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OTRO MENARD

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¿Entenderá usted de lo que le estoy hablando?, ¿entenderá lo que tuvo que haberme costado hacerme humano? Un día desperté en un cuarto cerrado bajo llave, con la ventana clausurada y constantes penumbras, en una ciudad que más tarde sabría que se trataba de Berlín. Al rato de despertar, un hombre y una mujer entraron, intentando comprender el cuadro con el que se encontraban. Usted me podrá decir que los gruñidos que entonces creí escuchar y eso que entendía como ladridos eran el alemán que mis instructores hablaban y con el que en ese momento se dirigían a mí diciéndome seguramente que no me asustara, que me quedara tranquilo, que desde entonces esa sería nuestra casa. Pero no estoy hablando de eso. Lo sé porque después, durante toda mi vida, no he dejado de vivir la misma situación, hombres y mujeres que se dirigían a mi persona gruñendo y ladrando como perros. No se trataba de un problema de incomprensión de la lengua alemana ni de una mala comunicación en cualquier otra, ni en ese momento ni después. El problema no es tanto la continuidad animal entre hombres y perros, ni qué hacer con esa conexión cuando las metáforas se gastaron. No, el problema es que los hombres hablan siempre como si estuviesen comiendo mierda, del mismo modo, exactamente de la misma forma que los animales que he conocido en mi infancia.

Fue ese el momento en que comprendí que hablar es en sí mismo una sutilización del acto de comer mierda, un mismo acto más o menos abstraído y alienado de sí mismo, que sólo puede remitir a la monstruosidad de los hombres lobos. Me dirá usted que para entenderlo hay que verlo. Pero sí, sí: todos lo ven cotidianamente, le respondo. Vemos a nuestros seres más cercanos, nos vemos a nosotros mismos masticando algo que de algún modo nos es robado, como si en verdad no fuese posible hablar sino habiéndonos sustraído en algún momento de nuestra antropología nuestra propia defecación, sin perder el hábito todavía de continuar moviendo la boca de la misma forma. Hablamos como si no pudiésemos borrar la dolorosa cercanía entre el acto de hablar y comer. Y a la vez, por ello mismo, como si no pudiésemos hablar y en el mismo acto dejar de comer. Ni yo ni nadie está liberado de esa condena, lo veo continuamente en mí, hablo como si hablar fuese en sí mismo el acto físico de comerme las palabras. Siempre tuve claro los motivos acerca de por qué ya no me atrevo a probar bocado como también por qué dejé de cagar, lo que no termino de comprender es si esas son las mismas causas que me impusieron durante toda mi vida este tartamudeo constante.

Desde el terror que sentí enfrenté la situación, aprendí a seguir el juego, no armé ninguna escena histérica, no grité ni pataleé, dejé que me sacaran del lugar, me bañaran y dieran algo para tomar. Siempre se comportaron conmigo como con un hijo al que amaron como propio, pero cómo actuar frente al abismo ontológico que me separaba de ellos. Hice lo que me decían que hiciera, actué como creía que ellos esperaban que actuara, pero siempre desde la distancia. Dijeron llamarse Beatriz y Daniel pero que preferían que los llamara tíos. Debía obedecer sus órdenes para que mi padre se mostrara satisfecho con mis progresos. Desde entonces viviríamos juntos y nuestra finalidad sería convertirme en un chico.

Lo primero fue ayudarme a vestir y a sostenerme parado en dos patas. Fue un aprendizaje lento y difícil. Por más ropa que llevara encima no podía dejar de sentirme desnudo. Si bien alcanzar una mínima verticalidad era sencillo, lo difícil eran las ganas de arrojarme y andar por el piso. Las presiones nunca terminaban, y aunque verdaderamente lo hubiese querido, aun renunciando a mis rituales más íntimos, todos mis esfuerzos hubiesen sido vanos y ridículos, ya que actuando como niño no dejaba de actuar como animal. Me pedían que me parara en dos patas como cualquier chico de seis años y yo me paraba en dos patas, me pedían que utilizara el cuchillo y el tenedor y yo usaba cuchillo y tenedor, y todo lo que me pedían lo hacía sin el menor esfuerzo, pero esa absoluta falta de esfuerzo significaba que no dejaba de ser lo que era, porque entonces nada cambiaba con respecto al que yo había sido en el parque junto a mis compañeros. Nada estaba aprendiendo, en nada podía progresar.

Un día me cansé de hacer de niño, pero entonces la revelación de mi propia estafa se me mostró en todo su esplendor. Quería mostrarles a mis instructores y a mi padre que no podía ni sabía cómo volver a ser niño, pero todo lo que hacía irremediablemente era interpretado por ellos como un avance en mi recuperación. Si me negaba a comer con los utensilios utilizando sólo la boca, si me quedaba dormido en el piso, si me negaba a vestirme para andar desnudo por la casa, si me la pasaba andando en cuatro patas, mis instructores decían: hay que dejar al niño hacer cosas de niños. Si defecaba en el comedor de la casa y luego comía mi mierda o si me escapaba a la calle persiguiendo alguna perra o entretenido con el cadáver de algún animal, mis instructores decían: pobre niño, pero no hay que preocuparse, tiene los problemas que tienen todos los niños.

Volverme imperceptible. Ese ha sido mi destino. De tanto decir “tío, tía, no puedo dejar de ser un perro” y que para mis instructores esas mismas palabras fuesen la prueba de mis progresos como niño, terminé comprendiendo que yo mismo como perro me había vuelto invisible. Hiciera lo que hiciera seguiría siendo un niño. Pero yo sabía de la estafa y hacía el esfuerzo de dejar de hacer cosas de perro. Eso: me había vuelto imperceptible, nadie notaba quién era y qué era aquel chico.

Lo único que terminaría aprendiendo es que nunca había tenido una infancia, pero cuando digo infancia digo mucho más que infancia. El hombre es el único capaz de infancia porque es el que debe aprender a ser lo que es. A diferencia de cualquier otro animal que ya nace determinado por cierto lenguaje natural, el hombre debe aprender a hablar y ese aprendizaje es la infancia. Sería un pasaje hacia la humanidad, un “todavía no”, un camino hacia la humanidad pero todavía no humanidad. En todo caso, los perros niños nos quedamos en la infancia. Pero en una infancia radical, digamos, una infancia incluso con respecto a la infancia, es decir, no la infancia del niño, sino en la infancia de la vida. Así, entonces, como tal, como infancia de la vida, esa infancia todavía no es vida, es lo que hace que después la vida pueda hacerse. Y si no es vida entonces esa infancia es la impotencia absoluta de vida. ¿Cómo iba a aprender una lengua de verdad, cómo dejar de ser aquello que no tiene ser?, si cuando digo que los perros niños no tuvimos infancia, digo que en verdad nunca tuvimos posibilidad para alcanzar ninguna humanidad.

En este sentido, lo más difícil fue aprender a hablar, no porque no emitiera palabra, sino al contrario, desde el primer momento, los ladridos, gruñidos y aullidos que emitía como perro niño eran palabras, oraciones y enunciados. Mis instructores se ponían contentos ante lo que creían que era un progreso formidable en mi formación. Me interpelaban y yo respondía en consecuencia, respetando siempre reglas básicas de comunicación y atento al contexto de enunciación. Visto desde fuera hablaba normalmente sin problema alguno. Pero el problema era que yo nunca había dejado de ladrar y que ladrar era para ellos lo que entendían como hablar. Me trataban como a un niño y yo parecía ser un niño, parecía hablar y responder como un niño, pero nunca había dejado de ladrar. Seguía siendo un perro, ahora oculto, ahora disfrazado, montando una farsa que excedía mi voluntad de armarla, pero que funcionaba perfectamente sin que nadie pudiera diferenciar el hecho de hablar del de ladrar. De alguna forma estaba condenado a una fabulosa simulación involuntaria. Pero el infierno recién comenzaba. Tarde o temprano debía darme cuenta de que si lo que yo hacía era ladrar entonces las palabras que los demás escuchaban no eran mis palabras. Mis instructores me habían enseñado una lengua que no era mi lengua, que no la había sido ni nunca la sería. Porque esa lengua era la lengua de mi padre. Y aprender esa lengua no fue otra cosa que instalar, como el cáncer se instala en un organismo, la lengua de mi padre en mi cerebro. Yo no hablaba, ladraba. El que hablaba dentro mío era mi padre.

Sabiendo que mi padre vivía en mi cerebro comprendí que moverme era morir, desplazarme era morir, respirar mal era morir e incluso, y lo recuerdo claramente, pensar significaba morir. Desde entonces todos mi esfuerzos estuvieron dirigidos a la exigencia de no moverme, no desplazarme, no respirar erróneamente, e incluso no pensar. Fue como una revelación, de un instante al otro me daba cuenta de que no importaba si mi padre se encontraba o no cerca mío, lo que importaba era que mi padre me estaba hablando y que las palabras de mi padre seguían siendo palabras de mi padre en mi cerebro. Estuviera mi padre en mi cerebro o fuera de mi cerebro, las palabras de mi padre siempre estaban dentro de mi cerebro. Esa revelación ha sido la marca que he llevado toda mi vida. Estuviera delante mío o a kilómetros de distancia las palabras de mi padre siempre provenían de adentro mío.

Recuerdo las constantes dificultades que aquello creaba en la comunicación con mis instructores, ya que invariablemente terminaba entendiendo que era mi padre el que hablaba por ellos. Aun cuando ellos manifiestamente se encontraran en silencio, yo escuchaba perfectamente la voz de mi padre, de modo claro y transparente. Por ello, solía responderles a mis instructores inquietudes que ellos nunca habían manifestado, respondiendo a preguntas que nunca habían preguntado o incluso realizando acciones que cuando me preguntaba por qué las hacía, yo les decía que obedecía órdenes de mi padre. Incluso escuchaba el silbato de mi padre sonando en mis oídos, agudo y constante. Cuando sonaba el silbato su voz parecía alejarse y desaparecer, para no quedar sino cierto murmullo acompañando cada uno de mis pensamientos, que de alguna manera se irían reduciendo a la súplica y al ruego de que dejara ya de hablar dentro mío y que dejara de hacer sonar su silbato. Otras veces lo escuchaba escribiendo mentalmente su obra, murmurando en voz baja cada oración y a veces también elevando la voz, demarcando y subrayando cada palabra, lentamente y luego a toda velocidad. Pasado el tiempo ya no pude distinguir si mi padre estaba escribiendo su obra en voz alta cerca mío o dentro mío.

Habría querido acostumbrarme a ese ruido y dejar de hablarme a mí mismo sobre la voz de mi padre hasta que la voz de mi padre fuera un modo de mi propio pensamiento. Pero no se trataba solamente de aniquilar la voz de mi padre en mí, sino de aprender a desaparecer en ella. Siempre es difícil aprender a no pensar, siempre aparece alguna palabra, un vestigio de sentido y residuos de la conciencia de estar escuchando ruido, el problema era demarcar en mi conciencia lo que me era propio y lo que me resultaba impropio. Esas dualidades aturden y bestializan. El error, pensaría después, había sido buscar que mi padre desapareciera y muriera en mí, querer encontrar un día mi mente en blanco ya sin conciencia de la voz de mi padre. Aprendí que esa búsqueda es siempre desesperación, que jamás se encuentra algo que no sean voces de otro, ruido de lluvia, gemidos de perros, capas paralelas y yuxtapuestas de sonidos ilegítimos, que aparecen ahí donde no deberían estar. Pero no se trataba de deber ni de legitimidad, se trataba simplemente de dejarlas acontecer como al relámpago le acontece su brillo o a las hojas el verdor porque entonces aparece la serenidad conquistada, ni silencio ni mente en blanco, sino un caos apacible en el que no hay voz que se dirija a alguien. Eso es lo que tardé tanto tiempo en comprender. Que no hay interpelación posible, que no existe una segunda persona que se dirija a nadie. Responder ha sido siempre un acto absurdo, una forma de suspender la voz del otro para acallarla y dar lugar a la voz propia. Pero porque no hay voz propia toda respuesta ha sido un acto demencial. Mis conquistas nunca fueron tan sencillas. Cuando escuchaba a mi padre llamarme y no podía diferenciar si su voz provenía de afuera o de adentro de mi cerebro, esa incertidumbre se traducía en esperanza y a la vez en desesperación. No respondas, no hay nadie, ni dentro ni fuera —me decía a mí mismo.

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