de cáscaras de naranja, cajas de vino, yerba, pañales, latas, trapos. El resto marchamos lo más rápidamente posible hasta encontrarnos con los primeros ranchos.
Enseguida nos topamos con una perra en celo a la que algunos comenzaron a seguir. No era una perra niña de las que criaba mi padre. Era una perra, sólo una perra que parecía todavía mantener ciertas características de la raza ovejera alemán, aunque más bien lejanas. Lo que entonces me sorprendió fue la violencia del deseo de mi grupo sobre aquella perra, porque si bien antes en el parque no medían ningún impulso en relación a la perra niña que pretendían montar, esta vez parecía que el hecho de tratarse de una perra pura sin traza de humanidad encima, los arrastrara a una vorágine de sangre, mordiéndola en la cabeza y en todo el cuerpo mientras la penetraban en dos patas. La perra ya estaba muerta y las penetraciones todavía no habían terminado, incluso ciertas partes del cráneo y el lomo ya habían sido arrancadas a mordiscones mientras otros compañeros del grupo continuaban la penetración.
Lo mismo había sucedido antes, cuando para llegar a someter a la perra, nuestro grupo debió imponerse en la pelea que se había iniciado con los perros que ya estaban cortejándola. El hecho de tratarse de perros sin humanidad parecía enfrentarnos a una amenaza radical de lo que nosotros mismos éramos, sin poder responder de otra forma más que eliminando con la misma radicalidad la pregunta, la semejanza en cuanto perros y la diferencia en cuanto niños. Actuamos en grupo como nunca lo habíamos hecho, como si al enfrentar a perros que en nada diferían de nuestra condición —salvo por el hecho de que nosotros estábamos desnudos y ellos cubiertos de pelos, que nosotros todavía poseíamos dedos y ellos garras, una cola amputada o pelada y ellos una cola larga y peluda, y algunos otros detalles de ese tipo— nos enfrentáramos a lo que no podíamos ser. En la semejanza más clara —estar en cuatro patas, emitir los mismos gruñidos, repetir los mismos rituales, utilizar la boca como guía y motor de todo movimiento—, lo que se mostraba era la diferencia radical. Esa diferencia era nuestra humanidad pero era esa humanidad la que había que superar para ser lo que nunca llegaríamos a ser.
Nunca fuimos humanos pero tampoco fuimos gusanos ni ninguna otra cosa, no éramos pajaritos, lauchas, hipopótamos, jirafas, garrapatas, ni perros, no éramos nada. Lo más fácil fue hacer lo que hicimos: andar en cuatro patas, sostener nuestro gusto por la desnudez, insistir en el goce de comer la propia mierda, retener la fascinación ante la muerte de otros iguales a nosotros, comernos los cadáveres de nuestra especie, jugar con ramitas y huesos, aullar o gruñir ante determinada situación de temor o peligro. Eso implicaba habitar una incertidumbre, instalarnos de lleno en ese espacio entre lo que es y lo que no es, aprender a ser en el modo de no ser. Hablar de perros niños es una facilidad para entendernos. Parezco un ser humano pero no soy humano, actúo como un gusano pero no soy un gusano, más bien soy un zombi. Ni vivo ni muerto. No un sobreviviente, sino un sobre-muerto.
Cuando alcanzamos las zonas más pobladas nos encontramos con niños de nuestra edad y ante ellos actuamos con indiferencia, sin sorprendernos del hecho de verlos caminar en dos patas ni el escucharlos hablar articulando cada palabra, como si no reconociéramos en ellos ninguna amenaza pero tampoco ninguna relación. Nuestra amenaza eran los perros y no los niños porque de fondo los perros nos venían a mostrar la imposibilidad radical de ser aquello que no podíamos dejar de ser. En cambio los chicos que veíamos jugar en los descampados de los primeros villeríos, no nos exigían nada. Éramos niños como ellos, pero ya habíamos dejado de serlo. En cambio los perros eran lo que debíamos ser y todavía no éramos, o bien éramos perros en la forma de lo imposible. Por ejemplo, si bien la postura corporal fue acomodándose lentamente a la horizontalidad del lomo, nunca alcanzamos en el desplazamiento la suficiente velocidad como para divertirnos corriendo las ruedas de los carros que veíamos pasar. Otro ejemplo, si bien la cercanía de nuestro rostro con respecto al piso posibilitó cierta exacerbación del olfato, de ningún modo podríamos competir con ningún perro faldero que pudiera regresar a su hogar siguiendo los olores, nosotros perderíamos inmediata e inevitablemente cualquier rastro olfativo.
En aquel viaje nos encontramos también con otros perros niños como nosotros —o que me parecieron serlo. Vagaban por el barrio y los descampados, tirados al sol junto a las zanjas, incluso se los veía obedecer a algún amo que los llamaba. Los vi también dentro y también bajo el umbral de la entrada de algún rancho, compartiendo el espacio con sus amos humanos. La mayoría de los que vimos se encontraban semi desnudos. Algunos también estaban vestidos pero la postura física y el abandono en medio de los pastizales o contra las chapas de algún rancho revelaban su condición. Encontrarnos en un espacio externo al del parque fue tomar conciencia de la propia comunidad, descubrirnos como una multitud con tareas específicas y conductas autónomas. Formábamos un pueblo. Niños que desnudos vagaban en cuatro patas por el campo o se tiraban a lamerse la sarna bajo el sol. Perros que pelados y sin cola se metían en las casas buscando un amo que los cobijara.
Pasados algunos días, el resto de mis compañeros se había perdido por distintos rumbos y me daba cuenta de que estaba solo. No sé cómo regresé al parque, seguramente debieron haber pasado algunos días. Por entonces no tendría más de seis o siete años. Al entrar escarbando por debajo del alambrado, me sorprendió la devastación como si nunca la hubiese visto antes. Los pastizales crecidos dejaban ver solamente el lomo de los pocos perros niños que habían quedado, el resto de la extensión estaba cubierta por bolsas de basura despedazadas.
Al verme, mi padre me ató a un árbol y me tuvo durante una semana sin comer. Yo sólo pensaba con qué palabra demostrarle a mi padre que era un ser humano. La necesidad de mostrarle a mi padre quién era, me inquietaba. No sabía muy bien por qué pero lo que de fondo temía era la traición por la que ahí donde deseaba la palabra que suture el malentendido de haber sido tratado como perro, apareciera involuntario, desde más allá de mí mismo, el aullido definitivo.
Terminada la semana, mi padre me arrastró con una cadena hacia el sótano de la casa. Allí dentro, el castigo logró efectos épicos. A partir de esto no tengo nada demasiado claro. Puede ser, no estoy seguro, más bien imagino aquel castigo como variable marginal de la única certeza que me queda de aquel momento: el terror irracional de que mi padre me hubiera encerrado con el único fin de obtener alguna reproducción a los fines de vender la cría a alguna familia adoptiva. Tuve que haberle suplicado que no lo hiciera, quizás haya comenzado a llorar y a gritarle, pero, claro está, no hacía más que ladrar y aullar y mi padre no pudo comprenderme. Ahí comienzan mis dudas y confusión, sosteniendo una perfecta inmovilidad y manteniendo un silencio completo y radical, no sé cuántos días y noches sobreviví en aquel encierro, intentando resistir a mis delirios afiebrados y a las llagas de mi cuerpo, hundiéndome en esas lagunas de la existencia que omiten todo aquí y ahora.